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martes, junio 18, 2019

Cuidar las palabras que cuidan de nosotros

Obra de Laura Lee Zanghetti
El año pasado empleé por vez primera una definición de ejemplo que ahora forma parte de mis prácticas discursivas cotidianas. Pronunciaba una conferencia en Barcelona cuando empecé a hablar de la relevancia que supone que las palabras éticas aparezcan acompañadas por hechos vitales que las tutelen, o que al menos no las desdigan. Entonces afirmé que «el ejemplo es axiología en movimiento». Como encarnación de los valores en acciones que deparan una convivencia grata y multiplicadora, el ejemplo depende en gran medida del léxico en el que se configura nuestra identidad. Nos cuesta mucho entender que las palabras poseen una centralidad rotunda en la vida humana. El ser humano es el animal que habla y cuando habla lo hace escogiendo palabras que combina y ordena en una sintaxis que las haga inteligibles tanto para él como para el resto de animales con los que habla porque también hablan como él. El caudal de palabras que pronunciamos siempre nos pronuncia, puesto que nace de una selección volitiva, para acabar depositándonos en acciones que se despliegan en la intersección pública. Lo que sale por la boca es demasiado serio como para dejarlo en manos de lo primero que se nos pase por la cabeza. En ese tumulto de palabras entresacadas nos autoconfiguramos narrativamente mientras sucedemos. Las palabras son emancipadoras cuando nos mejoran y nos predisponen al cultivo de nuestro florecimiento y son degradantes cuando nos empeoran e infectan las interacciones. Pensar es pensar con palabras, pero también pensar en ellas, en qué lugar nos posicionan y qué imaginarios producen al enunciarnos con ellas.

Gracias al léxico, y a la semántica que anida en él, somos el relato de una memoria que se hospeda en un presente siempre en perpetua conversación con el futuro y con ese pasado que no pasa nunca. Nos hacemos con las palabras que elegimos para decirnos en el espacio privado que no compartimos con nadie, pero también para aparecer como subjetividad irreemplazable tanto en el paisaje íntimo que mostramos a nuestros íntimos como en el decorado social en el que somos ciudadanos. Las prácticas lingüísticas no solo cartografían la geografía privada e íntima, sino que también construyen la urdimbre compartida desde su condición de herramienta biopolítica. La praxis publicitaria reclama cuidar la imagen, pero intuyo más necesario atender las palabras. Hay que cuidar las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen, porque ese aire semántico se erige en el nutriente de nuestras acciones y en el ejemplo en el que nos convertimos para nuestros conciudadanos. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, pero sí necesita deliberación y racionalidad para el arbitrio de elegir qué palabras sería bueno ejemplificar y qué palabras sería bueno marginar. En su último libro, Las palabras rotas, Luis García Montero afirma que «las ideas importantes se aprenden en los libros, pero las ideas decisivas forman parte de la respiración». Las ideas que vertebran la configuración del yo se hacen con palabras que sedimentan en conducta, conducta que dibuja actos, actos que al yuxtaponerse orquestan los días, días que al adosarse con otros días despliegan una biografía, biografía que respiramos sin ser conscientes de que la estamos respirando y nos está respirando a la vez. 

En función de la cosecha en la que separamos las palabras que cuidan de las palabras que laceran, el ejemplo puede ser positivo o negativo, poco edificante o ejemplarizante. Cuando las palabras elegidas para hacerse acción son palabras que nacen para cuidarnos y considerarnos, el ejemplo deriva en ejemplar. Cuando el sustantivo ejemplo aparece sin adjetivo es porque se inclina a la ejemplaridad. La ejemplaridad siempre es positiva, siempre señala conductas plausibles y excelentes, conductas cívicas destinadas a fortalecer los lazos sociales, la convivencia, la articulación equitativa y justa de la vida compartida. En una conferencia en la Fundación Juan March le escuché argumentar a Javier Gomá, autor que llevó la ejemplaridad como concepto a la esfera política, que «educamos el corazón de nuestros hijos no con lo que decimos, sino con lo que hacemos». Al filósofo y pedagogo Gregorio Luri le he leído en alguna ocasión que la educación tiene más que ver con el sentido de la vista que con el del oído. Cierto. Urgen ejemplos en un mundo que padece una crisis de ellos, pero al unísono también necesitamos esclarecer qué significan exactamente las palabras que queremos ejemplificar. Para ello es imperativo cuidarlas, máxime sabiendo que cuando la realidad se deteriora lo primero que se deterioran son las palabras. La mejor manera de cuidar esas palabras que nos cuidan es hablar muy conscientemente de ellas, discernir en la conversación pública qué significan exactamente, meditar qué nos hacen sentir, a qué mundo nos aproximan o de qué mundo nos alejan. Cuidarlas es cuidarnos. Cuidarnos es cuidarlas.



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