Obra de Nick Leppard |
En El
triunfo de la inteligencia sobre la fuerza escribí que igual que dos no
riñen si uno no quiere, dos no se entienden si uno de ellos no está por la labor de querer entenderse. Es una obviedad olvidada, que es
lo que suele ocurrirle a lo obvio: lo arrumbamos al desván de lo incuestionado y tiempo después no nos acordamos de su existencia cuando ponerlo en crisis ayuda a esclarecer y a esclarecernos. No sé si se debe a mi filosófica procedencia académica, pero recuerdo que cuando hace años comencé a estudiar la anatomía del conflicto y tuve la suerte de entrevistarme con varias autoridades en la materia, siempre les preguntaba sobre este tema, sobre la intencionalidad de los actores o, en terminología kantiana, sobre la buena voluntad. Mi bisoñez de entonces no sabía expresarlo bien, pero ahora sé que da igual que los agentes del conflicto se aprovisionen de potentes herramientas discursivas, que se manejen en la sofisticación epistémica del problema, que posean altos niveles de alfabetización en el arte de desactivar conflictos y en el de aplicar procedimientos eficaces, que conozcan los dinamismos negociadores, que se pertrechen de afiladas tácticas de persuasión y argumentación, que posean dispositivos cognitivos para relacionarse óptimamente con sus respuestas emocionales, o que desplieguen modelos predictivos para vaticinar los juegos de acción y reacción connaturales a toda fricción. Todo lo que he enumerado aquí es maquinaria operativa inútil si una de las partes no quiere entenderse con la otra. Hace unos días le
explicaba este mismo argumento a un amigo, aunque agregué una vuelta de tuerca más y complejicé el escenario:
«¡Imagínate
qué puede ocurrir cuando son los dos los que no quieren entenderse!».
Dos personas se pueden entender si las dos desean entenderse, pero es categóricamente imposible que puedan entenderse si una de ellas, o las dos, no desea entenderse con la otra. Sé que todas estas predicaciones son tautologías, pero es que cuanto más profundo es el lugar en el que realizamos la minería humana más probable es acabar formulándolas. Afirmar que uno de los interlocutores no quiera entender para que los dos no se entiendan es una afirmación rotundamente reveladora. Desplaza la resolución de un conflicto a los
territorios de la predisposición ética, no a los discursivos y comunicativos en los que hemos inventado aparataje
de toda índole para poder construir evidencias comunales que permitan erguir espacios intersubjetivos. Los utillajes discursivos de la inteligencia no sirven para nada sin la acción intencional de utilizarlos, y mantienen intacta su improductividad si además no se utilizan de un modo patrocinado por la cordialidad. Cuando un interlocutor no quiere ver, da igual lo que se le muestre para que mire. Ocurrirá lo que predice Saramago, que cuanto más mire menos verá, o más subterfugios hallará para justificar la posición inamovible de la que parte, según el ardid señalado por Schopenhauer. En Ética para náufragos, José Antonio Marina define el diálogo como el uso de un pensamiento compartido, pero ese uso solo puede coronarse desde el querer usarlo. La razón cordial postulada por Adela Cortina es la disposición sentimental a pensarse en común, es decir, a utilizar el pensamiento de una manera compartida para encontrar una evidencia mejor que la anterior y que simultáneamente mejore a los interlocutores. Justo mientras redacto este texto, una amiga de Barcelona publica en las redes una reflexión extractada de la recién publicada novela El negociado del ying y el yang de Eduardo Mendoza: «La mitad de la inteligencia es entender, la otra mitad, hacerse entender». La redondez aritmética de esta frase me parece sublime, pero al leerla y meditarla me he encontrado con un severo problema geográfico. No sé en cuál de las dos mitades ubicar el deseo recíproco de querer entenderse, cuando sin ese deseo y su necesaria mutualidad las dos mitades que cita Mendoza devienen yermas. Salvo que ese deseo sea anterior a esa inteligencia y se localice fuera de ella, en un sitio que podríamos llamar bondad.
Negociar es ordenar los desacuerdos.
La bondad convierte al diálogo en un verdadero diálogo.
Habla para que te vea.
La bondad convierte al diálogo en un verdadero diálogo.
Habla para que te vea.