Obra de Juan Genovés |
Existe una frase hecha que reivindica
la titularidad individual de los méritos excluyendo de ellos cualquier participación
ajena, tanto directa como indirecta: «No le debo nada a nadie». Esta autoafirmación da pistas del arraigado individualismo que subestima los lazos comunitarios y propende a desligarnos de nuestra condición de prestatarios de los demás. La frase también
transparenta esa sinonimia que empareja individualismo con
autosuficiencia. Hace unas semanas leí una
entrevista a la filósofa Marina Garcés que desmontaba con suma facilidad esta
falacia de la autosuficiencia exacerbadamente narcisista recordando el nexo
primigenio que nos anuda a otras existencias: «Todos hemos nacido del cuerpo de otros y
hemos sido criados por las manos, palabras y miradas de otros». El cordón
umbilical que nos eslabonaba a otro cuerpo se corta al nacer, pero eso no significa
que simultáneamente se cercenen otros muchos nexos que nos acompañarán el resto de nuestra vida. En más de una ocasión he
rebatido a estas personas que se jactan de la ficción de no deberle nada a
nadie. Al hacerlo pensaba en mi condición de deudor del lenguaje que ahora iba
a utilizar para defender mi tesis y refutar la suya, de la inculturización y el
aprendizaje recibido para poder hacerlo de un modo inteligible para ambos, de los hallazgos nacidos de la creación social y la
inteligencia compartida, de la invención del
diálogo como estructura de la razón comunicativa que ahora me iba permitir
objetar su argumento, y de mil etcéteras más, todos de una relevancia parecida. Pensaba todo esto, pero finalmente un cansancio de dimensiones mitológicas siempre me obligaba a abreviar: «Yo le debo todo a todos».
Revolotea por el discurso social otra muletilla análoga a
esta primera. Se utiliza para describir en tono laudatorio a cierto tipo de personas: «Es un hombre hecho a sí mismo». A veces es el
propio sujeto el que la esgrime como autorreferencia que solicita plausibilidad: «Soy un hombre hecho a
mí mismo». Reconozco que me apena que, habiendo miles de referentes prodigiosos a nuestro alcance para construirnos, alguien
no haya encontrado un molde mejor que sí mismo. En muchas ocasiones estas frases tratan tan solo de enfatizar un meritorio
proceso de autorrealización, glorificar la tenacidad y el sobreesfuerzo privados, pero los tópicos
guardan significados mucho más profundos de lo que se puede deducir echando una
rápida mirada a la superficie. Aceptar que le debemos todo o casi todo a todos no supone negar la autonomía de los individuos ni tampoco
condenarla a la servidumbre, solo acotarla recordando que cuando nacemos no
advenimos a un sitio yermo y solitario, sino que aparecemos en medio de un
lugar en el que todo brota de un humus cultural que nos convierte al instante en irrenunciables herederos.
No se trata de diluir la identidad personal, pero tampoco de ignorar todo lo que tomamos prestado. No denegar nuestro papel de realidades en perpetua mutación en pos de mejorar, pero tampoco ser tan obtusos como para no advertir que se adquieren gracias a la inestimable ayuda que supone pertenecer a una inmensa comunidad reticular que va legando sus logros (también sus fracasos). En Animales políticos y dependientes McIntyre da en la clave: «Si fuéramos capaces de concebirnos como seres dependientes, y no como seres autosuficientes, tendríamos en nuestra forma de concebirnos la base necesaria para la ética». Recuerdo que en una de sus novelas Paul Auster dejaba muy claro a través de uno de sus personajes que nadie llega a ninguna parte si a su lado no hay gente que confía en él. Aunque parezca una contradicción, es nuestra interdependencia la que facilita nuestra autonomía como sujetos de proyectos. No es ningunear el papel de la voluntad, pero tampoco vendar nuestros ojos como para no ver que nuestra biografía viene cofirmada. Somos la obra de multitud de coautores. Los suficientes como para no tener ningún problema en identificar a alguno de ellos alguna vez. Sobre todo cuando nuestros proyectos van bien.
Artículos relacionados:
Somos coautores de nuestra biografía.
Singularidad frente a individualidad.
Para ser persona hay que ser ciudadano.
No se trata de diluir la identidad personal, pero tampoco de ignorar todo lo que tomamos prestado. No denegar nuestro papel de realidades en perpetua mutación en pos de mejorar, pero tampoco ser tan obtusos como para no advertir que se adquieren gracias a la inestimable ayuda que supone pertenecer a una inmensa comunidad reticular que va legando sus logros (también sus fracasos). En Animales políticos y dependientes McIntyre da en la clave: «Si fuéramos capaces de concebirnos como seres dependientes, y no como seres autosuficientes, tendríamos en nuestra forma de concebirnos la base necesaria para la ética». Recuerdo que en una de sus novelas Paul Auster dejaba muy claro a través de uno de sus personajes que nadie llega a ninguna parte si a su lado no hay gente que confía en él. Aunque parezca una contradicción, es nuestra interdependencia la que facilita nuestra autonomía como sujetos de proyectos. No es ningunear el papel de la voluntad, pero tampoco vendar nuestros ojos como para no ver que nuestra biografía viene cofirmada. Somos la obra de multitud de coautores. Los suficientes como para no tener ningún problema en identificar a alguno de ellos alguna vez. Sobre todo cuando nuestros proyectos van bien.
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