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martes, octubre 17, 2023

El diálogo soluciona los problemas, la fuerza los termina

Obra de Karin Jurick

Hace unos años me invitaron a pronunciar la conferencia inaugural de unas Jornadas de Mediación y Resolución de Conflictos. Como la fecha se echaba encima, me puse a ordenar apresuradamente los contenidos. Había titulado mi intervención de una manera lapidaria: «El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas». Con un título así quería que mis palabras iniciales desde el atril definieran qué entendía por diálogo. Se me ocurrió la siguiente afirmación: «El diálogo es el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza». Tiempo después esta aseveración sirvió de título a uno de mis ensayos.  No siempre el diálogo triunfa sobre la fuerza, pero si queremos espacios de pacífica perdurabilidad tenemos que confeccionarlos sobre palabras que tengan en consideración los intereses de las personas con quienes nos toca compartirlos. Cada vez que dos o más agentes en conflicto dialogan, no solo emplean palabras educadas, aceptan apartarse de la agresión como medio para la conquista de sus fines. Civilizatoriamente avanzamos cuando rehusamos el empleo de la violencia en favor de una palabra predispuesta a escuchar y hacerse pensamiento común para alfombrar la llegada de una convivencia irrevocable. El diálogo trata con dignidad la dignidad de la persona con quien se dialoga, que es el prerrequisito para la solución de cualquier desavenencia. La fuerza tiene vedado el acceso a este maravilloso lugar. Por eso puede terminar una discrepancia, pero jamás solucionarla. Siempre la deja irresuelta.

Naturalizamos la violencia o apelamos a su uso instrumental con sorprendente rapidez cuando ocurre lejos de nuestro círculo de preocupación. Banalizar la violencia y su industrialización científica (como sucede en los celebratorios desfiles de las fiestas nacionales) evidencia desconocimiento del horror. La guerra es la institucionalización de la clausura ética, de todo lo que civilizatoriamente hemos levantado los humanos para acampar en espacios colectivos de congenialidad. Cuando matar es lícito, la ética no es que se desvanezca, es que deviene rémora. La conclusión es desoladora. Allí donde la ética es un obstáculo, solo puede brotar la brutalidad, el horror y el sinsentido. Son devastaciones de lo cívico y consecuentemente de lo que presumimos humano. Mostramos humanidad cuando el dolor de la persona prójima nos conmueve y nos inspira a aminorarlo o erradicarlo, y nos comportamos inhumanamente cuando reaccionamos con imperturbabilidad ante el dolor que se derrama delante de nuestros ojos. Al igual que la guerra como método de resolución de conflictos aspira a dañar al contrincante, también daña lo humano que nos habita. Nos envilece. Para matar o conminar con matar hay que olvidarse de lo particular de cualquier persona y caer en la frialdad de encerrarla en categorías abstractas cosificadoras. Hay que olvidarse de aquello que hace a las personas, personas. Practicar la deshumanización no solo deshumaniza al adversario, deshumaniza al practicante, y por extensión a toda la humanidad.

Los observadores lejanos tenemos a nuestra disposición el conocimiento de la biografía de la humanidad, una ingente cantidad de ejemplos que nos pueden permitir imaginar el dolor que suponen los escenarios teñidos de violencia industrializada. Y a partir de aquí, y desde la templanza afectiva, estudiar, analizar, verbalizar, compartir otras posibilidades para solucionar discrepancias sin infligir sufrimiento ni eliminar vidas. En Ética de la hospitalidad, la lucidez intelectual de Daniel Innenarity nos brinda una reflexión impagable: «El diálogo es la arquitectura que hemos inventado para minimizar el desacuerdo». Emilio Lledó insiste en esta misma línea en su ensayo Identidad y amistad: «Ese saber (el diálogo) tuvo siempre un principio fundamental, el de sustentar la concordia que, en su manifestación social, se transformaba en política, o sea, en organización de la vida colectiva». En situaciones de interdependencia, donde los intereses de una parte dependen de los intereses de la otra, la solución solo es posible cuando ambas dialogan en pos de encontrar aquello que satisfaga parcial y mutuamente sus intereses. Ninguna de las partes puede colmar plenamente sus propósitos, pero en cambio ambas pueden lograr numerosas ventajas que el conflicto en curso restringe. Cualquier medida resolutiva que abogue por la violencia perpetuará el problema. La historia de la humanidad es un banco de pruebas tristemente fabuloso para ratificarlo.

 

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martes, noviembre 23, 2021

Analizar la violencia no es justificarla

Obra de Malcolm Liepke

Este jueves 25 de noviembre es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes, las estructurales y las instrumentales. Después de muchas vueltas elaboré una que asumía las muchas aristas que alberga todo episodio violento: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence.  Es una buena noticia contra cualquier violencia. El violento tiene vetada la paz, porque no hay paz sin convencimiento. La violencia consigue la coerción de un sujeto, pero no su convicción. La convicción solo se alcanza con la comparecencia del diálogo. 

Acabo de concluir la lectura del ensayo La palabra que aparece de Enrique Díaz Álvarez, galardonado hace unas semanas con el Premio Anagrama de Ensayo. Es un trabajo que reivindica la política del testimonio, el desvelamiento de la perspectiva omitida, acallada o vencida en los contextos de violencia cronificada. En un determinado momento el autor se pregunta y nos pregunta: «¿A qué se debe que un niño de este país (México) aspire a convertirse en secuestrador, torturador o sicario? ¿Qué responsabilidad tenemos en una realidad social que los cultiva y los reproduce?». Estos interrogantes se pueden extrapolar a la violencia contra las mujeres, interpelaciones que, por cierto, intentan escamotear quienes niegan esta violencia arrinconándola a actos atomizados y homologándola con cualquier otra agresión de las muchas que decoran el paisaje humano. 

Cada vez que se informa de un nuevo y horrísono asesinato de una mujer, o de sus criaturas, trato de imaginarme las narrativas sentimentales y sociales con las que el victimario activó la agresión. ¿Qué dictado siguió para actuar así? ¿Qué le han relatado a ese hombre desde que era un niño y en qué gramática recaló para que ahora desee sojuzgar a una mujer, agredirla e incluso llegar a consumar su asesinato en el caso de que ella no acepte la dialéctica de la subyugación? ¿Ningunea la voluntad de la mujer al cosificarla, o la cosifica porque minusvalora su consentimiento? ¿Es un impulso fugaz e irreprimible o es el cúmulo de elucubraciones rumiadas culturalmente durante años en las que se legitima su poder machista y por consiguiente las formas de represalia con que aplacar la insubordinación femenina? ¿Hay sadismo, o miedo, o uso instrumental de la agresión, o la erotización del poder que es atacar e incluso matar a una mujer en un ámbito que considera privado y por tanto impune, donde cualquier llamada de atención es considerada una irrespetuosa injerencia? ¿En qué ficciones con capacidad de inspirar comportamiento habita para agredir o asesinar a una mujer a la que tiempo atrás le declaró su amor?

Quizá enunciar estos interrogantes supone adentrarnos en la zona gris delimitada por Primo Levi, ese terreno atravesado de aporías y ambivalencias en que el victimario además de seguir siéndolo deviene asimismo en víctima. Estas zonas suelen omitirse en los relatos oficiales de violencia porque escamotean la lectura maniquea y tranquilizadora de buenos y malos. También porque es fácil tergiversar comprensión con justificación. Y finalmente porque las víctimas y sus allegados, y es muy humano que sea así, consideran indignante y oprobioso tratar de comprender algo que les ha infligido un dolor insondable. Estudiar y tratar de entender epistémicamente la violencia enquistada no es justificarla, ni excusarla ni pretextarla. Es intentar esclarecer qué humus social y cultural moviliza sentimentalmente al perpetrador, y analizarlo y escrutarlo con el propósito de eliminarlo. Es la misma tesis que sostiene Edurne Portela en el esclarecedor y reflexivo El eco de los disparos.

Acaso para el victimario una relación no es una negociación que requiere ser revisada cada día y por lo tanto cada día pueda ser revocada, sino un lugar de sometimiento donde el hombre detenta un poder que no necesita discusión plebiscitaria y la mujer la obligación de acatar órdenes. El victimario sería víctima de un patriarcado que relee los desacuerdos que puedan desplegarse en la relación como un desacato a la autoridad, y que por lo tanto merecen ser castigados, o considera la finalización unilateral de la relación como un rechazo frontal a su poder, y no una posibilidad de la biodegradación del amor que mueve a cancelar el proyecto afectivo. La pérdida de poder patriarcal redobla la apuesta: «Si no tengo poder para que permanezcas en la relación, te voy a demostrar que lo ostento para hacerte daño, directo o vicario, o incluso tengo el sumun del poder que es quitarte la vida si así lo decido». Para mantener estas tremebundas ideas en pie se necesitan narrativas de una potente permeabilidad en los imaginarios, narrativas tentanculares y de un secular consenso que inducen a comportarse así. Quizá el victimario emula las lógicas de sumisión del capital y todo lo que se deriva de esta hegemonía que coloniza ubicuamente la realidad: quien posee capital monopoliza la capacidad de decisión, y quien no lo posee interioriza sumisamente la obediencia debida. Sustituyamos la palabra capital por poder, fuerza o patriarcado, y quizá podamos comprender algo mejor la violencia de género. El primer paso para erradicarla yendo a sus profundas causas.



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martes, enero 21, 2020

Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos



Obra de Alex Katz
Compruebo con desolación que cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos. Erróneamente creemos que dialogar y debatir son términos sinónimos, cuando sin embargo denotan realidades frontalmente opuestas. Como hoy 21 de enero se celebra el Día Europeo de la Mediación, quiero dedicar este artefacto textual a todas esas mediadoras y mediadores con los que la vida me ha entrelazado estos últimos años tanto en el ámbito de la docencia como fuera de ella. El mediador es un prescriptor del diálogo entre los agentes en conflicto allí donde el diálogo ha fenecido, o está a punto de morir por inanición, o es trocado por el debate y la discusión. Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que condecora al destino comunitario con la medalla de oro en el evento humano. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula entre nosotros, que como he escrito infinidad de veces debería ser el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y bondad.

El prefijo dia, que da osamenta léxica a la palabra diálogo, ha desatado mucha tergiversación terminológica. Es habitual conceder consanguinidad semántica a términos como diálogo, debate, discusión, disputa. El prefijo latino dis de discutir se asemeja fonéticamente al dia de diálogo, pero son prefijos con significados desemejantes. Dis alude a la separación. El término discutir proviene del latín discutere, palabra derivada de quatere, sacudir. Discutir por tanto sería la acción en la que se sacude algo con el fin de separarlo. También significa alegar razones contra el parecer de alguien, y ese «contra» aleja por completo la discusión de la esfera del diálogo. Discutir y polemizar, que proviene de polemos, guerra en griego, son sinónimos. En el diálogo se desea lograr la convergencia, en la discusión se aspira a mantener la divergencia. Y cuando se polemiza se declara el estado de guerra discursiva. 

Algo similar le ocurre al debate, cuya etimología es de una elocuencia aplastante. Proviene de battuere, golpear, derribar a golpes algo. De aquí derivan las palabras batir (derrotar al enemigo), abatir (verbi gracia, abatir los asientos del coche, léase, tumbarlos o inclinarlos), bate (palo para golpear la pelota en el béisbol, o para hacer lo propio fuera del béisbol con un cuerpo ajeno), abatido (persona a la que algo o alguien le han derruido el ánimo).  Debate también significa luchar o combatir. El ejemplo que comparte el diccionario de la Real Academia para que lo veamos claro es muy transparente: Se debate entre la vida y la muerte. Debatir rotularía la pugna en la que intentamos machacar la línea argumental del oponente en un intercambio de pareceres. Queremos batirlo. En el debate no se piensa juntos, se trata de que los participantes forcejeen con el pensamiento de su adversario y lograr la adhesión del público que asiste a la refriega.  El debate demanda contendientes en vez de interlocutores, porque en su circunscrito territorio de normas selladas se acepta que allí se librará una contienda en la que se permiten los golpes dialécticos, un espacio en el que las ideas del adversario son una presa que hay que abatir.

La bondad que el diálogo trae implícita (me refiero al diálogo práctico que analicé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza -ver-) dociliza las palabras y cancela la posibilidad de que un argumento se fugue hacia el golpe y sus diferentes encarnaciones. El exabrupto, la imprecación, el dicterio, el término improcedente, las expresiones lacerantes, el maltrato verbal, el zarpazo que supone hacer escarnio con lo que una vez fue compartido bajo la promesa de la confidencia, el silencio como punición, el comentario cáustico y socarrón, la coreografía gestual infestada de animosidad, o la voz erguida hasta auparse a la estatura del grito, siempre aspiran a restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. No tienen nada que ver con el diálogo, pero son utilería frecuente en los debates y en las discusiones. Además de tratarse de acciones maleducadas, también son contraproducentes, porque hay palabras que ensucian indefinidamente la biografía de quien las pronunció. Más todavía. Si las palabras se agreden, es muy probable que también se acaben agrediendo quienes las profieren. Sin embargo, la palabra educada y dialógica concede el estatuto de ser humano a aquel que la recibe. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros, aunque simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con el respeto y el cuidado que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo al que con alegría le concedemos derechos. Y con el que también alegremente contraemos deberes.



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Dos no se entienden si uno de los dos no quiere. 
Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez.