Obra de Lydia Benady |
En el incisivo ensayo Infoxicación. Identidad, afectos y memoria; o sobre la mutación tecnocultural, se afirma que la apatía es el peor de los estados anímicos imaginables. Su autora, la joven filósofa Margot Rot, define la apatía como «indiferencia y compulsión, la apatía detiene el deseo y, en ocasiones, lo colma en un objeto de satisfacción sin horizonte». La apatía nos secuestra, instaura la cancelación de las pasiones y nos hurta de una habitabilidad agradable en el mundo. A pesar de la naturaleza jibarizadora de la apatía, creo que existe un lance más deletéreo con el que una persona se puede tropezar en su itinerario biográfico. En numerosas conversaciones coloquiales he mantenido que una de las experiencias más aciagas que le puede suceder a una persona es incurrir en un episodio de indefensión aprendida, si el episodio es medular para su historia de vida. La indefensión aprendida opera cuando se deja de actuar sobre una situación adversa porque se anticipa que el resultado de la acción no modificará la situación, exactamente igual que ocurrió en las anteriores veces. La reiterada movilización de recursos volitivos y epistémicos no desplaza lo que acontece hacia lugares más plausibles. Llega un momento en que la persona suspende la voluntad y acepta la inevitabilidad de ese acontecimiento que le lacera, le resta posibilidades, lo entierra en vida. No es apatía, es rendición. En la apatía no hay dolor, en los momentos germinales de la claudicación, sí.
A juicio del filósofo Albert Lladó, «la realidad no necesita realismo». Cierto, la realidad apremia imaginación y narratividad sobre lo posible para transformarla en una aliada de nuestros intereses. Sin embargo, en la indefensión aprendida la realidad desborda tanto realismo que desemboca en petrificación e inmovilismo. La indefensión aprendida destruye la imaginación, mella los recursos proyectivos, nubla los horizontes de posibilidad, erradica la elucubración de táctica, anega a la persona de una inoperatividad que inspira el desestimiento y la renuncia. La indefensión aprendida instaura el cierre de pensar como herramienta de transformación y cercena la disposición a cualquier cometido susceptible de agregar mejoras. Si educar es acompañar para sacar lo mejor de cada persona desde dentro hacia afuera, la indefensión aprendida introduce lo peor desde fuera hacia dentro. Este horrible mecanismo es extrapolable tanto a experiencias del círculo íntimo como a experiencias de acción política.
La indefensión aprendida engendra aprendizaje (nefasto) y memoria (malos recuerdos). Ante la
adversidad, la memoria evoca la inutilidad de esfuerzos pretéritos y
declina operativizarlos ahora. Colige como más inteligente transigir y ahorrar una energía que acaso sea
necesaria en futuros eventos en los que sí se posea capacidad autodeterminadora. De este modo la
narratividad en la que nos subjetivizamos nos insta a la capitulación, a un no
hacer nada y no esperar nada porque nunca ha pasado nada cuando hemos cumplido lo que se nos demandaba para aspirar a esperar algo. Llegados a este punto cualquier enunciación se orienta a validar la
inacción, a pretextar que hacer algo es inservible como lo fue en infértiles oportunidades pasadas. Esta entrega no responde a haraganería ni a procrastinación, ni a indiferencia ni
a postergación, es la disolución de una voluntad que se acusa a sí
misma de estéril frente al fenómeno que le interpela. La disposición anímica se
volatiza y la esperanza, contraviniendo el lugar común, es lo primero que se extravía.
La voluntad deviene impotencia solidificada
en irresolución. Se incoa una
voluntad sin voluntad confinada en un totalizador horizonte de imposibilidad, una coalición de impotencia (la experiencia de quien se resiste a admitir que las cosas acaecen de ese modo, pero no puede impedirlo) y capitulación (aceptación contra el propio deseo de un curso de acción por parte de quien se admite inerme para detenerlo, o para encauzar su trazabilidad en otra dirección). El
aprendizaje de la indefensión inoperatiza a la persona degradándola en sujeto pasivo al
albur del decurso de un acontecer adverso que desborda sus mecanismos de influencia y control. Si la
curiosidad es el deseo de ensanchar el horizonte epistémico, en el momento en que se instaura la indefensión aprendida
en los esquemas de pensamiento se cancela la curiosidad y se conmuta en vana. Se está en el
mundo, pero con la disposición afectiva de saberse sin agencia y sin herramientas para intervenir sobre él. La persona declina participar sobre sí misma. Pessoa susurró que el aburrimiento es la grave enfermedad de sentir que no vale
la pena hacer nada. Se equivocó. Llamó aburrimiento a la indefensión aprendida.
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