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martes, junio 06, 2023

Cada persona es una multiplicidad de personas

Obra de Sean Cheethman

Vivimos en el misterio insondable de nunca ser la misma persona. Mutamos en nuestro repliegue interior cuando nos relacionamos con unas o con otras personas. En la intersección que dos personas logran configurar a través de la acción y la palabra, difieren los grados de confianza, las afinidades, las compatibilidades del carácter, los afectos, los contratos psicológicos subyacentes, los propósitos, la intensidad cooperadora, el ánimo con el que se han abrazado a un nuevo día, la posición que tienen en el preciso tramo de tender puentes lingüísticos y emprender acciones prácticas. Personalizamos las interacciones y al personalizarlas nuestra persona demuestra su condición no cerrada. En Madres, padres y demás, Siri Hustvedt lo sintetiza de un modo imbatible: «Cada persona es una comunidad de relaciones simbióticas». Recuerdo que en las páginas clausurales de Autorretrato sin mí, Fernando Aramburu compartía una aseveración que es pintiparada para lo que quiero explicar en este texto:  «De mí podrán decir cualquier cosa menos que fui definitivo». El yo en el que nos estamos configurando mientras nos desplegamos es un entramado de multiplicidades elásticas que toma una determinada y efímera disposición según sean las concreciones momentáneas de los demás entramados con los que interactúa en el mundo de la vida compartida. «Yo es otro», escribió enigmáticamente Rimbaud.  Podemos sentenciar que el yo está atestado de otros en función de con qué otros se relacione. 

En el muy recomendable La especie fabuladora escribía Nancy Huston que  «el yo es mi manera de ver el conjunto de mis experiencias», pero esas experiencias no concurren en un espacio vacío, sino en un espacio de entrelazamiento en el que a su vez borbotean las experiencias de nuestros congéneres en omniabarcantes bucles de gigantesca interdependencia. Es fácil alinearse con el novelista Theodor Kallifatides cuando en su último libro afirma que «no existo por determinadas circunstancias, sino por la confrontación con ellas». En las prácticas de conocimiento hay más ilustración en la exterioridad social que establece los criterios que categorizan las vidas que en la interioridad privada que ya está categorizada. Cuando se nos exhorta con el celebérrimo «conócete a ti mismo», en realidad se nos invita a poner comprensión e inteligibilidad en los contextos y en los hábitos de pensamiento modelados por el discurso dominante en un tiempo histórico concreto. En los procesos de subjetivación somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros progenitores, así que conocer las lógicas hegemónicas que colonizan imaginarios e imprimen conciencia es mucho más instructivo para saber quién se aloja en el ser que estamos siendo que una introspección concienzuda. No existen las personas sueltas, desgajadas del humus cultural, inmunes a la interferencia de los valores que presiden lo que se considera el relato del sentido común. La crónica biográfica con la que brindamos sentido a la trazabilidad de la existencia está mediada por el contexto personal, social, material y político. Desalentar el análisis del contexto es invitar a desconocerse uno a sí mismo. Y desconocer a los demás.


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martes, diciembre 13, 2022

La mayor revolución es comportarse como un ser humano

Obra de Jarek Puczel

Ayer vi cómo amerizaba en el Pacífico la nave Orión tras completar el programa Artemis 1 de la NASA. Su objetivo era dar vueltas a la órbita lunar y poner a prueba el escudo térmico de la nave sin tripulación para futuras exploraciones ya con presencia humana, sobre todo la de llegar a Marte. Mientras observaba desde la pantalla esta proeza de la técnica humana, me vino a la memoria una entrevista del ensayista y filósofo Josep María Esquirol con motivo de la promoción de uno de sus libros. «Hoy nos quedamos cortos en humanidad; se trata de ir más adentro de nosotros, no más allá; podemos colonizar Marte, pero la idea sería la misma, hay que intensificar lo que nos caracteriza como humanos». Esquirol vindicaba que no se trata de sobrepasar lo humano, sino profundizar en sus recovecos, de ahí el exhortativo título del ensayo que presentaba en aquel momento, Humano, más humano. Hace varios siglos Pascal resumió que «todos los males de la humanidad se deben a que el ser humano no sabe estarse quieto en una habitación». Me gusta releer este célebre aforismo como que los males que nos acucian como habitantes del planeta Tierra se deben a que no nos tomamos un tiempo de quietud en preguntarnos por qué y para qué hacemos lo que hacemos. Por qué y para qué son las dos preguntas sin las cuales no estaría bien amueblada nuestra instalación en el mundo. Sin preguntas que alumbren fines éticos, la tecnologización puede ser fuente de mucho sufrimiento en vez de una asombrosa conquista de la inteligencia humana.

Frente a discursos que fantasean con la superación de lo humano, quizá sea más lúcido sentimentalizarnos y politizarnos con aquellos afectos que nos humanizan. Recuerdo un artículo en el que el escritor y filósofo Rafael Argullol resumía esta postura de revitalización bautizándola como «el rearme del humanismo». Creo que no se trata de rearmar nada, se trata de no desarmar nociones de lo que consideramos humano. Argullol aducía al final de su artículo que «aceptada en términos universales, la compasión es la mayor revolución que puede emprender el ser humano del presente». La compasión latina, o la sympathia griega, es la atención que prestamos al otro para entenderlo, sentir sus afectos y cuidarlo a través de la acción personal o institucional. Dicho de otro modo. No hay nada más subversivo que comportarse como un ser humano. El lenguaje coloquial alcanza una hondura vetada al lenguaje científico para ayudar a comprender bien en qué consiste este comportamiento Cuando decimos de una persona que tiene un gran corazón, lo que semánticamente se revela es que esa persona se conduce por las virtudes que consideramos humanas, tratar al otro como una equivalencia y dotarlo del mismo valor que el que cualquier persona demanda para sí misma.  El yo que estamos siendo es un conglomerado de relaciones con otros yoes, y actuar con el corazón consiste en allanar con fraternidad política y bondad discursiva la convivencia en la que nos configuramos.

El conocimiento no se reduce a inventar objetos que ensanchen nuestro bienestar material, sino también a ahondar en cómo relacionarnos unas y otros para que vivir sea una experiencia común tan deseable que ansiemos volver a repetir lo que hemos vivido una vez vivido. La técnica deviene infructuosa para la convivencia si no hay una voluntad ética y política de utilizarla bien. Este pasado sábado 10 de diciembre se celebró el Día Internacional de los Derechos Humanos. Su celebración es un recordatorio de que tenemos el deber de que se cumplan en cualquier persona en cualquier rincón del planeta, e ir pensando en común la redacción de nuevos artículos que amplíen su campo de acción y de cuidado. La dignidad es un valor y un derecho inalienables, aunque luego nos tratemos como si no los tuviéramos. Revertir este comportamiento es la conquista más encomiable del progreso humanizador. Cuando en ocasiones imparto clases comienzo escribiendo en el encerado una enigmática frase para azuzar la acción reflexiva en las alumnas y alumnos: «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Somos una entidad biológica empeñada en mejorarnos como entidad ética. Cualquier paso que desdeñe  este propósito nos irá empequeñeciendo el corazón.

 
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martes, enero 26, 2021

Sin transformación no hay educación

Obra de Solly Smook

El pasado domingo 24 de enero se celebró el Día de la Educación.  Es un día instituido por la ONU desde 2019.  La semana pasada comencé a festejar su celebración planteándoles a mis alumnas y alumnos una pregunta en cuya respuesta se pueden encontrar muchos indicios para concretar de qué hablamos cuando hablamos de educación. «¿Alguien sabría indicar cuál es el lugar más peligroso de todo el planeta Tierra?». Enseguida empezaron a enumerar prejuiciosamente ciudades y países. De sus labios salieron nombres como Siria, Bogotá, México, Medellín, Irak, Afganistán, Río de Janeiro. Les dije que ese sitio no era geográfico. Ante su encogimiento de hombros anuncié que «el lugar más peligroso del Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Luego traté de explicar la distinción entre una persona mal educada y otra educada mal. Fonéticamente ambos sintagmas suenan igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. En esta diferencia se puede encapsular el sentido de la educación. Cuando nos referimos a una persona mal educada lo hacemos para señalar un comportamiento irrespetuoso con la conducta cívica, o que en ese preciso instante sortea los mínimos éticos que consideramos irrevocables para que la vida compartida sea una experiencia grata. Sin embargo, una persona educada mal es aquella que padece analfabetismo sentimental. Hace dos años pronuncié en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña una conferencia cuyo título anticipaba de forma muy explícita qué entiendo por educación: «Educación, una ética del sentir bien». Una persona educada mal es un persona que siente mal. En su entramado afectivo hay una mayor prevalencia de valores y sentimientos que entorpecen sobremanera la convivencia que de aquellos otros que la hacen más amable y justa. En una persona educada mal hay déficit de capital cognitivo y afectivo para elaborar sentido comunitario y trasladarlo a una acción inteligente que beneficie lo personal, pero también lo público.

«La educación consiste en que los alumnos aprendan cuanto antes a competir por un puesto de trabajo». Esta definición la pronunció un Ministro de Educación del gobierno de España cuando ostentaba el cargo. Es literal porque me provocó tal perplejidad que la transcribí inmediatamente en uno de mis cuadernos. Curiosamente, y con ligeras variaciones léxicas, es la misma idea que desgranaron mis alumnas cuando les pregunté para qué estudiaban. Aunque ninguno de los alumnos citó la palabra empleabilidad, todas sus respuestas se referían a ella. Nos hemos obsesionado tanto con la titulación para acceder a un mercado laboral rendido a la productividad que hemos arrinconado los saberes que podrían hacernos mejores personas. Esta es la conclusión a la que llega Martha Nussbaum en su ensayo Sin fines de lucro.  Los saberes técnicos han colonizado el campo educativo, aunque los saberes supuestamente prácticos tampoco inducen ilustración emancipadora en el alumnado. Marina Garcés se refiere a estas disciplinas como Humanidades Zero: «Como los refrescos actuales, acompañan nuestro ocio con un simulacro de dulce frescor». 

A veces se confunde educación con sumisión, adoctrinamiento, docilización, domesticación, subordinación, adiestramiento,  sumisión, pero diferenciarlos es muy sencillo. Frente a estos procesos de jibarización y gregarismo, la educación siempre aspira a la amplificación del agente. La educación como proceso transformador ocurre sobre todo allí donde aparentemente no hay atisbos educativos. Con nuestros gestos transmitimos permanentemente mundo valorativo que deja incisiones en el aprendizaje y en la construcción de imaginarios. Es una tarea y una responsabilidad que nos atañe a todas y todos. La educación sirve para ensanchar el punto de vista, para contextualizar y comprender, para fugarse de  las jaulas cognitivas que tanto agradan a los lugares comunes, para entrenar los hábitos afectivos que confieren relevancia a la interdependencia y el cuidado, para dudar, para tomar conciencia del tamaño de nuestra ignorancia, para huir del dogmatismo, para exigir explicaciones discursivas ante decisiones que nos afectan, para aprender a resolver pacíficamente las fricciones que suscita vivir una vida superpuesta con otras vidas, para crearnos una subjetividad valiosa que sepa deliberar, para construir espacios políticos más equitativos, para aceptar deberes cívicos colectivos sin los cuales es harto difícil incoar procesos de autonomía personal, para el continuo de hacernos personas que saben eligir cabalmente para ellas y para la comunidad. Baltasar Gracián constató hace ya varios siglos que no sirve de nada que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás. Una persona educada bien es aquella que concede a los demás como mínimo la misma dignidad y el mismo valor positivo que solicita para sí, eleva esta máxima a condición con la que autodeterminar su vida, y la exige a las instituciones a través de la expresión política.

     

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martes, enero 29, 2019

¿De qué sirve que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás?

Obra de Nick Lepard
La semana pasada me topé con una reflexión descorazonadora en uno de mis frecuentes paseos por mis cuadernos de trabajo. Estaba escribiendo un extenso artículo académico para una fundamentación del programa de prevención de acoso escolar T.E.I (Tutoría Entre Iguales), cuando de manera inopinada me encontré esta apesadumbrada afirmación: «En la patria de Kant inventaron Auschwitz». Pertenece a Adela Cortina y está recogida en su obra La moral del camaleón. Esta reflexión pone en crisis la mistificación del conocimiento como palanca que moviliza todas las esferas de la experiencia humana con el objeto de plenificarlas. Esta conclusión desoladora cursa con el pesimismo fundacional que sufrieron los ilustrados al comprobar que a pesar de que el saber avanzaba como nunca antes en la historia de la humanidad, la virtud se quedaba rezagada. La posición ilustrada estaba persuadida de que una maduración del conocimiento mejoraría gradualmente la iniciativa en las interacciones entre congéneres, que abandonar la minoría de edad cognitiva repercutiría ventajosamente en la acción política y en el devenir ético. Kant enfatizó la autonomía del conocimiento y reclamó el hermosísimo y sempiternamente vigente «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia». Para obrar en consecuencia, esa inteligencia interpelada era indesligable de la decisión ética, de decidir cómo se quiere que sean el espacio y las relaciones humanas en tanto que la existencia está centrifugada por gigantescos e irreversibles bucles de interdependencia con los demás. Pronto los ilustrados comprobaron que el afán epistemológico aportado por las luces de la razón no moldeaba bondadosamente la conducta. De una manera célere sintieron la punzada de que el saber mostraba escandalosa inutilidad, o aparatosa insuficiencia, para la articulación sentimental del bien.

Este pasado domingo 27 de enero se celebró el Día Internacional de Conmemoración en memoria de las Víctimas del Holocausto, quizá el momento más impactante y aterrador en la historia del animal humano en el que se verificó empíricamente que el conocimiento ilustrado y la sensibilidad estética no provocaban un aumento de motricidad ética en sus propietarios. Saber la teoría no implicó llevarla a la práctica. Bastaba con polucionar de odio, malestar y xenofobia los corazones y estimular el orgullo a la afiliación de una entelequia, para que los mismos que habían acudido a la universidad y se extasiaban escuchando a Wagner no tuvieran ningún escrúpulo en habituarse a asesinar a miles de seres humanos con los artefactos dispuestos por la racionalidad científica. Los mismos que regalaban ingentes cantidades de afecto y cariño a sus seres queridos transparentaban terrorífica imperturbabilidad a la hora de arrojar a la sobrecogedora nuda vida a todo el que tuviera la mala suerte de acabar en un campo de concentración. Los saberes humanos acumulados a lo largo de los siglos no habían impedido ni el genocidio judío ni el hemoclismo planetario de la Segunda Guerra Mundial. Un drama insondable para la dimensión pedagógica de la cultura. Adorno resumió esta tristeza en que «escribir poesía después de Austwchiz era un acto de barbarie». Baltasar Gracián ya había alcanzado ese grado de decepción cuando en 1647 contestaba a la pregunta del título de este artículo con un lacónico de nada. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda atrás».

En Biografía de la Humanidad, Marina y Rambaud escriben que «cuando desaparece la compasión, aparece el horror, nos adentramos en el corazón de las tinieblas».  Cuando las personas se convierten en abstracciones para la matematización de una cognición artificial dedicada a la extracción y análisis de datos digitalizados, o en clientes en vez de ciudadanos para la domesticación y sumisión a un aparato burocrático al servicio de la reproducción de lo establecido, o en obstáculos onerosos para la expansión liberalizada de la economía política y financiarizada, comienza la barbarie. He aquí la paradoja humana ratificada por la neurociencia afectiva. Somos empáticos y vivimos la epifanía de la compasión con el cercano, pero somos desdénicos con el lejano, cuya desafección se nutre bulímicamente de la ausencia de prácticas relacionales, de espacios públicos donde cultivarlas y de humanizadora información biográfica. La compasión y la necesaria imaginación ética se disuelven en una llamativa nada cuando el otro es una abstracción distal, o contenido informativo que contemplamos con asepsia a través de la mediación de las pantallas.

En el voluminoso en datos y colosal en referencias Los ángeles de que llevamos dentro, Steven Pinker señala los cuatro ángeles que portamos en nuestra estructura cerebral para favorecer la interacción cooperativa y bondadosa en nuestra línea de conducta: la compasión, el autocontrol, el sentido moral y el pensamiento racional. Peter Singer segrega la empatía emocional de la empatía cognitiva. La primera es puro frenesí de emotividad y la segunda es el resultado de una profunda intelección ética, de tomar conciencia de que el otro (incluso ese otro que no veo y que probablemente jamás veré, pero que racionalmente sé que forma parte de mi red de interdependencias) posee la misma equivalencia que yo, de tal manera que atentar contra su dignidad supone lastimar el valor de la dignidad y por tanto devaluar la que yo poseo. Esta conciencia la suministra la práctica crítica de deliberación sobre qué es una vida buena y vivible para el ser humano que consideramos que sería bueno ser. Es una interpelación ética, no tecnocientífica. Una reflexión sobre el sentido, no sobre los medios para ordenar y pautar el sentido. Para qué queremos vivir y cómo queremos vivir esa vida es la pregunta individual y política que nos tenemos que formular, pero manteniendo respeto al protocolo ético en el que se tiene en cuenta a todos los demás con los que indefectiblemente compartimos el acontecimiento de existir, y a quienes por tanto afectan mi pregunta y mi contestación. Universalizar la pregunta es la única manera de encontrar respuestas decentes. Respuestas que eviten el horror.



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