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Fotografía de Serge Najjar |
La escritora y pedagoga Nora Rodríguez
recuerda
en su ensayo Educar para la paz algo rotundamente medular en la experiencia humana. A pesar de su condición extraordinaria, rara vez es
ensalzado como se merece:
«Pocas
veces o nunca se tiene en cuenta que, desde edades muy tempranas, a los seres
humanos nos hace increíblemente felices ayudar a los otros
».
No solo eso, encontramos mucha
más delectación en dar ayuda que en recibirla, porque en el mundo de los
afectos lo que se da no se pierde ni se desintegra en la nada, si no que retorna multiplicado
mágicamente. No hay noticia más plausible y más enorgullecedora para cualquier persona que saber que los seres humanos encontramos profundas y voluminosas gratificaciones sentimentales inclinándonos a ayudar a los demás a construir bienestar en sus vidas. Es un hallazgo tan esencial que todos los días deberíamos repetírnoslo como un salmo. Por supuesto, después de enunciarlo con orgullo antropológico tendríamos que intentar practicarlo, interiorizarlo y domesticarlo en la sensibilidad y aprenderlo en la cognición. Es una obviedad aristotélica, pero aquello que consiste en hacer solo se aprende haciéndolo. La autora de
Educar para la paz explica a lo largo de las páginas
de la obra que el cerebro es un órgano que desarrolla sus estructuras a través de
interacciones con las alteridades. Cita al neurocientífico Jonh
Cacioppo para subrayar que
«los seres humanos crecemos, aprendemos y nos desarrollamos
en grupo
». A Francisco Mora le he leído y escuchado insistir una y otra vez en que si
queremos ser excelentes en una tarea, es nuclear que nos juntemos con aquellos que ya son
excelentes en esa tarea.
Aprendemos haciendo e imitando lo que hacen aquellos que son significativos para nosotros. Esta contaminación ambiental no solo es emancipadora, también puede tomar la dirección contraria y devenir en peligrosamente jibarizadora, posibilidad que debería animarnos al fomento de la reflexión y el discernimiento. A los padres que les preocupan las notas de sus hijos, José Antonio Marina les advierte que entonces se preocupen por las notas de los amigos de sus hijos. A pesar de que paradójicamente,
como afirmaba el añorado Vicente Verdú,
«el individualismo se ha convertido en
un fenómeno de masas
», el sentido de la experiencia humana se condensa y se
experimenta en nuestra condición de existencias al unísono.
No somos existencias insulares, tampoco colindantes, ni muchos menos adosadas. Somos existencias corales.
Es fácil sintetizar toda esta peculiaridad
de la socialidad humana afirmando coloquial y aforísticamente que lo que más nos gusta a las personas es
estar con personas. Las estadísticas sobre hábitos de ocio señalan reiteradamente que la actividad más apetecible para los entrevistados en su tiempo no retribuido es quedar con los amigos. Es puro activismo de la amistad. Existe un término muy bonito para definir esta práctica tan profundamente arraigada en el rebaño de hombres y mujeres. Cuando quedamos con alguien y nos encontramos y nos intervenimos recíprocamente sobre los afectos a través de tiempo y actividad compartidos, estamos experimentando la confraternidad. Festejamos mutuamente nuestra filiación humana, y al festejarla el individuo que somos (y somos individuo porque somos indivisibles) se va singularizando. La individuación, que no el individualismo, solo es posible gracias a la interacción con el otro que facilita que el sujeto que somos se singularice. Los filósofos griegos vislumbraron esta interdependencia y entendieron pronto que para ser persona era indefectible ser antes ciudadano. La progresiva y escandalizable disipación de lo común en nuestros imaginarios hace que esta afirmación resulte cada vez más ininteligible. Es tremendamente paradójico que solo podamos subjetivarnos gracias a que no estamos solos. La presencia del otro me hace ser yo, la presencia del otro me impide ser nadie. Casi siempre se relee esta presencia en forma negativa. Ahí está el célebre apotegma de Sarte apuntando que el infierno son los otros. Es sencillo argüir que el infierno es una vida en la que no hay otros. Cito de memoria, y por tanto seré inexacto, pero recuerdo que Verdú definía la felicidad como esa sustancia que se cuela entre dos personas cuando interactúan afectuosamente entre ellas. La felicidad no es un estado, no crece en la yerma soledad, sino que brota en el dinamismo compartido.
Justo mientras
bosquejo este texto escucho en la radio una entrevista a Laura Martínez Calderón. Después de recorrer junto a Aitor Eginitz durante diez años el planeta Tierra
en bicicleta, ha literaturizado la experiencia de los tres primeros años, centrados en Asia, China, Asia Central, Irán y África, en un libro titulado El mundo es mi casa. La autora comenta que de su nomadismo planetario le han llamado la atención sobre todo dos cosas. La primera es la cantidad de
gente buena que hay por todos lados. La segunda es advertir la ideas
absolutamente absurdas y prejuiciosas que tenemos sobre las personas que habitan en lugares remotos y culturalmente disímiles (y el sinsentido y aversión que la expeditiva aporofobia acrecienta si además sus poblaciones son pobres, añado yo). No es peregrino recordar aquí que somos ocho mil millones de habitantes en el planeta Tierra y, a pesar de la hiperconexión que permite el mundo pantallizado, el número de vínculos sólidos que mantenemos con los demás por muy elevado que sea siempre rozará el patetismo en comparación con semejante y apabullante guarismo demográfico.
Recuerdo una exposición
científica a la que acudí hace unos años. Uno de los espacios trataba de mostrar con clarividencia nuestra visión prejuiciada y estereotipada de los demás. Se habían colocado dos
pantallas digitales frente a frente en mitad de un diáfano y angosto pasillo. En una de las pantallas se emitía la grabación en
video de un chico madrileño vertiendo opiniones de Bogotá y sus habitantes. En la pantalla de en frente, un chico bogotano discurseaba sobre la idiosincrasia de Madrid y los madrileños. Lo
estrecho del pasillo hacía que ambas imágenes y sus voces chocaran en el
espacio de tránsito, pero simbolizaba perfectamente la estrechez de miras de los interlocutores. Todo lo que argumentaban ambos sujetos asomaba contaminado de tópicos y prejuicios sobreconstruidos a través de la
mediación de un lenguaje nacido de la propaganda, la infobesidad, el monocultivo de clichés prefabricados, la anorexia discursiva y nominativa que supone el hablar por hablar, puro consumismo lingüístico que
propende a la banalización y la fruslería.
La idea basal
del experimento interpelaba a la autocrítica y al cuestionamiento de nuestra hermeneútica. Si alguien de otro lugar afirma semejantes frivolidades y superficialidades de nosotros, es más que probable que a nosotros nos ocurra lo
mismo, que empleemos prácticas discursivas análogas cuando hablamos de lugares y
personas de los que no tenemos conocimiento suficiente como para construir una opinión y menos aún para ponerla a circular por el espacio público. Nos relacionamos
con la otredad tanto próxima como distal desde la abstracción que permite el lenguaje. Por eso es
tan sustancial ser cuidadosos con lo que decimos, nos decimos, nos dicen
y decimos que nos han dicho. Nos relacionamos con el otro a través de
prácticas lingüísticas. Muchas de esas prácticas nos llegan mediadas políticamente por
intereses velados y contrarreflexivos. Admitir la propia ignorancia, o la presencia antioxidante de la duda, es fundamental para que nadie nos la mezcle con miedo y logre que nuestros sentimientos destilen odio al que no conocemos de nada. Ayudamos al otro cuando nos cuestionamos y reflexionamos críticamente sobre el acto del lenguaje con el que lo construirmos y lo pensamos. Es una forma inteligente de autosalvaguardia. Instauramos una lógica para que ese otro se interpele cuando nos construya y nos piense a nosotros. Y hable o calle en función del resultado.
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