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martes, noviembre 21, 2023

El amor no duele, duele el maltrato

Obra de James Coates

Hace unos años la Junta de Andalucía lanzó una campaña con el locuaz título de El amor no duele. Trataba de sensibilizar y prevenir sobre diferentes narraciones románticas que veladamente propagan y perpetúan la violencia de género. Me gustó mucho el título, que contravenía uno de los ensayos con los que la sagaz socióloga Eva Illouz calibraba este tema, Por qué nos duele el amor. Es un título muy llamativo para un libro, pero creo que erróneo. El dolor no emerge por el amor, sino por su ausencia, o por una mala articulación que desemboca en el cenagoso delta del desamor. Ahí el sufrimiento puede llegar a ser lacerantemente indecible por la muy humana razón de que el amor teje enmarañados vínculos con lo más integral del ser en que nos estamos constituyendo a cada instante. El amor no duele  impugnaba acuñaciones del lenguaje coloquial. Su propósito era desmitificar el relato amoroso y deslindarlo de cuatro lugares comunes de ínfima calidad argumentativa, aunque con efectos primarios y secundarios muy poderosos en los imaginarios y subsecuentemente en las biografías de las personas cuando traban relaciones sentimentales. Pasemos a verlos en vísperas del 25N, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres, violencia que en muchos casos se parasita en estos mitos.

Cuando una relación entra en crisis, o está a punto de fenecer, una de las partes intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles como «no puedo vivir sin ti» (con la que la cultura de masas ha titulado millares de canciones), la sentimentalidad vacua de «te necesito tanto como te quiero», o la archiconocida exageración «sin ti no soy nada». Es muy fácil refutar la hipérbole escondida en estos tropos. Frente a la explicación chantajista de que «sin ti no soy nada», sería mucho más honesto admitir la franqueza ética de que «contigo soy más». Devaluarnos para mantener intacto el vínculo puede ser efectivo en el corto plazo, pero de consecuencias nefastas en el largo. Frente al melifluo y tremendista «no puedo vivir sin ti», sería bastante más cabal afirmar que «puedo vivir sin ti, pero prefiero contigo». La licencia descriptiva «te necesito tanto como te quiero» se revela insensata cuando caemos en la cuenta de lo temerario y hasta profundamente neoliberal que supone la igualación de las necesidades y los deseos. Habría mayor sobriedad y mayor cautela en la declaración «no te necesito, pero te quiero». Parecen enunciados de corte similar, pero son diametralmente antagónicos. En todos ellos se enfatiza  el fomento de la autonomía de la persona, pero no para señalar al amor como su detractor acérrimo, sino para evidenciar que la configuración de un binomio sentimental debería ser una de las mayores antologías de la libertad.

Otro mito que desbarataba la campaña era la vinculación de los celos con la hipertrofia del amor. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celosa es una persona más enamorada se encuentra. Según el canon del amor romántico «los celos son la demostración de amor». Es un argumento tan manido como intelectualmente paupérrimo. Los celos son el miedo que nos invade a ser desposeídos de aquello a lo que conferimos valor, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensan vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino que se erigen en indicador de las tremendas dudas sobre él, y en muchas ocasiones son el subterfugio para dar salida a derivas de dominación y sojuzgamiento. El tercer mito de la campaña era el que anuncia que «el amor todo lo puede», imputación muchas veces pretextada para sabotear el autorrespeto y el valor positivo que todas las personas nos debemos a nosotras mismas. De nuevo la refutación de esta tesis es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por soslayarlas. Se podría trazar una fácil objeción señalando que «el amor no lo puede todo, pero el irrespeto no solo es motivo para acabar con él, sino la prueba de su inexistencia». 

El último mito, idóneo para disculpar la barbarización del comportamiento, para el horror de legitimar la instrumentalización del daño infligido, o para decaer las precauciones que ciertos indicios deberían pulsar, es el que propone que «quien bien te quiere te hará llorar». Es una aseveración insidiosa que se replica sin ningún esfuerzo discursivo, porque el amor genuino vela justo por lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le perjudiquen o que le hagan llorar por contravenir sus propósitos». Estos mitos atestiguan que somos seres narrativos domiciliados en ideas. Las ideas se enclavijan en nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos inducen nuestros sentimientos y nuestras acciones, y a la inversa, siempre en procesos sistémicos sin principio ni final con enorme impacto en la maleabilidad de nuestros planes de vida. Pensarnos bien para narrarnos bien es un paso insoslayable para sentir bien. Y por ahora sentir bien es la única forma de acceso a una vida buena.

 
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martes, diciembre 03, 2019

La mitología del amor romántico en el lenguaje cotidiano


Obra de Iván Franco Fraga
En el ensayo Por qué amamos, naturaleza y química del amor romántico, la estadounidense Helen Fisher argumenta que existe el impulso sexual, el amor romántico y el apego o cariño que dimana de una relación longeva. El amor romántico es entendido aquí como el proceso de enamoramiento en el que el sujeto está sobreestimulado por la dopamina, neurotransmisor que Fisher consagra como la sustancia del amor. Sin embargo, el amor romántico en otra de sus acepciones es una ficción que representa relaciones  idealizadas de pareja. Esta idealización fabrica esquemas que configuran nuestro mirar, nuestro sentir, nuestro pensar y nuestro decir. Apunta a un haz de creencias de matriz patriarcal que se sostiene en afirmaciones acríticas, pero aceptadas como verdades rigurosas merced a su socialización y normalización en los diferentes artefactos narrativos que dan forma y lenguaje a la aventura humana. La aceptación moldea una subjetividad decantada hacia un patriarcado que utiliza el mito del amor como subterfugio de poder a través de estructuras, relatos y sistemas de explicación y ensoñación que subrepticiamente otorgan a la mujer un papel subalterno en la arquitectura de la relación sentimental. El resultado es palmario. Sumisión crónica, tolerancia a comportamientos ofensivos, tormento afectivo, incertidumbre permanente sobre el horizonte del propio vínculo, contenciosos a cada posible paso de emancipación de la parte subyugada, restricciones para acotar líneas de control y dominio masculinos. El auténtico punto de arranque del mito es que es el propio sujeto sufriente quien se autoinflige estas maniobras de poder al releerlas positivamente como tributo a pagar para que prospere la experiencia del enamoramiento y sus gratificaciones de felicidad ulterior. No creo exagerar. Hace un mes asistí al brutal monólogo No solo duelen los golpes de Pamela Palenciano. Relataba su atormentada y violenta primera relación con un chico. Cada paso dado en la relación entronizaba todos los estereotipos perversos del amor romántico. 

Hay muchos clichés que avalan este ejercicio de dominación a través de la gramática del amor romántico insertada tanto en la cultura como en la permeabilidad nunca inocua del lenguaje cotidiano. Me vienen a la memoria un sinfín de lugares comunes. Aquí hilvano unos cuantos que por increíble que parezca todavía colonizan los imaginarios. Empezamos la interminable lista. «Sin ti no soy nada»  (en el amor romántico presidido por un príncipe azul acaece lo contrario, contigo me he convertido en nada); «a tu lado me completo»  (mejor que aparezcas con tu completud definida y que juntos nos mejoremos); «el amor verdadero es eterno»  (eternidad que citada bajo los efectos de una embriaguez amorosa líquida suele durar en torno a uno o dos meses, lo que habla de una eternidad obsolescente, si es que es posible la oposición terminológica); «el amor verdadero lo aguanta todo»  (quien lo aguanta todo no es la omnipotencia del amor, sino un bajo nivel de autorrespeto y un elevado nivel de dependencia); «no se puede ser feliz sin pareja»  (lo que por defecto otorga felicidad al simple hecho de tenerla, al margen de cómo se tenga); «solo hay una mitad para cada persona»  (una forma de magnificar a la persona con la que uno se empareja y ser laxo en el examen de su conducta dentro del binomio amoroso, puesto que según el mito se cancela cualquier nueva posibilidad); «te lo perdono todo porque te quiero»  (tergiversando el verbo querer con el verbo consentir, cuando el verdadero amor es justo al revés: te quiero tanto y me quiero tanto que no transijo que me trates así); «amar es renunciar»  (no, no es así, amar es hacer tuyos los fines del otro, y viceversa, en un dinamismo de cuidado y ternura por el bienestar psíquico y físico de ambos); «le perdono algunas humillaciones porque me quiere mucho» (sí, pero te quiere mal, lo que en esas cantidades de querer se traduce en sufrimiento y daño); «los celos son la prueba de que me quiere» (los celos no explicitan el amor, sino las gigantescas dudas sobre su existencia); «no se porta bien conmigo, pero el amor lo cambiará»  (si no se porta bien contigo, entonces no hay amor, así que sus poderes alquímicos no surtirán efecto alguno); «quien bien te quiere te hará llorar» (el verdadero amor está en su reverso: quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le hagan llorar a él); «tú no puedes entenderme porque no sabes lo mucho que yo siento por esa persona» (claro que no lo sé, pero sí puedo imaginarme lo poco que esa persona te quiere si su repertorio de comportamientos es el que me acabas de enumerar, y lo poco que te quieres tú si permites que te trate así). 

En El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz aclara que «se ha infundido al amor romántico un aura de transgresión al mismo tiempo que se lo ha elevado al estatus de valor supremo». Normal que la mujer (mayoritariamente y en relaciones heterosexuales) relea la subyugación como un acto de entrega por ese amor catalogado de supremo en vez de un ejercicio de subordinación esgrimido por parte del hombre con el que mantiene la relación. Coral Herrera defiende que lo romántico es político, así que son factibles otras formas de articular las relaciones. Cómo veamos los afectos, las valoraciones éticas de nuestras conductas, la arborescencia sentimental, la repartición de roles, la estratificación de los deseos, las formas de tratarnos y cuidarnos unos a otros, influirá directamente sobre qué relatos escribiremos del amor y en cuáles de ellos acabaremos alojados.  Cualquier decisión por muy privada que sea está mediada por esta ecología social. Hace poco le escribía a una lectora comentándole que las palabras se desgastan por el uso y se descascarillan por el mal uso. Cuidar las palabras que definen el sentido de lo humano es cuidarnos a nosotros mismos. No está de más recordar que las palabras nos inscriben en el mundo y llevan en su interior una poderosa capacidad perfomativa. Es imperativo desvincular cualquier alusión al amor que implique sometimiento, docilidad, posesión. Cuidar las palabras que dan arquitectura al amor no es solo cuidar el amor, es dar forma a un amor que cuide de nosotros.



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