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martes, abril 03, 2018

Dime cómo tratan tu dignidad y te diré cuáles son tus sentimientos




Obra de Rob Rey
Acabo de entregar un extenso artículo académico para Educació Social. Revista d’Intervenció Socieducativa que publica la Universitat Ramon LLull. Mi texto se titula Dignidad, Derechos Humanos y afecto. La idea nuclear de mi trabajo es que el portentoso hallazgo ético de la dignidad articula por completo las experiencias de la vida humana. Su irradiación es tan ubicua que incluso nuestros sentimientos se edifican según sea la relación que los demás entablen con nuestra dignidad y también por supuesto la relación que nosotros mismos mantengamos con ella. Desde este prisma me atrevo a incorporar una nueva definición de en qué consisten nuestros sentimientos. Los sentimientos son la evaluación cognitiva de cómo nuestros deseos e intereses se incorporan o no a la realidad, pero también los podemos catalogar como un complejo sistema encaminado a gestionar el trato que recibe nuestra dignidad. Leyendo al controvertido Steven Pinker, me encuentro en su voluminoso ensayo La Tabla Rasa, una negación de la naturaleza humana, una interesantísima reflexión del psicólogo norteamericano Jonathan Haidt. Haidt distingue cuatro familias de sentimientos según sea nuestra relación con el otro. Es una taxonomía casi irrevocable, porque en la construcción de los sentimientos sociales, y sospecho que también en los autorreferenciales, siempre irrumpe la figura de la otredad. De las variantes de la reciprocidad o no de esa relación brota una rica polifonía de sentimientos. Esta distinción de las cuatro familias de sentimientos me ha inspirado a esquematizar nuestra parafernalia afectiva según sea el trato que recibe nuestra dignidad. De ahí el título de este texto. Casualidades de la vida, justo cuando me enfrasco en la elaboración de este esquema me encuentro en uno de mis cuadernos de estudio una cita de Xabier Etxeberría que va en la misma dirección: «La categoría ética que hay que tener presente para discernir la licitud moral de los sentimientos es la de la dignidad de la persona humana y el consiguiente respeto a ella».

La dignidad es un valor común que nos hemos otorgado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Existir es actuar en el mundo de la vida, y cada uno de nosotros somos entidades con autonomía para elegir nuestros planes de autorrealización. Poseemos suficiente acervo evolutivo para suscribrir que esos planes solo pueden ser elevados en un contexto en el que los mínimos comunes denominadores se presenten garantizados. Esos mínimos son el reconocimiento jurídico de la dignidad tipificado en los Derechos Humanos. La dignidad no es solo un cortafuegos para salvaguardarnos de la voraz depredación de nosotros mismos (como nuestro gigantesco y sanguinolento historial de matanzas de semejantes ratifica dolorosamente), sino que asimismo es el acceso a una vida significativa que va mucho más allá de la mera satisfacción de las necesidades primarias a las que nos encadena nuestra biología. El respeto al otro es cuidar y estimar esa dignidad que todo ser humano posee por la suerte de serlo. Victoria Camps incide en esta idea en su ensayo La voluntad de vivir: «No todo está permitido, porque hay que respetar la dignidad, la autonomía, hay que buscar el bien de las personas, y las sociedades deben ser justas». Los límites a nuestro comportamiento siempre los impone la existencia del otro, pero no de un otro nebuloso, sino de un otro dotado de dignidad. De la misma dignidad que reclamo para mí.

Desde este punto basal surgen los sentimientos más egregios del rebaño humano que conformamos los hombres y las mujeres. Vamos a dar una vuelta a ver qué nos encontramos. Si la otredad denigra o envilece nuestra dignidad aflorarán la ira y todas las gradaciones que dan lugar a una espesa vegetación nominal (irascibilidad, enfado, irritación, enojo, cólera, rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco, desprecio). Si el otro respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud, agradecimiento, afecto, admiración, respeto, alegría, plenitud, cariño, cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o lastimada por otro ser humano, se activará una disposición empática y el sentimiento de la compasión para atender ese daño e intentar subsanarlo o amortiguarlo; o nos aprisionara una indolencia que elicitará desdén, apatia, impiedad (lo que el lenguaje coloquial ha bautizado como «una persona que no tiene sentimientos»). Por último, si nuestra dignidad es maltratada por nosotros mismos o por la alteridad con la que nuestra existencia limita, emergerá la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la humillación, el oprobio. En muchas ocasiones nos cuesta señalar el comportamiento en que nuestra dignidad es respetada, pero nos resulta facilísimo advertir cuando esa misma dignidad es atropellada, escarnecida o ninguneada. Hay un hecho que merece ser resaltado. Todas estas variantes están protagonizadas por una singularidad que conviene no olvidar. La aprobación o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien que no somos nosotros.



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