La mayor corrosión a la que se expone un ser humano es a la ausencia de otro ser humano con el que poder interaccionar. Las tribus ancestrales lo sabían muy bien y punían con el aislamiento a quien vulneraba las normas más esenciales. Habían aprendido que nada ulcera más al alma que la ausencia de seres cercanos, la indisponibilidad de no tener a nadie con quien hablar y con quien sentirse apreciado y escuchado. La soledad es la desapacible situación en la que una persona encuentra severas dificultades para compartirse con otra persona. La narración en la que se configura nuestra interioridad no se entrelaza con las narraciones en las que se configura la interioridad de los demás. Entonces la soledad arraiga con fiereza. Queda cancelada la opción de relatar las historias que entretejen nuestra biografía y nos permiten pasar de ser nadie a ser alguien. Se complica franquear la esfera o íntima para alcanzar la esfera común.
Hablar de soledad es controvertido porque la soledad encierra aporías sorprendentes. Puede ocurrir que el lance en que estemos más acompañados sea cuando no nos acompañe nadie, del mismo modo que estar solos puede devenir en el instante en que menos solos nos encontremos. Se puede estar rodeado por todas partes de personas que sin embargo estén a miles de kilómetros de la nuestra, y al revés, se puede estar sin nadie alrededor y sentir una reconfortante compañía al acceder a nuestra interioridad (la introspección es el premio con el que nos obsequia la soledad cuando es bienvenida). A la primera soledad la denominamos soledad impuesta, y a la segunda, soledad deseada. En la iniciativa voluntaria de estar a solas la intimidad que somos dialoga consigo misma con el propósito de brindar sentido y dar orientación a la existencia con la que nos encontramos al nacer y con la que desde entonces no nos ha quedado más remedio que hacer algo. No se trata de asociabilidad o retraimiento, sino un repliegue de la persona sobre sí misma como prerrequisito propulsor para sopesar y acoger amorosamente el universo interior que nos constituye como seres autorreflexivos.
En la soledad impuesta despunta un exceso de observaciones de adentro que no se puede compartir con nadie de afuera. La soledad indeseada lo derrama todo de abatimiento, autorreproches y subestimación. Este aislamiento marchita a las personas, pone óxido encima de sus corazones, deja a la existencia sin asideros que protejan de caer en el sinsentido. Cuando una persona pasa mucho tiempo sola, es fácil que acabe mal acompañada. Machado lo zanjó con un verso imbatible: «En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad». Aunque la soledad no intencionada es lacerante, simultáneamente es muy pedagógica porque nos muestra con descarnada elocuencia la pequeñez de la persona que somos, la insignificancia que nos envuelve y que propendemos a olvidar con asombrosa facilidad. La soledad nos informa de que sin la convivencia con los demás la nuestra quedaría acotada a un número tan diminuto de posibilidades que perdería la condición de vida humana.
En su soledad analítica Descartes llegó a la lúcida y célebre conclusión «pienso, luego existo». La soledad no nos desvela quiénes somos, sino quiénes nos constituyen, quiénes conforman las relaciones de interdependencia que nos abocan a la subjetividad en la que late nuestra existencia. En la soledad es fácil desembocar en la otredad con la que construimos nuestra mismidad: «pienso, luego existes». El ser humano no es necesariamente un lobo para el ser humano, como escribió lapidariamente Hobbes para legitimar conductas absolutistas, pero la ausencia de seres humanos despoja a cualquier ser humano de aquello que lo hace humano. ¿Y qué es lo que hace humano a un ser humano? Hegel escribió que se necesitan dos para ser un ser humano, así que si un ser humano no tiene a otro ser humano perdería aquello que lo hace humano: el vínculo. Curiosamente el vínculo que proporciona la soledad elegida es el que arrebata la soledad no deseada.
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