martes, junio 08, 2021

Menos restricciones, más violencia de género

Obra de Fan Ho

Es desalentador advertir que desde que se produjo el levantamiento del estado de alarma social se han cuadruplicado los asesinatos de mujeres.  La violencia de género ha emergido para suplir inopinadamente las limitaciones que imponían las restricciones frente al coronavirus. Al atenuarse el repertorio de medidas que acotaban y reducían las interacciones sociales, el agresor se ha arrogado la gestión de ese amenazante vacío de límites y lo ha empezado a aplicar sobre su pareja. Probablemente la víctima de maltrato muestra una mayor insubordinación inspirada por el nuevo y menos asfixiante escenario pandémico, lo que a su vez insta al maltratador a restaurar los porcentajes de dominación y control perdidos. En los días del confinamiento domiciliario predije este paisaje aterrador. Lo contraponía a cierta lectura romántica y homogénea del enclaustramiento que empezaba a propagarse como idea dominante por los canales que median la conversación pública. El día que se prorrogó por vez primera el estado de alarma social escribí que «resulta difícil no añadir a esta romantización del encierro qué ocurrirá en hogares levantados en infraviviendas con un claustrofóbico y minúsculo número metros cuadrados en los que ni el entorno es amable, ni las personas que están hacinadas en ellos mantienen relaciones excesivamente cordiales, ni poseen un nicho de recursos culturales, ni les guarece ninguna solvencia económica, ni el inminente futuro se presenta halagüeño. Es fácil intuir violencia en todas sus manifestaciones. Violencia verbal, violencia psicológica, violencia verbal invisible, violencia de género, violencia estructural, violencia vicaria, violencia física»

La correlación entre la menor cautividad que adjunta el decaimiento de las medidas restrictivas a causa de la pandemia y el aumento de la violencia machista demuestra cómo la violencia enlaza irrevocablemente con la autonomía humana. La violencia es toda manifestación que aspira a una gradual dilución de la autonomía de la víctima. La definición de violencia que escribí para unos antiguos manuales universitarios corrobora este posicionamiento: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». En el caso de la violencia de género es la inadmisión de que una mujer pueda decidir por ella misma, y en tanto que esta unilateralidad no se transige se la agrede o se conmina con agredirla, o con hacerle daño a través de la poco enfatizada violencia vicaria. La violencia no solo son traumatismos y golpes, conexa de un modo radical con la voluntad (que se sustantiva en el verbo elegir), con el consentimiento (una posible respuesta de la actividad volitiva), con la autodeterminación (la capacidad de elegir los fines con los que imbuir de sentido nuestra vida). La violencia comparece justo cuando se le deroga a alguien la posibilidad de elección, o bien porque se le anulan las alternativas, o bien porque se administra miedo a utilizarlas. No solo duelen los golpes, como señala con acierto el título del monólogo de Pamela Palenciano. Lo que más duele es no poder decir no cuando se quiere decir no. Lo que más daño inflige es padecer la inevitabilidad de lo injusto.

Es sencillo advertir la imposibilidad de elegir cuando muchas víctimas del feminicidio no tienen vivienda, ni estabilidad laboral, ni ingresos (o si los tienen son míseros), con progenie a su cargo (muchas mujeres mantienen la relación para evitar a modo de escudor protector que el maltrato alcance a estas criaturas), con comunidad de apoyo y lazos afectivos yermos, con escasez de analgesia sentimental y recursos anímicos para cauterizar heridas (que arteramente el maltratador ha fomentado a través de un continuado programa de desocialización), con una profunda interiorización de indefensión aprendida, con la distorsión de pensamientos y sentimientos que llenan de neblina lo que para un espectador imparcial estaría muy claro (luz de gas). Esta situación de fosilización social y petrificación estructural es violencia, porque a estas mujeres les hurta su autonomía, que es la bóveda de clave de la dignidad. En estos días en los que la palabra libertad se ha degradado frívolamente hasta devenir en un significante baldío, conviene recordar que el antónimo de la libertad es la necesidad, porque en la necesidad se cancela la elección. Nada teme más un maltratador que la posibilidad de que su víctima pueda satisfacer la base material, es decir, disponga de libertad. Las víctimas de violencia de género son por tanto víctimas de una primera violencia asumida socialmente sobre la que el maltratador aplica la especificidad de la violencia machista. Para erradicar estas violencias no basta con estimular la denuncia e implementar medidas punitivas para el victimario. Hay que abordar prácticas vitales, educativas y sentimentales en la cotidianidad que expurguen de nuestros imaginarios ideas machistas de dominación y sumisión. Y por supuesto ayudar a la víctima con soluciones habitacionales, económicas, laborales y afectivas. No hay mejor estrategia para desarbolar la cultura patriarcal que una pedagogía de la convivencia para todas y todos. Y autonomía para quien la padece.


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