Obra de Alexander Millar |
La Ley
Orgánica para la regulación de la Eutanasia entró en vigor el pasado viernes 25 de junio. Por fin la
eutanasia es un derecho en España.
La ampliación de derechos es siempre una noticia plausible para el proyecto coral que es la humanidad. Los derechos facultan y extienden
posibilidades. Esta obviedad merece ser recalcada. El viernes aparecía en la portada de un medio conservador un enfermo
de ELA con enormes ganas de seguir viviendo, un reportaje contraprogramado para
detractar la ley de la eutanasia y emparejarla al homicidio. Conviene subrayar que los derechos no son obligatorios, no son exigencias cuyo incumplimiento
acarrea punición, no son imposiciones, como sin embargo sí lo son los deberes. El derecho a la eutanasia significa que podrá acogerse a ella quien
lo desee y cumpla los supuestos de terminalidad establecidos en su articulación. Quien no quiera seguirá exactamente igual que ahora. Aunque acaba de legalizarse, desde hace tiempo
se practicaban diferentes variantes de eutanasia que desvelaban la urgencia de este tema en las agendas del diálogo político. La eutanasia pasiva supone la
omisión de tratamiento que prolongue artificialmente la vida. La eutanasia
indirecta comparece cuando en los procesos de docilización del dolor se añaden acciones que acorta la vida. Y queda la eutanasia activa. Como señala Raquel Malla Mora
en el capítulo La muerte y el proceso de morirse. Pérdida y duelo del libro
Gerontología, «es la acción que busca provocar la muerte
del enfermo terminal que voluntaria y libremente la solicita reiteradamente
para terminar con una situación que es irreversible y que le provoca un
sufrimiento insoportable». Esta eutanasia activa es la que ha entrado en vigor.
Etimológicamente eutanasia significa buena muerte. Su genética léxica proviene del griego eu, que significa bueno, y del término thanatos, muerte. Se trata por lo tanto de morir en paz cuando se considera que esa paz está quebrada o a punto de interrumpirse. El diccionario de la Real Academia nos da muchas pistas para evitar equívocos discursivos. En su acepción médica anuncia que la eutanasia es «muerte sin sufrimiento alguno», pero en su acepción general pormenoriza que se trata de la «intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura». Habría que agregar que se trata de un paciente sin perspectiva de cura que lo ha solicitado en perfecto uso de sus facultades sabiendo que lo que le espera antes de concluir definitivamente su existencia será un proceso traumático y doloroso, en el que no se descarta la emergencia de irreductibles sufrimientos físicos. Esta apostilla argumentativa es crucial. Para poder solicitar la eutanasia se ha de sufrir una enfermedad grave e incurable, o un padecimiento enorme, crónico e imposibilitante certificado por un responsable médico. En el preámbulo de la ley también se añade que puede ser un «padecimiento incurable que la persona experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios». Si se sigue leyendo se verá que esta persona, mayor de edad, tendrá que ser capaz y consciente en el momento de hacer la solicitud, con toda la información por escrito y conociendo los cuidados paliativos como alternativa a la eutanasia.
El derecho a la
eutanasia es la posibilidad de elegir una muerte buena cuando la
vida se ha degradado hasta límites tan insoportables que consideramos que morir
es una opción más apetecible que vivir. Insisto en que como derecho es optativa
(y elimina su condición delictiva) y nadie está obligado a ella. Refutar que la
eutanasia es matar en vez de ayudar a morir dignamente a quien no desea continuar vivo en
esas penosas condiciones, explica muy bien cómo alojamos el mundo en
narraciones muy heterogéneas, y que la deliberación sobre ese mismo mundo no es
otra cosa que la disputa por el valor y la semántica de las palabras. Morir y matar no son sinónimos. Confundir la intrínseca violencia que alberga
el verbo matar con morir no es analfabetismo conceptual, es una falla
epistémica que demuestra que las polaridades ideológicas, los credos
teocráticos, las cosmovisiones gestadas desde la visceralidad, contaminan e
incluso atrofian peligrosamente las tramas en las que se despliega el
pensamiento. En los supuestos en los que la Ley de la Eutanasia ha sido aprobada, morir
es dejar de estar muriendo cuando vivir es un sinvivir. Es una ley que celebra la
dignidad. La dignidad es el valor común que nos hemos dado los seres
humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos, y nos lo hemos autoatribuido porque podemos elegir, podemos optar
emancipándonos de los marcos de dominación del instinto. De todo el abanico de
elecciones, hay dos con enorme aura y centralidad:
elegir con qué fines queremos imbuir de sentido el continuo de nuestra vida, y
cómo y cuándo morir en el infausto caso de que una enfermedad irrevocable y
dolorosa nos confine a una existencia indeseada. Esta segunda posibilidad ya está articulada como derecho. Gran día para la dignidad humana.