Obra de Marc Figueras |
Resulta llamativo que en diferentes entrevistas Isaac Rosa hable
de que «nos queremos mal», justo en las mismas fechas en que se convierte en
fenómeno social el disco «El malquerer» de la omnipresente Rosalía. He escuchado ya unas cuantas veces este álbum y me he
leído la novela, y aunque ambos quereres difieren, es sintomático que diagnostiquen un mal querer, que intuyo generacional y epocal y que la novela trata de esclarecer mientras muestra la cotidianidad de la pareja. Los motivos de este querernos mal son multicausales y transversales. Uno de ellos nace de la producción de unos imaginarios bucólicos sobre el amor y unas expectativas tan pantagruélicas y tan divorciadas de la realidad que de puro inconquistables acaban desconcertando, desengañando y frustrando cualquier experiencia identificada con el hiato afectivo. El amor no
es inmune a las lógicas que capitanean la agencia humana. De ahí que el eslogan con el que se divulga la novela sea que «el amor es un lujo que no siempre podemos permitirnos». El mundo como magma palpitante forja esas expectativas y a la vez confabula contra la posibilidad de poder satisfacerlas. He aquí el mal querer civilizatorio, la desazón hacia la que imanta cualquier relación. El amor necesita un cultivo permanente que la forma de modular la vida humana en la civilización del trabajo y la plusvalía no contempla. Si no se da, el amor es la víctima, título por cierto de una canción alojada en el tercer disco de mi grupo de rock favorito, Lagartija Nick.
Nos hallamos en un punto cronológico en
que el mercado se yergue en el incontestable prescriptor de axiología. Las lógicas del exclusivo beneficio económico privado prevalecen sobre las lógicas sobre las que se asienta la afectividad humana. El mercado no solo es una concepción
económica y política, también es una concepción de la naturaleza humana, y modifica nuestra
forma de pensar, que es una forma de mutar nuestros imaginarios, dirigir nuestra
instalación en el mundo, prototipar los contenidos del alma. Esta es la idea que sostiene la filósofa Marina Garcés, idea
que aparece literalmente citada en la novela de Rosa, cuando defiende que hemos pasado de liberar el amor a
liberalizarlo. Las relaciones sentimentales mimetizan las
mecánicas por las que se rige el modelo neoliberal. Las evaluaciones cognitivas y afectivas de los miembros de la pareja reproducen los esquemas de los libros de
contabilidad, fidelizan el paso de la economía de mercado a una sociedad de mercado, como insiste con multitud de ejemplos Michael J. Sandel en Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado. Recuerdo el impacto que me produjo hace unos años
leer en Las nuevas soledades de la psicóloga Marie-France Hirigoyen el paralelismo existente entre la proliferación de contratos temporales en el
mundo laboral y la temporalidad cada vez más efímera de las relaciones
sentimentales (escribí un epígrafe sobre este tema en el ensayo La capital del mundo es nosotros).
Esta mimetización empuja a que el lírico «te querré siempre» tenga una longevidad no superior a unos meses. También existe un engarce entre el hiperindividualismo alimentado por la economía liberal y la
desintegración del amor como un proyecto común. Ese proyecto compartido ha permutado en fuente de recompensa
individual que se saja en el instante en que uno considera escaso el suministro
de gratificación, pero siempre releído desde el prisma del yo y no desde la mirada del nosotros.
La novela señala la precariedad económica y laboral como uno de los disruptores clave del proyecto afectivo. Solemos afirmar tópicamente que las dificultades unen, pero no es así. Unen momentáneamente las tragedias, los acontecimeintos especialmente aciagos, pero las dificultades ordinarias y sobre todo las ligadas a la cuenta corriente y al poder adquisitivo desgastan y segregan. El relato ofrece una correlación sobrecogedora e incluso gráfica entre el
decrecimiento del saldo bancario y los recursos materiales y la degradación del medio ambiente
sentimental en el que se despliega el emparejamiento. El decaimiento de ingresos eleva los índices de polución en la biodiversidad sentimental. Se habla mucho de precariedad laboral, pero
muy poco de todas las precariedades que incuba y que tarde o temprano surgen en cascada alterando la situación humana. La precariedad económica
permeabiliza en todos los ámbitos y se convierte en generadora y receptora de
otras precariedades de similar corrosión. No es gratuito que el sociólogo Richard Sennet
titulara su obra sobre la huella del capitalismo en el ser humano como La corrosión del carácter. En una entrevista en El
País el propio Sennet se refería a las vidas precarias y amenazadas como «vidas sin columna
vertebral». A este mundo Zygmunt Bauman lo denominó mundo líquido.
Un lugar en el que no hay suelo firme que pisar. Tampoco lo hay para el amor que florece en este ecosistema, al que Bauman bautizó
con imbatible acierto como amor líquido. Las vidas discontinuas que alumbra el precariado no permiten proyectos que no sean también discontinuos y por tanto abocados, incluso de manera indeseada, a la fragilidad y la caducidad. Esta es la tesis que sostiene la periodista y experta en finanzas Cristina Vallejo en su detallado y sólido artículo Amor líquido en tiempos de paro y precariedad (ver).
Otra de las causas que convierte al amor en víctima es la obsolescencia programada en la pareja, que reproduce la inserta en los objetos por el modelo productivo. Al dar por hecho que la relación tiene un breve ciclo de vida útil, se invierte poco en ella ante el miedo a no amortizar la inversión, y por tanto se recibe también poco de ella, puesto que se la encierra en una perversa profecía autocumplida, lo que invita a zanjarla para iniciar otra con la que acaso se obtengan mayores réditos. He aquí el capitalismo como lógica internalizada en los afectos contemplados como un negocio más, y los efectos del sistema productivo en nuestros hábitos que nos exhorta a fijarnos en experiencias de consumo que nos faltan en vez de disfrutar de las que tenemos, lo que llevado a la relación provoca desdicha y su paulatina banalización. Aunque el amor sea líquido, o mercurial, como señala José Antonio Marina, el amor nos sigue doliendo. En el fantástico ensayo Por qué duele el amor Eva Illouz defiende que el acontecimiento del amor continúa siendo lo que más enraíza con nuestro ser y por tanto cuando una relación se rompe se sufre como una de las dos o tres experiencias más trágicas y desgarradoras de la existencia. De ahí la necesidad de pensar modos de organizar la vida en la que podamos darle al amor lo que el amor necesita. Como lo contrario de la racionalidad no es el sentimiento, sino la estupidez, necesitamos pensamiento reflexivo y ético para combatir guiones estultos del amor, vindicar modelos de vida que fortalezcan los afectos, y pedagogías y acciones para aprender a querernos mejor. Final Feliz colabora con su crudeza y su tristeza a reflexionar en torno a cómo conseguirlo.