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martes, junio 13, 2017

Sin concordia no hay diálogo posible



Obra de Michele del Campo
A mí me gusta señalar que en toda la historia de la humanidad no hay ni un solo caso en el que alguien se haya alegrado de tener que abordar un conflicto. Más bien ocurre al contrario. Nuestro entramado afectivo nos suministra un lote de sentimientos que conexan con el miedo, la tristeza o el enfado, o con estas tres evaluaciones afectivas simultáneamente. Una definición plausible de conflicto es aquella que lo señala como una confrontación entre personas con objetivos incompatibles que obturan la conquista plena de los intereses de ambos. Su articulación consiste en armonizar esa diferencia. Los conflictos suelen provocar elevada desestabilización si son de alta intensidad y se desatan en situaciones de dependencia mutua. Aquí reside la centralidad de una actitud asertiva para defender parte de nuestros intereses, pero también una actitud de cooperación para lograr la colaboración del otro. En las clases y en los talleres suelo recordar la arrinconada obviedad  de que en la gestión de un conflicto la posible solución es una empresa cooperativa. Del mismo modo que dos no riñen si uno no quiere, dos no solucionan un conflicto si uno de ellos no está por la labor. Sin cooperación no hay solución.

Toda colaboración interpersonal necesita la participación del diálogo. Si la inteligencia se supraordina a la utilización de la fuerza y el daño en un episodio en el que hay que conciliar la disensión, entonces hablamos de diálogo. En el diálogo aparece la palabra, que posee el patrimonio exclusivo de la solución de un conflicto. Los conflictos se pueden terminar de muchas maneras, pero solo se solucionan dialogando. En Ética cordial, Adela Cortina defiende precisamente que en una ética cívica hay una consideración dialógica de los afectados por las normas que se deciden. En el diálogo nos preocupamos por satisfacer porcentajes de nuestro interés, pero también por los de la contraparte. Para un cometido así tenemos que tener siempre presente el capital axiológico de nuestro interlocutor, y solo el diálogo está en disposición de realizar esta excavación sentimental. El diálogo por lo tanto es la herramienta discursiva para armonizar la divergencia, la pluralidad, los antagonismos, pero para ser bien utilizada necesita indefectiblemente un proceder ético. 

Marines Suares comenta en una de sus obras que «el diálogo siempre implica una intención de los participantes de involucrarse en un proceso de comprensión mutua, para lo cual deben intentar compartir los significados que les otorgan a los significantes». Este punto es cenital y vincula con la sentimentalización de la interrelación y la necesidad de una hospitalidad discursiva. La definición más hermosa que he leído de diálogo corresponde a Eugenio D'Ors. El diálogo son las nupcias entre el intelecto y la concordia. Cuando dialogamos para hallar una solución compartida que beneficie a todas las partes en conflicto, apartamos las emociones incendiarias y nos pertrechamos de inteligencia (elegir entre opciones), pero también de concordia, que es una forma afectiva de instalarlos en el mundo y en las interacciones con otros sujetos. Como la palabra "acorde" proviene de cor, cordis (corazón), me aventuro a postular que la concordia (que deriva del mismo término) es la música que emana de los corazones que buscan la coincidencia de un acuerdo evitando hacerse daño en el proceso. La concordia en el diálogo lo subvierte todo. No se está en contra del otro, sino con él, para juntos encontrar cómo compatibilizar la discrepancia. Es obvio que sin concordia se disparan las tasas de mortandad del diálogo, aunque yo soy mucho más radical. Defiendo que es imposible que el diálogo nazca.



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miércoles, marzo 29, 2017

El problema es la persona y la persona es el problema



Obra de Michaele del Campo
A mí me gusta refutar que un volumen elevado de conflictos no emerge por un déficit de comunicación, sino más bien por una tenaz carestía de comprensión. Parece lo mismo, pero no lo es. No comprender al otro, o no ser comprendido por él, introduce a sus protagonistas en una zona de desacuerdo o de altas tasas de incomprensión recíproca, que es la que comporta la solidificación del conflicto. Cuando en los años setenta Roger Fischer y William Ury se propusieron encontrar el método más eficaz para que los seres humanos resolviéramos nuestras diferencias de una manera aseada y mutuamente satisfactoria, esgrimieron cuatro grandes principios. El primero era el aparentemente irrefragable de «separar a las personas del problema». Esta propuesta ha gozado de enorme notoriedad en las disciplinas relacionadas con la articulación del conflicto, pero desde visiones holísticas la escisión  que prescribe es irrealizable. El problema es la persona y la persona es el problema, y no podemos segregarlos o trocearlos sin que estemos viciando el análisis o desoyendo el palpitar integral de la vida. Esta imposibilidad parece una mala noticia, pero no lo es. En el muy bien hilado y profundo ensayo Inteligencia relacional y negociación, de los profesores chilenos Jaime García y Carlos Canhueza, ambos de la universidad Adolfo Ibáñez, realizaban también este giro copernicano con respecto a lo postulado por el celebérrimo método de Harvard: «El problema no tiene existencia independiente de las personas que tienen el problema».  En su argumentación citaban permanentemente las tesis de Humberto Maturana.

La comprensión del otro se tergiversa y complica sobremanera por una razón muy cristalina. Las valoraciones que hacemos de la interrelación tienen que ver con nosotros, no con la quintaesencia de la interrelación. Dicho de un modo kantiano: vemos lo que somos, es decir, valoramos lo que se desata en el espacio intersubjetivo desde el prisma axiológico con el que nos construimos interiormente. Los conflictólogos afirman que los conflictos no tratan sólo de resolver un problema, sino de que aprendamos a compatibilizar la discrepancia, a entender al otro con el que de repente he de conciliar una divergencia, a utilizar el advenimiento de la disensión para comprendernos los unos a los otros, o para indagarse uno así mismo en el marco vertiginosamente didáctico de la obturación de un interés (en la adversidad es donde podemos conocer de verdad a alguien, incluidos nosotros mismos). En mis clases siempre defiendo que todo curso de acción que emprende una persona se origina por una motivación, que incluso esa persona puede llegar a ignorar o cuyo epicentro no sepa concretar. La comprensión reside en hallar esa motivación primigenia y seminal que ha provocado una divergencia. Seguro que ese impulso ahora enigmático vincula con necesidades biológicas, con conectividades sociales, con movimientos sentimentales, o con un ramillete de contratos psicológicos que hacen que toda persona sea exactamente la que ahora está siendo. He aquí la imposibilidad de escindir el problema de la persona, o la persona del problema. Son inescindibles porque son la misma cosa.

La mayoría de los conflictos nacen porque no comprendemos bien a la contraparte, no disponemos de información suficiente para entender por qué hace lo que hace, no somos capaces de sentir lo que ella puede sentir, no logramos instalarnos en el mundo como está instalada ella para actuar de esa manera determinada.  Ocurre que cuando alguien obstruye nuestros deseos nos enfadamos o nos amedrentamos, y secuestrados por ambos sentimientos caemos en la inercia de hallar inmediatos culpables que restauren el equilibrio perdido, o aminoren el desasosiego, o alejen el miedo. Recuerdo que Giorgio Nardone comentaba en un opúsculo que «quien se coloca como víctima construye a sus verdugos». Sólo hay una tecnología para poder aproximarnos al otro eludiendo el tropismo de victimizarnos o de culpabilizar:  a través de la bondad y de la inteligencia intrínsecas al diálogo. He escrito dialogar y no hablar, porque hablando la gente puede entenderse, o no, pero dialogando sí, porque en su sentido prístino el deseo de entenderse es la premisa fundacional del diálogo, de ahí su relación con la bondad y la concordia. Recuerdo haberle leído a Eduard Vinyamata en su monumental ensayo Conflictología que «los conflictos ni se resuelven ni se gestionan, sino que son transformados». Esta transformación ocurre exclusivamente en el interior de cada uno de nosotros. Seré más preciso. Esta transformación se concreta en la modificación de la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que nos ocurre a cada minuto. Acabo de compartir mi definición del alma humana. Es ahí, y no en ninguna otra parte, donde la discrepancia se disuelve o se calcifica. Lo uno o lo otro depende de nuestra comprensión. Y la comprensión es subsidiaria de la reflexión y la deseabilidad de comprender, que a su vez son prestatarias de la bondad. Acabamos de alcanzar la cúspide de la inteligencia humana.



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jueves, mayo 12, 2016

Si quieres la paz, enseña la paz


Obra de Jorge Rubert
La paz puede definirse como el cese de un conflicto, el fin de una guerra, o la ausencia de dilemas desgarradores en el alma de un sujeto. El diccionario de la RAE la define en su primera acepción como una «situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países». La segunda acepción nos recuerda que la paz es una «relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni confictos». Y la tercera la vincula con un «acuerdo alcanzado entre las naciones por el que se pone fin a una guerra». En su ensayo El problema de la guerra y las vías de la paz, el filósofo político Noberto Bobbio resalta que la paz se define siempre orbitando en torno a la guerra, idea que como acabamos de ver refrenda el diccionario de la Real Academia. Sin embargo, esto no ocurre en la dirección contraria. La guerra no necesita indefectiblemente apelar a su antagonismo para que podamos desentrañar en qué consiste. Todos conocemos el célebre adagio en el que se nos aconseja que si quieres la paz, prepara la guerra. Se puede afirmar también que si quieres definir la paz tendrás que citar inexorablemente la guerra. Esta relación asimétrica que vive la definición de la paz con respecto a la de la guerra testimonia que la confrontación bélica es un hecho acreedor de mucha más centralidad en nuestro argumentario. Es triste, pero alberga más preeminencia a la hora de evaluarnos como especie.

Hace unas semanas le leí a un antropólogo que no existe constatación de guerras tremebundas en los periodos anteriores al neolítico. Pudieron existir conflictos puntuales en el paleolítico y en el mesolítico, pero no matanzas multitudinarias. Nuestros ancestros trashumantes no padecían excesivos contratiempos para sobrevivir, la dadivosa naturaleza les regalaba abundante alimento y por tanto amortiguaba sobremanera el riesgo de que otros desearan arrebatárselo. Más allá de esa subsistencia fácilmente garantizada, no había motivos para forcejeos mortales. La guerra y la agresión, tal y como el estándar las reconoce hoy, brotaron con el descubrimiento de la agricultura y la ganadería. Este nuevo decorado trajo conexada la necesaria organización de unos asentamientos inéditos para el ser humano en su anterior condición de nómada cazador/recolector. Inopinadamente hubo que articular el tiempo y las tareas, imponer normas colectivas, diseñar el reparto vinculante de recursos, distribuir propiedades, repartir responsabilidades. Surgieron las jerarquías verticales, los liderazgos, el despotismo, las órdenes, las sanciones, los castigos, las disidencias, la fricción, la subyugación, el servilismo, el hostigamiento, la depredación, la feudalización de los espacios, el poder en su sentido más abyecto. Bienvenidos al mundo del conflicto social. Bienvenidos al nacimiento del ego que necesita reafirmarse sojuzgando a otros egos. Cualquiera que haya leído la didáctica novela El señor de las moscas se hará una rápida idea de qué problemas afloran cuando a dos o más egos les da por competir.

El despliegue de la fuerza física siempre persigue fines muy similares, ya sea por parte de un estado o de un individuo: satisfacer intereses, posesión de bienes, afán de dominio, contestación de una ofensa, demostración de jerarquía, obtención de obediencia, imposición de un valor incompatible con otro valor, castigar la violación de una norma. Hace ya unos años se publicó un pequeño libro del historiador Ernst Gombrich que compendiaba la historia de la humanidad en pocas páginas. Se titulaba Breve historia del mundo, y estaba redactado en un lenguaje llano que te cogía de la mano y no te soltaba. Era fantástico porque su brevedad permitía contemplar con una mirada sinóptica y cronológica cómo hemos ido desplegándonos como civilización. La conclusión de cualquier lector debió de ser tan desoladora como la mía. La historia de la humanidad es la historia de una matanza, el mundo es un lugar ensangrentado, es imposible hacer balance sin contar millones de cadáveres poblando las tierras y las cunetas. Nos pasamos la vida matándonos. La civilización humana es una guerra continua solo interrumpida por armisticios, moratorias y paréntesis. Cualquier orden nuevo que ha mejorado al anterior ha emanado tras espantosos episodios de violencia. Para no sentirnos ni miserables ni decepcionados hablamos de guerras justas, o de violencia lícita (todo el que la emplea lo hace aludiendo a su licitud), y hasta se han inventado convenciones para protocolizar cómo comportarnos cuando se declara abierta la veda para matarnos unos a otros. Además los libros de historia no ayudan a que sintamos con exactitud en qué consisten estas carnicerías de sanguinolenta crudeza.  Se suelen enredar en análisis geopolíticos tan macroscópicos como asépticos que solapan burdamente la brutalidad y el daño que somos capaces de infligir a nuestros semejantes. Recuerdo una viñeta de El Roto expresada con toda su abrasiva lucidez: «Los historiadores se dedican a potabilizar la sangre humana derramada».

La existencia de cualquier guerra en cualquier lugar del mundo es la respuesta exacta a esa pregunta que se hace la gente decepcionada por la organización social: ¿Pero hasta dónde podemos llegar? Quizá la guerra sea un mal menor, como muchos predican, pero en su anverso trae adscritas dos paradojas insolubles. Responder con violencia  a la violencia no necesariamente elimina la violencia del otro, aunque sí facilita que se desprecinte un bucle de violencia en el que los contendientes considerarán licita su violencia e ilícita la de su adversario.  El empleo de la fuerza no dictamina quién es el que se comporta de un modo justo o injusto,  sino quién es más fuerte, o quién ha industrializado más sofisticadametente la violencia. No hay ni una sola evidencia argumentativa que nos indique que el que gana una guerra es más justo que el que la pierde. Se da otro contrasentido que a veces se nos olvida. Las guerras pueden terminar un conflicto, pero no lo solucionan. La solución estriba en convencer al otro para que se aliste junto a tu idea, o al lado de una idea mejor que la que ocasiona la confrontación, y esa convicción es patrimonio exclusivo de la palabra educada y pacífica. Sé que es una perogrullada señalarlo, pero nadie se convence de nada mientras le están agrediendo. Probablemente a cada golpe recibido esté urdiendo cómo podrá devolverlo, pero amplificado. La imposición es un antónimo de la convicción. Hay una buena noticia entre tantas malas. El ser humano nunca ha enarbolado la guerra como un ideal de la humanidad, pero sí la paz. Como todo ideal, no nos queda más remedio que ponernos a la tarea de ir a por él.



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