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jueves, abril 09, 2015

La decepción



Alice Neel, Hartley, 1965
La decepción es la introspección amarga que nace del incumplimiento de una expectativa. Es el reverso del deseo, la tristeza causada por no poder satisfacerlo, el malestar de una pretensión que no ha podido incursionar en la realidad y finalmente se ha disipado en la nada. En la decepción experimentamos que no somos del todo, que nos falta algo que en la ficción ya habíamos dado por hecho porque aspiraba a suceder. Vinculada a esta carestía Sartre escribió que el hombre no es lo que es y es lo que no es. Yo creo que es ambas cosas. Alguna vez he escrito que en la persona que somos también habita la persona que nos gustaría ser, nuestra plasticidad hace de nosotros una aleación en la que palpita el resultado de lo que hemos conseguido y el resultado de lo que estamos intentando. Nuestra divulgada aunque discutible condición de arquitectos de nuestra vida, de autores exclusivos de nuestra biografía, la engañosa abolición del secular destino de clase, la supuesta evaporación de prerrogativas de casta que encorseten nuestros sueños, la pregonada volubilidad de la existencia que permite ser trazada al antojo de la voluntad, han hecho que las expectativas construidas sobre nosotros mismos se hayan disparado. También la dificultad de poder satisfacerlas. El mundo líquido, el nomadismo biográfico, la volatilidad de los anclajes sentimentales, el consumismo que enerva las necesidades ficticias, el discurso positivista que otorga a nuestra voluntad poderes omnímodos, favorecen que los deseos se liberen peligrosamente y con ellos también la bilis que supone no colmarlos. Durkheim bautizó a esta dilatación inacabable del deseo como «la enfermedad del infinito».

Guilles Lipovetsky lo explica muy bien en La sociedad de la decepción: «Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones». Toda la publicidad de venta de bienes, servicios y experiencias nos muestra un edénico mundo color de rosa que por contraste convierte la vida de cualquiera en un territorio yermo y decolorado. La existencia puede devenir en una travesía muy infausta si no se poseen adecuados criterios de evaluación y significado, si se embotan los mecanismos de comparación,  si no se domeña el deseo (inhibición del impulso, según la jerga psicologista), si nuestro relato interior no se empalabra bien, si nuestra autoestima necesita la aprobación del otro a través del cálculo de cuántas necesidades creadas somos capaces de costearnos. Pero todavía hay más, un elemento tremendamente mórbido. El cada vez más arraigado lenguaje primario personaliza el fracaso que supone incumplir las expectativas, limpia del escenario mental toda cuestión estructural o de interdependencia social y le atribuye al yo la absoluta responsabilidad de todo lo que le acontece. Necesitamos una mayor presencia de lenguajes secundarios y la concurrencia de sentimientos de conformidad que contengan los deseos menos razonables enarbolando el pensamiento crítico y una sensibilidad ética. Es una tarea ardua en un mundo donde el conformismo es considerado un demérito o un execrable sinónimo de mediocridad. Tenemos que aprender a catalogar los deseos, pero sobre todo aprender a desobedecerlos.   

lunes, enero 26, 2015

La falacia del «yo soy así»



Uno de los automatismos más frecuentes a la hora de explicar nuestra conducta consiste en desgranar un exculpatorio «yo soy así». Este argumento intenta exonerar de responsabilidad al que lo enuncia. Autojustifica el comportamiento reprobable puesto que señala su origen en un foco sobre el que no se posee control, un innatismo que convierte a su heredero en víctima de una inercia que no puede sortear. «Yo soy así» consigna nuestra condición de entidades embalsamadas en un modelo del que no hay posibilidad de huida y que nos rebaja a meros damnificados por el destino. Evidentemente la realidad es muy distinta. «Yo soy así» es un argumento falaz aunque selectivo. Lo suelen esgrimir aquellos que han sido pillados en falta, nunca antes. Es cierto que las personas tenemos una dote de singularidades recibidas que es un misterio encriptado incluso para nosotros mismos. La recibimos genéticamente y no podemos hacer nada por variarla. Nuestro sexo, la estructura cerebral, el temperamento (la forma de ser y responder a los factores ambientales) no son elegidos. Sin embargo, conviene recordar que también tenemos carácter, que sí es aprendido. El carácter es la suma del temperamento y los hábitos adquiridos. Esos hábitos se pueden modificar y perfeccionar gracias a las enseñanzas que proporciona la vida, la vinculación comunitaria, el medioambiente social, las pautas culturales, el periplo educativo, el paisaje del tiempo en el que se incrusta nuestra existencia. Son reciclables y, aunque están muy condicionados por el entorno, dependen de nuestra elección.

Y finalmente tenemos una personalidad concreta que nos hace diferentes a todos los demás. La personalidad es la articulación entre nuestro temperamento y nuestro carácter más el diseño organizado de deseos y metas que dirigen nuestra energía en una dirección en detrimento de todas los demás. A pesar de que la personalidad es irrevocablemente personal, nuestra condición de seres vinculados a otros seres hace que en su construcción intervengan muchas personas que adquieren el rango de copartícipes de nosotros mismos. La personalidad se puede aprender y por tanto se puede cultivar gracias a la construcción de un proyecto, esa ficción en la que invertimos nuestros recursos para que deje de serlo y de la que surgirán nuevas ficciones que irán esculpiendo la persona que estamos siendo a cada instante. La personalidad es una tarea ligada a la capacidad autónoma de inventar fines que guíen nuestra vida y simultáneamente la definan. Sería imprudente negar que el azar cobra mucho protagonismo en nuestras vidas, pero también lo sería aceptar su omnipresencia incluso para escamotearnos la elección de un sí o un no en cuestiones muy sencillas que competen exclusivamente a nuestra voluntad. Ese pétreo e inmutable «yo soy así» es por tanto un  subterfugio para salir airoso de un comportamiento censurable. Se puede refutar de un modo sencillo. «Por supuesto que tu conducta es así, la acabo de contemplar. Y es así porque tú has aprendido a que sea así».



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jueves, noviembre 27, 2014

En qué quedamos, ¿nos gusta o nos disgusta cambiar?



Se ha divulgado exitosamente una máxima que afirma que a las personas no nos gusta cambiar. Siento disentir de este enunciado hiperbólico y, como casi todo lo exagerado, divorciado de matices. Basta con echar una mirada en derredor para advertir que este aserto es falso. Si cambiar nos provocara esa animadversión que defienden los estudiosos de la gestión del cambio, el mundo líquido analizado por Zygmunt Bauman no podría haber alcanzado la profundidad que el sociólogo señala en su bibliografía. El mundo líquido testifica la contemporánea imposibilidad de arraigar sólidamente en ninguna parte, la constatación de que todo (relaciones sentimentales y laborales, profesión, trabajo, familia, pareja, amigos, ciudad, emociones, afecto, deseos, intereses, voluntades) ha devenido en muy frágil y por tanto quebradizo y tornadizo. No hay tierra firme sobre la que asentar un proyecto perdurable. Todo es tan voluble que no podemos solidificarnos en nada perenne. La obsolescencia programada destinada a los objetos para acelerar su ciclo de vida y estimular el consumo se ha instalado también en la esfera de los sujetos y por añadidura en su cada vez más veleidoso orbe emocional.

No quiero ser maximalista. Es cierto que en ocasiones el cambio nos provoca aversión. El motivo es simple. El cambio confabula contra la costumbre, que es esa actitud que nos permite ejecutar desempeños sin que seamos muy conscientes de que los estamos realizando. Uno de mis poetas favoritos en la adolescencia escribió un poema sobre la costumbre en el que la definía como una vieja ama de casa que se instala en el hogar y se anticipa a las tareas que nosotros pensábamos hacer. Nos encanta encontrarnos cómodos en los lugares y situaciones en los que la bendita rutina nos procura ingente ahorro de energía y atención. Somos muy renuentes a los cambios impuestos, a aquellos confinados a la decisión de un tercero, a los ambientales cuyo locus de control se sitúa obviamente lejos del perímetro de nuestra voluntad, a aquellos en los que no intuimos los beneficios ni a corto ni a largo plazo y sin embargo sí visualizamos con punzante nitidez los maleficios inmediatos o el advenimiento de factores inequitativos. Pero cuando todos estos vectores no protagonizan el cambio, nos apasiona mudar. Lo hacemos de manera veloz cuando profetizamos escenarios de mejora, cuando nos adentramos hacia ese lugar en el que nos encontraremos más guarecidos y más pertrechados de certidumbre que en el que nos hallamos ahora, cuando somos nosotros los que adoptamos la decisión y tenemos las riendas de los tiempos en los que se va implementando la mutación, cuando intuimos una regeneración en la que nuestra vida brotará de un modo casi inaugural. En esos cambios no hay resistencias. Conclusión. Nos gusta cambiar y no nos gusta cambiar. Esa es la respuesta exacta.

miércoles, septiembre 03, 2014

Cómo utilizar la mediación...



Cómo utilizar la mediación para resolver conflictos en las organizaciones (Paidós, 1997) es un tan interesante como entretenido ensayo sobre esas singulares negociaciones en las que interviene un tercero. Aunque el título de la obra se circunscribe a las organizaciones, su contenido es extrapolable a cualquier círculo de convivencia. Andrew Floyer Acland, mediador y consultor independiente que trabaja con entidades y departamentos de gobierno, elimina el buenismo con el que últimamente se identifica al conflicto y señala la dificultad intrínseca al proceso mediador: si los actores acuden a una negociación asistida es porque por ellos mismos no han podido acordar una solución. El autor también delimita con realismo el mapa de los conflictos. Apunta la existencia de conflictos tan enconados que se tornan irresolubles y requieren la intervención de la ley, la necesidad de judicializar inevitablemente algunos escenarios por la resbaladiza cerrazón de una o de ambas partes, o por esa funesta lógica en la que cuando uno no sabe cómo solucionar un conflicto trata de solucionarlo de cualquier manera. Eliminada la pátina bucólica de los conflictos (que no sea malo tener conflictos no significa que sea bueno tenerlos, como divulga con alegría la literatura management), el autor propone como mejor herramienta para afrontar conflictos la ADR, acrónimo en inglés que significa «solución alternativa de las disputas». Esa solución busca ante todo soslayar los tribunales y evitar los severos y monetarios trastornos de esa visita. En la mediación se emplea menos tiempo, menos gasto pecuniario, menos coste emocional, menos exposición pública de la privacidad.

La idea nuclear que invita al uso de la mediación como método es que la solución del conflicto pasa por la colaboración de los agentes implicados: «Si hay dos personas en el mismo hoyo, la única manera de poder salir es ayudándose mutuamente». Ahí entra el tercero imparcial con el afán de que los actores en conflicto colaboren entre ellos para solucionarlo. Ese tercero se encarga de reducir la hostilidad entre los interlocutores, promociona una comunicación atenta y sin obstrucciones, encarrila la discusión y la orienta hacia el futuro (en los conflictos mal gestionados la palabra ayer aparece muchas más veces que la palabra mañana), intenta que haya buena voluntad e impere el sentido común, ayuda a comprender los intereres del otro, reformula propuestas, salvaguarda las relaciones. Acland analiza el conflicto (brillante la correlación que efectúa entre gestión del conflicto y gestión del cambio en tanto que todo conflicto persigue la implantación de un cambio) y finalmente explica aptitudes y técnicas en la mediación, dividiendo en nueve diáfanas etapas el proceso mediador. El ensayo no es literatura académica sobre la negociación, es un manual, una guía trufada de ejemplos reales. Un libro pensado para estimular el empleo de la mediación más que para diseccionar sus piedras angulares. Aunque no obsta para que el autor explique con aplastante congruencia las virtudes de la mediación. Y qué hacer para que afloren.



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viernes, junio 27, 2014

Un error de persuasión



Resulta curioso que en el último anuncio del Ministerio de Hacienda de lo que más se habla en él es de defraudar. La campaña busca sensibilizar y persuadir de no cometer fraude fiscal explicando pedagógicamente qué carestías padeceríamos en el tejido social los ciudadanos si  lleváramos a cabo esta práctica. Persuadir consiste en influir en las creencias y decisiones de otra persona con el fin de modificarlas y dirigir su comportamiento hacia la dirección deseada por el que persuade. Se trata de doblegar argumentativamente la voluntad de otro mediante la transfiguración de nuevas creencias o la percepción de otros intereses. El anuncio de Hacienda persigue que hagamos correctamente la Declaración de la Renta, pero en los veinte segundos de duración del video se pronuncian en siete ocasiones palabras como «defraudar», «no pagar» o «hacer trampillas». En la literatura de la persuasión existe una poderosa regla de oro. Si se quiere persuadir de algo a alguien, nunca señale en el enunciado la acción que se quiere evitar. El motivo de esta prescripción es evidente. Aquello que se recuerda aunque sea para su reprobación será en lo primero que piense el destinatario. Se incrementarán las posibilidades de experimentar una peligrosa profecia autocumplida. 

Hace unos años asistí a una conferencia de George Lakoff, el autor de No pienses en un elefante (Complutense, 2007), un ensayo sobre las cogniciones lingüísticas en la comunicación política. Su graciosa intervención comenzó solicitando al auditorio que no pensásemos en un elefante de color blanco, pero la propia petición nos empujó a todos los asistentes a construir la imagen que simultáneamente debíamos desalojar de nuestro paisaje mental. Era un modo de demostrar que el pensamiento levanta marcos de referencia condicionado por las palabras que escucha, aunque sean pronunciadas para que las olvidemos o las exiliemos de futuras conductas. El lenguaje determina el andamiaje de nuestro pensamiento, así que el contenido persuasor de una idea depende más de la estructura comunicativa con que es trasvasada que en su contenido intrínseco. El anuncio de Hacienda incumple este mandamiento de la persuasión. Recuerda a esos padres que se pasan el día señalando a sus hijos lo que no tienen que hacer para que en sus infantiles cerebros brote nítidamente aquello que probablemente no habían pensado. Nunca hay que evocar en nuestro interlocutor lo que no deseamos que haga porque será el lugar al que se dirija precipitadamente su pensamiento. Hay que citar lo que nos gustaría que hiciese. Y enumerar los beneficios que le acarrearía hacerlo.