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martes, febrero 25, 2025

Tranquilidad, belleza, entusiasmo

Obra de Jarek Puczel

El dolor es la forma que encuentra el cuerpo para avisarnos de que alguna de sus partes no funciona correctamente. Cuando algo corporal nos duele, enseguida inferimos que algo no va bien, que hay un defecto en algún lugar que quebranta la armonía. Su correlato en el alma es el sufrimiento. El sufrimiento es la forma que halla el alma para alertarnos de que algo falla y que deberíamos mutar la dirección de alguna de nuestras acciones. En un cuerpo en el que no hay dolor específico hay una estabilidad y un equilibrio que facilitan un adecuado funcionamiento de todo el sofisticado engranaje que lo conforma. ¿Y cuál es el correlato de la buena salud en el alma? Hay una panoplia de posibles respuestas, pero creo que alcanzaríamos rápido consenso si entre ese tumulto de respuestas sale citada la tranquilidad, ese lapso sostenido en el tiempo en el que la realidad ceja de confabular contra nuestros intereses más medulares y relaja su papel opositor. Quien lea habitualmente estos artículos sabrá que es una ideación recurrente afirmar que no hay nada más excitante que la tranquilidad, un aserto de cuño mitad estoico, mitad epicúreo, al que me adhiero cada vez con más convicción.

La disolución de la preciada tranquilidad sucede cuando vivimos con miedo y percibimos amenazas que suspiran por rasgar aquello a lo que conferimos relevancia. Vivir en una alerta perpetua menoscaba nuestra tranquilidad, pero también, y este detalle es culminar, la atención entendida como el mecanismo con el que accedemos a realidades invisibilizadas o estragadas por la costumbre y la celeridad. Estamos alerta cuando presagiamos hostilidad a nuestro alrededor, sin embargo, estamos atentos cuando intuimos que esa atención será recompensada con belleza. Para este segundo cometido es fundamental abandonar el estado de alerta, porque quien está alerta no está atento. Dicho con lenguaje positivo, es imperativo albergar tranquilidad. 

En la universidad asistí a las clases de un profesor que en la asignatura de Estética escindía estas dos disposiciones nominándolas como estar al acecho y estar a la escucha. Encontramos belleza no donde buscamos belleza, sino donde colocamos la atención sin el afán de buscar nada y más bien apreciarlo todo. La belleza es la experiencia contemplativa que nos inclina hacia la delectación y lo fruitivo, pero es un deleite que a la par guarda una energía propulsora para que quien la recibe movilice su atención hacia aquello que lo mejore y a la vez mejore los contextos de las personas que pueblan su derredor. La belleza es omnipresente si poseemos sensibilidad y potencia epistémica para captarla. La belleza no solo se prodiga en la naturaleza y en los fabulosos artefactos culturales que el animal humano es capaz de crear con su inventiva y su inteligencia, también abunda en el comportamiento. Hay abrumadora cantidad de ella en el proceder de quien pone su atención y su cuidado a disposición de la persona que los necesita. El amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas tanto del círculo íntimo como del círculo que excede la geografía de la proximidad. Creo que cuando expandimos ambos círculos celebramos la antología de la belleza. 

Y aún queda lo más sobresaliente. La belleza es un generador de entusiasmo, (el entusiasmo es otro de los antónimos del sufrimiento), un impulso que permite que una persona realice una tarea con esfuerzo aunque sin tener la más mínima sensación de que se está esforzando. El entusiasmo atestigua el sí a la celebración de la vida. El entusiasmo nos urge a dedicarnos a aquello que nos abastece de entusiasmo, un bucle que una vez activado dona de plenitud y sentido a quien se interna en él. Nietzsche estableció el concepto del eterno retorno como criterio de selección de nuestros fines. ¿Qué haríamos si lo que decidimos hacer lo tuviéramos que repetir eternamente? Llevaríamos a cabo aquello que nos entusiasma. Y cuando estamos entusiasmados no solo estamos atentamente absortos, asimismo se enraízan los sentimientos de apertura al otro en el espacio compartido y en el uso público de la razón comunicativa. Tranquilidad, belleza y entusiasmo como puertas de acceso a una vida cívica más amable, más habitable, más poblada de atención y afecto. 


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martes, enero 21, 2025

Que en la vida haya planes de vida

Obra de Geoffrey John

Escucho en una entrevista radiofónica definir la libertad como «estar donde se quiere estar». Quien lea habitualmente las deliberaciones que comparto aquí todos los martes habrá comprobado que suelo mostrarme esquivo con la palabra «libertad», porque es un sustantivo muy desgastado y groseramente instrumentalizado como señuelo electoral. El abuso del mal uso de la palabra libertad la ha degradado hasta convertirla en el culmen para legitimar acciones maleducadas y pretextar un egoísmo incívico. Cuando se apela individualmente a ella desaparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad ciudadana. Despierta perplejidad esta glorificación de una libertad que se puede condensar en el desafiante aserto «quién es nadie para decirme a mí qué es lo que puedo o lo que no puedo hacer». Desde hace unos pocos años esta idea de libertad lleva desplazándose de forma metonímica hacia el campo semántico de la anomia, la desregulación, la contracción del sector público, el autoritarismo pecuniario, la abolición de sistemas redistributivos con los que minar la desigualdad material, o con la demanda de políticas impositivas ultralaxas por parte de los tenedores de una riqueza exorbitante. A quienes postulan que ser libre es hacer lo que les plazca, y que limitar las acciones que patrocina el deseo es opresión, se les olvida que sus acciones comportan deberes con los demás porque tanto sus acciones como las nuestras confluyen en una misma intersección. Nos ponemos límites porque consideramos deseable compartir nuestra vida con otras vidas sin que suframos colisiones dolorosas. De no ser así la convivencia se antojaría quimérica. 

Frente al término libertad, me adhiero a la tradición de quienes emplean la palabra autonomía, la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma con las que trazar su periplo biográfico. Es muy frecuente que se nos olvide que solo podemos ser autónomas en marcos de interdependencia. La interdependencia es toda situación en la que una persona no puede colmar sus propósitos de manera unilateral. Platón sostuvo que las ciudades emergieron porque las personas no se bastan a sí mismas. Si pensamos profundamente, es fácil adivinar que no hay ninguna situación en la que de forma directa o indirecta no requiramos el quintaesencial concurso de una miríada de multiagentes. La autarquía, la autosuficiencia y el solipsismo son narratividades muy seductoras sin correlación alguna en el mundo real. Hay que hacer una concienzuda dejación del pensamiento para atreverse a a afirmar que todo depende de uno mismo. 

Como el antónimo de la libertad es la necesidad, para que la libertad pueda desplegarse necesita entramados políticos en los que la necesidad sea fácilmente satisfecha. La necesidad es lo común a todas las personas en tanto entidades biológicas y afectivas, y por eso su cuidado debería elevarse a acción pública y política. Aumentamos la factibilidad de ser libres cuando maximizamos la fortaleza de lo común en donde nuestras necesidades más primarias pueden cubrirse muchísimo más fácilmente. La libertad estribaría en la creación política de contextos donde lo necesario se protege para que ninguna persona encuentre obturada la capacidad de elegir planes de vida para su vida. La humanidad se torna más civilizada y humana cuando pone su inventiva política en que la necesidad y la precariedad dejen de ser protagónicas en la vida de las personas para que esas mimas personas sean soberanas de una parte mayúscula de su tiempo y puedan acceder a vidas más significativas que las que convoca la mera supervivencia. Explicado con un ejemplo recurrente en la conversación pública. Libertad no es tomarse una cerveza cuando a una persona le dé la gana, sino que la convivencia esté políticamente vehiculada de tal modo que existan condiciones socioeconómicas para que cualquier persona pueda tomársela. 

En República de los cuidados, leo a la filósofa argentina Luciana Cadahia que «las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atadas a vínculos de dependencia y sumisión».  No somos libres, nos hacemos libres cuando nos liberamos de aquello que coerce nuestra agencia, que por supuesto se asocia a condiciones materiales, pero también a nuestro mundo desiderativo  y ético. Como he reiterado en los párrafos anteriores, la libertad colectiva es la que genera contextos donde la necesidad se puede colmar para dar paso a la predilección personal, y la libertad personal es la capacidad de elegir acorde a nuestros propósitos, proyectos, o metas con los cuales cada persona imbuye de sentido y alegría su vida. Spinoza aseveró esto mismo pero de un modo mucho más hermoso. Se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Para un cometido tan hermoso se necesitan hábitats colectivos cuidadosos que favorezcan que cada cual rellene con sus preferencias el contenido de su alegría. La pura celebración de la autonomía. 


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martes, diciembre 17, 2024

La atrofia narrativa

Obra de John Wentz

He comenzado a leer el ensayo Sin relato de la psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar. Se trata del libro con el que ha obtenido el prestigioso premio Anagrama de Ensayo de 2024. Mondéjar aborda el estudio de lo que ella denomina atrofia narrativa, una carencia analítica y lingüística para que las personas traduzcan sus experiencias en lenguaje, vertebren sus vidas a través de un relato y, gracias a él, sostengan en el tiempo procesos de subjetivación. La autora explicita esta atrofia como «dificultades del sujeto mismo para enunciarse», o bien que «lo hace mediante una descripción anecdótica y despojada de sentido, sin impronta subjetiva y temporal»En su anterior trabajo, Invulnerables e invertebrados, Mondéjar ya problematizó este tema. El individuo posmoderno encuentra agudizadas trabas para devenir sujeto, puesto que no alberga las suficientes competencias narrativas en las que sujetarse (ni su vida las faculta). Hay incapacidades exacerbadas por la ecología digital y el mundo pantallizado. Ahí están la degradación cognitiva, la fragilización atencional, el empeoramiento analítico, el debilitamiento de la memoria, la desactivación de la capacidad crítica y la pérdida de interacción con el pensamiento abstracto. Se puede sintetizar que la pixelización de la vida atenta contra aquello que propicia entender la vida. Sin embargo, el análisis quedaría escamoteado si no se agrega que la forma de organizar la existencia en torno a una producción capitalista que aspira a extender la ganancia infinitamente favorece el florecimiento de condiciones para vidas sin relato y relatos sin vida. Convertir la perpetua ampliación de beneficio lucrativo en mandato incuestionado acarrea profundas consecuencias en la agencia humana y en el propio planeta Tierra. 

Una de las más visibles es la proliferación de un precariado en el que la inestabilidad, la fragmentariedad y la provisionalidad de todo aquello en lo que se sustancia una vida (empleo, ingresos, tiempo, proyectos, tejido vincular, autonomía, dignidad) entorpece la narración sólida y el relato prospectivo, y a la par promociona un pensamiento cada vez más escuálido y menos autorreflexivo en su pronunciamiento. La discontinuidad salteada de la vida se alza enemiga frontal de un hilo narrativo cuya génesis requiere tránsito reflexivo, concatenaciones discursivas, dotación de sentido. Las intermitencias volatizan la capacidad de historiar y textualizar lo vivido, pero también de propulsarlo orientativamente al futuro en forma de expectativa y orquestación de planes. Se desintegran así las identidades (laborales, geográficas, culturales, vinculares, filiativas), lo que interfiere de forma protagónica en la construcción de la subjetividad. Sin el concurso de la lentitud, la atención demorada y un ritmo de tiempo reposado languidece  el análisis subjetivado de una persona sobre sí misma, y se clausura la opción de que que los acontecimientos devengan experiencia y la experiencia aprendizaje. La celeridad frenética por un lado y la exasperante sobresaturación de estímulos por otro no dejan apenas inscripción mnémica. Obturan la labranza de un patrimonio argumental y memorativo fecundo.

De la confluencia de todos estos factores se colige la condición invertebrada del sujeto, a la que habría que yuxtaponer una invulnerabilidad ficticia alentada por el régimen neoliberal para fomentar el individualismo y desmantelar todos los puntos en los que los seres humanos podríamos pensarnos en común. Lo apócrifo de esta invulnerabilidad (o «la fantasía de la individualidad», utilizando el incisivo título del ensayo de Almudena Hernando) no ha impedido que goce de un predicamento mayúsculo en los imaginarios. Frente a quienes no cejamos de repetir que somos vulnerables, afectivos y mortales, la cultura neoliberal persiste en denegar nuestra idiosincrática vulnerabilidad y por lo tanto nuestra fragilidad constituyente; desdeña lo afectivo y por lo tanto el cuidado y la dignidad como elementos troncales para poder aspirar a una vida buena; silencia en los discursos públicos toda referencia a la muerte, como si fuéramos inmortales y pudiéramos postergar sin sufrir aquello que entronca con lo más profundo de nuestro ser, pero que ahora no podemos llevar a cabo por las coerciones inherentes a la vida-trabajo, que al rutinizarse y naturalizarse ni impugnamos ni nos resultan atroces. Margaret Thatcher hizo célebre una sentencia en la que condensaba esta agenda política: «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma humana». Si una definición acientífica de alma nos enuncia que el alma es la conversación en la que una persona se va narrando a cada segundo lo que hace a cada instante para dotarse de sentido y orientación, expropiarla de discurso vertebral es dejarla sin alma. Sin estructura. Sin persona dentro de la persona. 

 

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martes, septiembre 10, 2024

Vuelta a la escuela y al cultivo de la atención

Obra de Tim Eiteil

 

El primer día que imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en la pizarra una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorar nuestro horizonte como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir o, lo que es lo mismo, cómo tratarnos y cómo tratar a los demás con quienes formamos la experiencia coral de la vida humana, que es humana precisamente por el acontecimiento de ser compartida. En otras ocasiones cambio la críptica frase por una adivinanza que suele tener muy buena acogida y provocar inmediatas indagaciones: «¿Alguien sabe cuál es con creces el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra?» Las alumnas y alumnos enumeran unos cuantos países con regímenes dictatoriales o con un precario Estado de Derecho en el que la vida alberga un valor nulo o muy módico. Entonces les comparto que el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Luego pormenorizo que una persona educada mal es una persona con un entramado afectivo en el que hay preeminencia de sentimientos de clausura al otro frente a los de apertura. Esa persona articula su comportamiento con desatención, desconsideración, descortesía, iracundia, gelidez, indolencia, irrespeto, desdén, actitud desalmada, proclividad a desplegar gestos que no dudamos en descalificar como inhumanos. Es el ser que no nos gustaría ni ser ni tener cerca. El ser que no presta atención a la otredad con quien la vida lo impele a relacionarse.

Me he aprendido de memoria el precioso párrafo inicial con el que Josep Maria Esquirol inicia su hermoso y apacible ensayo La escuela del alma, y que ahora viene en mi ayuda para recalcar lo que quiero decir: «Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide casa. Hay escuela porque hay mundo, y el mundo pide atención». Conceder atención al mundo es ante todo concedérsela a las personas que lo habitan con el fin de establecer interacciones afectuosas y justas, pero también vertebrar estructuras y condiciones de posibilidad que propendan a facilitar su emancipación y el despliegue de la dignidad de la que son acreedoras. Hoy es el primer día de clase tras el ínterin estival, la vuelta a la escuela, a ese lugar en el que todos los saberes y los aprendizajes se pueden compendiar en aprender a prestar atención.  De hecho, el propio Esquirol define unas páginas más adelante la praxis del estudio como atención reiterada. La buena noticia para quienes estudian, y también para quienes hacen de la vida una forma de estudiar, es que la belleza es la ofrenda con que la atención es obsequiada. Basta con adquirir una conciencia porosa de nuestros afectos, nuestra vulnerabilidad y nuestra finitud (que no es sino una atención sobre nuestras características constituyentes) para que todo lo que nuestra mirada contempla a su alrededor adquiera belleza y valor. 

En La capital del mundo es nosotros esgrimí una noción lacónica de educación pero que requeriría muchas páginas para explicitar su insondabilidad: «Educar es aprender a admirar lo admirable». Para un cometido filosófico tan complejo necesitamos inexorablemente el concurso de una atención que demanda cultivo y hábito para dar lo mejor de sí. Este ejercicio sostenido con paciencia  y denuedo será gratificado con la recompensa más excelsa de entre todas las posibles: «Felices los que prestan atención, entrenan su espíritu para recibir», que es el aserto con el que Esquirol encabeza el capítulo cuarto de su balsámico ensayo. La atención absorta e ilustrada posee el don de inaugurar la existencia a cada instante, faculta el disfrute de la gigantesca inexplicabilidad de la vida con la que el alma se descorcha a sí misma. Ojalá este curso que empieza hoy colabore a que muchas personas, justo en la edad en que modulan su carácter y van fijando sus puntos cardinales identitarios, se conviertan en personas atentas y puedan celebrar la belleza, el regalo con que la atención agasaja a quienes la practican.

 

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martes, junio 20, 2023

La atención convierte el mundo en un lugar apasionante

Obra de Bort Bartlett

Me gusta definir la autonomía de una persona como la capacidad de colocar la atención allí donde lo ha decidido ella y no una instancia ajena a sus intereses. La atención consiste en habitar el instante en el instante mismo en que se despliega sobre la continuidad de instantes. Pasado, presente y futuro se declinan de tal modo que la legibilidad de lo que fue y de lo que puede llegar a ser deviene energía potenciadora del instante atencional en el que estamos presentes. Cuando exhortamos a alguien a «estáte a lo que tienes que estar», estamos señalando que esa persona deshabita el presente en que debería estar hospedado, pero se da la peculiaridad de que quien no está allí no es su cuerpo, sino su atención. A mis alumnas y alumnos les recuerdo frecuentemente este desdoblamiento que practican con diaria habilidad, sobre todo cuando la mañana se va derramando hacia el mediodía: «Aquí en clase están vuestros cuerpos, pero no vosotros». Sé que esta afirmación es una pirueta literaria, pero evidencia que la atención puede desgajarse por completo del cuerpo que la acoge. Lo que es del todo imposible es lo contrario. Que alguien esté atento en el aula sin que su cuerpo ande por allí. No es fácil acampar atencionalmente en el presente elegido por nuestra capacidad de elaborar fines. Los oligopolios de la atención emboscados en las tecnologías del ocio y las industria de la distracción ponen todo su empeño en confiscar el alma para hacer con ella extractivismo y monetarización. Estar a lo que hay que estar se ha convertido en un heroico acto de resistencia. 

La atención convierte el mundo en un lugar apasionante, porque atender es truncar la mirada que no ve porque no mira, y granjearse una mirada incisiva que ve mucho más allá de lo que mira al diseminar valor allí donde se posa. Recuerdo que Emilio Lledó decía que lo más le entristecía era no haber enseñado a niñas y niños de diez u once años a mirar, «a descubrir la belleza que hay en el gajo de una mandarina». Educar es aprender a valorar para jerarquizar la mirada, aprendizaje asociado al deseo y no a ninguna capacidad ocular. Hace unos días le leí a Amador Fernández-Savater una entrevista en la que mencionaba que el problema hoy no es que haya una falta de atención, sino una falta de deseo. Según la definición que esgrime en el fantástico libro coral que coordina junto a Oier Etxeberria, El eclipse de la atención (NED Ediciones, 2023), el deseo es la fuerza que pone en movimiento, que hace hacer, que da lugar. Quien no atiende es porque no le interesa aquello en lo que debería estar atento. En La civilización de la memoria pez, Bruno Patino se horrorizaba porque una de las consecuencias de la sobresaturación del mundo conectado ha hecho que solo podamos mantener la atención prolongada ocho segundos. Quizá habría que apostillar que solo logramos sostener la atención ocho segundos sobre aquello que no despierta ningún interés para nuestros intereses. 

Estamos ante un giro copernicano sobre la teorización de la atención. Acaso la atención no está atrofiada por su desempleo, sino que lo que atestigua la incapacidad atencional es la atrofia de entusiasmo, y por extensión el señalamiento de un mundo desvalido, desencantado, precarizado, descuidado, agotado y explotado. Los dispositivos de distracción y las tecnologías del ocio exacerban el deseo, pero la calidad de ese deseo es muy pobre, es un deseo sin placer, un antojo que irrumpe con el mismo apremio con el que se extingue. La emergencia de atención solo es posible allí donde hay entusiasmo, donde el deseo está cargado de ese placer que hace brillar los ojos cuando hablamos de lo que nos apasiona porque vincula con lo más profundo de nuestra persona. El entusiasmo pausa los tiempos, ralentiza la venida del deseo, se pertrecha de paciencia, genera energía para su propio mantenimiento, elabora ideaciones para alcanzar su propósito. El entusiasmo instituye la atención. Nadie entusiasmado desatiende lo que le entusiasma. Los afectos alegres se alzan en los aliados de la atención. Y por tanto del conocimiento. Del aprendizaje. De la vida bien vivida.


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