Obra de Donatella Marraoni |
Susurraba Octavio Paz que los
cuerpos son jeroglíficos sensibles. Totalmente de acuerdo. El lenguaje no verbal es una
herramienta tremendamente útil siempre y cuando acepte su condición auxiliar
del lenguaje verbal. Cierto que en
muchas ocasiones la gramática del cuerpo se ha independizado de su rango
subalterno, sobre todo cuando responde con los automatismos de las emociones, pero en el orbe afectivo su emancipación se debe a que hemos asignado un significado verbal
a cada gesto corporal, hemos hallado las proporciones exactas de vida que hay en el léxico del cuerpo. El ser humano es homo faber, el hombre es el animal capaz de producir, y entre la inmensa panoplia de posibilidades nos encontramos con la producción de significados. La cultura no es otra cosa que el conjunto de significados que comparte una comunidad. A pesar de consensuar los significados que se acurrucan en nuestras acciones y en nuestro parlamento e instrumentalizarlos sentimentalmente, seguiría siendo
temerario universalizar lo que hay detrás de cada gesto cuya ambivalencia sólo
se puede sortear entendiendo el contexto y las palabras que quiere expresar nuestro
interlocutor. Esta temeridad es difícil de corregir porque nos pasamos el día tratando de explicar la conducta de la gente con la que interactuamos. Ya no estamos en el paleolítico, pero seguimos siendo cazadores/recolectores, ahora de indicios que ayuden a nuestro cerebro a hacer predicciones lo más acertadas posible. Spinoza escribió que «la razón permite la consensualidad por parte de los
seres humanos», pero también efectuamos procesos de individuación con
los que organizamos el mundo de una manera subjetiva. Y aquí empieza la ceremonia de la confusión.
La gramática del cuerpo tiene en el abrazo, el beso y la mirada su
triada perfecta para expresar el catálogo de vicisitudes que nos brinda la experiencia humana. Nadie necesita explicar con palabras lo que significa un abrazo, cierto, pero la ausencia de explicación ahora reside en que nos lo han explicado miles de veces antes. El abrazo permite a dos
personas convertirse en un animal de dos espaldas (robándole a
Shakespeare una metáfora), el beso es una manifestación de afecto que abriga miles de
variantes, y la mirada es el escaparate en que mostramos lo que ocurre en el alma. Aunque en muchas ocasiones no seamos muy conscientes de ello, los seres humanos nos pasamos el día realizando tareas con el propósito último de cosechar el cariño de los demás. El abrazo
es una poderosa forma de transmitir información afectiva, de solidificar ese cariño que mendigamos las personas para sentirnos personas. Puede servir para explicar la alegría que supone que contigo me inauguro a cada instante, para ratificar que en tus ojos se suicidan los míos, para cauterizar las heridas que delantan nuestra fragilidad humana, para mostrar aprecio, agradecimiento, expresar el júbilo de coincidir, o saludarse tras una prolongada ausencia. Rodeamos con nuestros brazos a alguien y ese alguien hace lo mismo con nosotros en una especie de órbita que hace que dos cuerpos burlen la distancia de cortesía y se acoplen como si fueran una unidad. Su verdadero significado patrimonial no
reside solo en darlo, sino sobre todo en elegir a quién se lo
damos. Como hay muchos tipos de abrazo y muchas personas a quienes podemos agasajar con él, el abrazo se convierte en maravilloso cuando el que lo da y el que lo
recibe conocen el significado inestimable que guarda para cada uno de ellos. Si el
significado es muy valioso para ambos, si hay un punto de coincidencia, si hay reciprocidad semántica y se sabe con antelación, darse un abrazo como experiencia clausural de unas palabras ya innecesarias es una siderurgia
afectiva en la que durante un breve instante dos cuerpos se hacen uno porque algo
recíprocamente importante los une. Entonces un abrazo no vale más que mil palabras. Se convierte en un dioma propio.
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