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martes, enero 21, 2025

Que en la vida haya planes de vida

Obra de Geoffrey John

Escucho en una entrevista radiofónica definir la libertad como «estar donde se quiere estar». Quien lea habitualmente las deliberaciones que comparto aquí todos los martes habrá comprobado que suelo mostrarme esquivo con la palabra «libertad», porque es un sustantivo muy desgastado y groseramente instrumentalizado como señuelo electoral. El abuso del mal uso de la palabra libertad la ha degradado hasta convertirla en el culmen para legitimar acciones maleducadas y pretextar un egoísmo incívico. Cuando se apela individualmente a ella desaparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad ciudadana. Despierta perplejidad esta glorificación de una libertad que se puede condensar en el desafiante aserto «quién es nadie para decirme a mí qué es lo que puedo o lo que no puedo hacer». Desde hace unos pocos años esta idea de libertad lleva desplazándose de forma metonímica hacia el campo semántico de la anomia, la desregulación, la contracción del sector público, el autoritarismo pecuniario, la abolición de sistemas redistributivos con los que minar la desigualdad material, o con la demanda de políticas impositivas ultralaxas por parte de los tenedores de una riqueza exorbitante. A quienes postulan que ser libre es hacer lo que les plazca, y que limitar las acciones que patrocina el deseo es opresión, se les olvida que sus acciones comportan deberes con los demás porque tanto sus acciones como las nuestras confluyen en una misma intersección. Nos ponemos límites porque consideramos deseable compartir nuestra vida con otras vidas sin que suframos colisiones dolorosas. De no ser así la convivencia se antojaría quimérica. 

Frente al término libertad, me adhiero a la tradición de quienes emplean la palabra autonomía, la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma con las que trazar su periplo biográfico. Es muy frecuente que se nos olvide que solo podemos ser autónomas en marcos de interdependencia. La interdependencia es toda situación en la que una persona no puede colmar sus propósitos de manera unilateral. Platón sostuvo que las ciudades emergieron porque las personas no se bastan a sí mismas. Si pensamos profundamente, es fácil adivinar que no hay ninguna situación en la que de forma directa o indirecta no requiramos el quintaesencial concurso de una miríada de multiagentes. La autarquía, la autosuficiencia y el solipsismo son narratividades muy seductoras sin correlación alguna en el mundo real. Hay que hacer una concienzuda dejación del pensamiento para atreverse a a afirmar que todo depende de uno mismo. 

Como el antónimo de la libertad es la necesidad, para que la libertad pueda desplegarse necesita entramados políticos en los que la necesidad sea fácilmente satisfecha. La necesidad es lo común a todas las personas en tanto entidades biológicas y afectivas, y por eso su cuidado debería elevarse a acción pública y política. Aumentamos la factibilidad de ser libres cuando maximizamos la fortaleza de lo común en donde nuestras necesidades más primarias pueden cubrirse muchísimo más fácilmente. La libertad estribaría en la creación política de contextos donde lo necesario se protege para que ninguna persona encuentre obturada la capacidad de elegir planes de vida para su vida. La humanidad se torna más civilizada y humana cuando pone su inventiva política en que la necesidad y la precariedad dejen de ser protagónicas en la vida de las personas para que esas mimas personas sean soberanas de una parte mayúscula de su tiempo y puedan acceder a vidas más significativas que las que convoca la mera supervivencia. Explicado con un ejemplo recurrente en la conversación pública. Libertad no es tomarse una cerveza cuando a una persona le dé la gana, sino que la convivencia esté políticamente vehiculada de tal modo que existan condiciones socioeconómicas para que cualquier persona pueda tomársela. 

En República de los cuidados, leo a la filósofa argentina Luciana Cadahia que «las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atadas a vínculos de dependencia y sumisión».  No somos libres, nos hacemos libres cuando nos liberamos de aquello que coerce nuestra agencia, que por supuesto se asocia a condiciones materiales, pero también a nuestro mundo desiderativo  y ético. Como he reiterado en los párrafos anteriores, la libertad colectiva es la que genera contextos donde la necesidad se puede colmar para dar paso a la predilección personal, y la libertad personal es la capacidad de elegir acorde a nuestros propósitos, proyectos, o metas con los cuales cada persona imbuye de sentido y alegría su vida. Spinoza aseveró esto mismo pero de un modo mucho más hermoso. Se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Para un cometido tan hermoso se necesitan hábitats colectivos cuidadosos que favorezcan que cada cual rellene con sus preferencias el contenido de su alegría. La pura celebración de la autonomía. 


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martes, julio 21, 2020

«Si no cuido mis circunstancias, no me cuido yo»


Obra de Thomas Saliot
Ortega y Gasset popularizó el aserto «Yo soy yo y mi circunstancia». Sin embargo, añadió una coda que infortunadamente no ha gozado de la misma celebridad: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». A mí me gusta parafrasear esta apostilla diciendo que «si no cuido mis circunstancias, no me cuido yo». En realidad significa lo mismo, pero la palabra cuidado es mucho más significativa y profunda. Cuando hablamos de cuidados nuestro imaginario tiende a conexar esta experiencia con el cuerpo, sobre todo con cuerpos ajados y decrépitos que necesitan la participación de otros cuerpos para coronar metas de supervivencia a veces muy simples, o cuerpos súbita y estacionariamente estropeados que requieren mimo hasta que se colme su reparación. Cuidar el cuerpo ha monopolizado la semántica del cuidado, pero el animal humano también necesita cuidar otras esferas. El cuidado debería abarcar el cuidado del cuerpo, los sentimientos buenos y meliorativos y la dignidad humana. En realidad, se podría abreviar en que cuidar y cuidarnos es tratar con respeto igualitario al otro como portador de dignidad y por tanto como una entidad irremplazable. Si lo releemos con el léxico de la sentencia de Ortega, se trataría de cuidar las circunstancias, porque en esas circunstancias siempre están los demás con los que me configuro como existencia al unísono.

Para cuidar esas circunstancias disponemos de dos tecnologías milenarias que están al alcance de cualquier sujeto de conocimiento:  las acciones y las palabras. Las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen pueden fortalecer las circunstancias o pueden fragilizarlas sobremanera hasta convertirlas en elementos que conjuren nuestros planes de vida. Nos hospedamos en ficciones empalabradas y todo lo que ocurre en el relato en el que narramos cómo absorbemos y valoramos cada instante no es sino trabar palabras hasta confeccionar nuestra instalación sentimental y deseante en la vida. Las palabras señalan el mundo, pero también lo construyen. En Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría distingue aquellas palabras que el mundo luego se encarga de demostrar si son verdaderas o falsas, de aquellas otras que al enmarcarse en una declaración cambian el mundo que declaran. Esta metamorfosis me sigue maravillando. Por más que lo verifico una y otra vez, me asombra observar cómo la exposición de una palabra posee la capacidad de alterar el mundo solo con su fonación.

No solo cuidamos los cuerpos, los afectos y la dignidad con palabras, también con la armonía de los actos. En más de una ocasión me han criticado que concedo demasiada primacía a las palabras en detrimento de las acciones. No, no es así. Antes he escrito que las palabras construyen mundo, y toda construcción es un acto. A pesar de la performatividad del lenguaje, en mis conversaciones cotidianas con gente allegada suelo decir con bastante frecuencia que para hablar no solo utilizamos palabras (y silencios), también empleamos la retórica de los actos.  El acervo popular recuerda que obras son amores y no buenas razones. Los actos son muy elocuentes. Tienen conferido un estatuto muy elevado no solo porque la cognición humana utiliza más la vista que el oído para sus evaluaciones, sino porque la invención de la palabra trajo anexada la invención de la mentira. Cuando alguien hace caso omiso a nuestras palabras, y por tanto las irrespeta, podemos hablarle con el lenguaje tremendamente disuasorio de los actos, o a la inversa, cuando las palabras que nos dirigen no son aclaratorias podemos dedicarnos a escuchar qué musitan sus actos. En comunicación se suele repetir que cuando las palabras y el cuerpo lanzan una información contradictoria, el interlocutor que recibe ambas señales asigna autoridad al diagnóstico que firma la caligrafía del cuerpo. Cuando las palabras y los actos del que las ha pronunciado aparecen disociados, o generan intersticios por los que se cuela la desconfianza, solemos conferir veracidad al acto, y recelar de la palabra. Para quien se rige al revés se ha inventado el adjetivo iluso.

Cómo tratamos al otro y cómo nos tratamos a nosotros con nuestros actos y nuestras palabras da la medida del cuidado de nuestras circunstancias. Manuel Vila sostiene en Alegría que «la vida son solo los detalles de la vida», y creo que esos detalles son una buena definición de esas circunstancias que hormiguean incidentalmente por nuestra biografía dejando sin embargo una impronta sustancial. Yo soy yo y mis circunstancias, pero mis circunstancias dependen de cómo hablo y me comporto conmigo y con otros yoes que también tienen sus circunstancias como yo. Existe una panoplia de sentimientos que nacen de cómo nos sentimos tratados en estos cuidados, o en su negligencia.  Si la otredad denigra o envilece nuestra dignidad, aflorarán la ira y todas las gradaciones que dan lugar a una espesa vegetación nominal (irascibilidad, enfado, irritación, enojo, cólera, rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco, desprecio). Si el otro respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud, agradecimiento, afecto, admiración, respeto, alegría, plenitud, cariño, cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o lastimada por otro ser humano, se activará una disposición empática y el sentimiento de la compasión para atender ese daño e intentar subsanarlo o amortiguarlo; o nos aprisionará una indolencia que elecitará desdén, apatía, impiedad. Por último, si nuestra dignidad es maltratada por nosotros mismos o por la alteridad con la que nuestra existencia limita, emergerá la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la humillación, el oprobio, el autoodio. La aprobación o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien que no somos nosotros. A este territorio lo podríamos llamar las circunstancias que debemos cuidar.



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martes, octubre 01, 2019

Negociar es ordenar los desacuerdos


Obra de Serge Najjar
Negociar es el arte de ordenar la divergencia. Cuando dos o más actores negocian, no tratan de eliminar el disenso, sino de armonizarlo en una determinada ordenación para construir espacios más óptimos. Negociar es una actividad que se localiza en el instante en que se organizan los desacuerdos para dejar sitio a los acuerdos. En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (ver) expliqué el dinanismo de toda negociación, que sustancialmente es el proceso que inaugura la civilización humana: utilizar una tecnología para que las partes se hagan visibles (el lenguaje), invocar una ecología de la palabra educada y respetuosa (diálogo) y urdir tácticas inteligentes para concordar la discrepancia (argumentación). Una de las primeras reglas axiomáticas en conflictología señala que los conflictos son consustanciales a la peripecia humana, y por lo tanto es una tarea estéril aspirar a su extinción. Pero otra de esas reglas afirma que no se trata de erradicar la existencia del conflicto, sino de solucionar bien su irreversible emergencia. Un conflicto solo se soluciona bien cuando las partes implicadas quedan contentas con la resolución acordada. En la jerigonza corporativa se emplea la expresión ganar-ganar para explicar en qué consiste un buen acuerdo bilateral, pero es un recurso dialéctico que a mí me desagrada porque esgrime la dualidad ganar-perder inserta en el folclore de la competición. Si utilizamos imaginarios competitivos inconscientemente inhibimos los cooperativos. Una negociación no estriba en ganar, sino en alcanzar la convicción mutua y recíproca de que las partes en liza han levantado el mejor de los escenarios posibles para ambas. Gracias a este convencimiento uno se puede sentir contento. Parece una trivialidad, pero es este impulso afectivo el que dona reciedumbre a cualquier proceso negociador. Y perennidad a lo acordado.

En una negociación no se trata solo de alcanzar un acuerdo, sino sobre todo de respetar el acuerdo alcanzado. Para lograr algo así es imperativo salvar permanentemente la cara al otro. Esta maravillosa expresión la acuñó Erving Goffman, el padre de la microsociología. Se trata de no acabar nunca un acuerdo con una de las partes dañada en su autoestima. Es difícil alcanzar una resolución cuando en el decurso de hallarla los actores se faltan al respeto, señalan aquello que degrada a la contraparte, son desconsiderados con cada propuesta, enarbolan un léxico y una adjetivación destinada a depreciar o directamente destituir la dignidad del otro. Hace unos días una buena amiga compartió en las redes un antiguo texto de este Espacio Suma NO Cero del que yo me había olvidado por completo. Para publicitarlo entresacó una frase que es la idea rectora de este artículo: «No podemos negociar con quien pone todo su empeño en deteriorar nuestra dignidad». Me corrijo a mí mismo y admito que sí se puede negociar con quien se empecina en devaluarnos, aunque convierta en inaccesible pactar algo que sea a la vez valioso y longevo. Cuando una parte libera oleadas de palabras con el fin de lacerar el buen concepto que el interlocutor tiene sobre sí mismo, se complica sobremanera que el damnificado luego coopere con él. Dirimir con agresiones verbales las divergencias suele ser el pretexto para que las partes se enconen, se enroquen en la degradación adversarial, rehúyan cualquier atisbo de acuerdo.

Es fácil colegir que nadie colabora con quien unos minutos antes ha intentado despedazar con saña su imagen, o se ha dedicado a la execración de su interlocutor en una práctica descarnada de violencia hermenéutica: la violencia que se desata cuando el otro es reducido a la interpretación malsana del punto de vista del uno mismo. El ensañamiento discursivo (yo inventé el término verbandalismo, una palabra en la que se yuxtapone lo verbal y lo vandálico, y que significa destrozar con palabras todo lo que uno se encuentra a su paso) volatiliza la posibilidad de crear lazos, de encontrar puntos comunes que se antepongan a los contrapuestos. Para evitar la inercia de los oprobios William Ury y Roger Fisher prescribieron la relevancia de separar a las personas del problema que tenemos con esas personas. Tácticas de despersonalización para disociar a los actores del problema que ahora han de resolver esos mismos actores. En este proceso es necesario poner esmero en el lenguaje desgranado porque es el armazón del propio proceso. Yo exhorto a ser cuidadosos con las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen. La filósofa Marcia Tiburi eleva este cuidado a deber ético en sus Reflexiones sobre el autoritarismo cotidiano: «Es un deber ético prestar atención al modo en que nosotros mismos decimos lo que decimos». Esa atención se torna capital cuando se quiere alcanzar un acuerdo.

En el ensayo Las mejores palabras (actual Premio Anagrama de Ensayo), el profesor Daniel Gamper recuerda una evidencia que tiende a ser desdeñada por aquellos que ingresan en el dinamismo de una negociación: «Si de lo que se trata es de alcanzar acuerdos duraderos, entonces no conviene insistir en aquellos asuntos sobre los que sabemos que no podemos entendernos». Unas líneas después agrega que «los términos de la coexistencia no pueden ser alcanzados si todo el mundo insiste en imponer su cosmovisión a los otros». Justo aquí radica la dificultad de toda negociación, que a su vez destapa nuestra analfabetización en cohabitar amablemente con la disensión. Si negociamos con alguien y alguien negocia con nosotros, es porque entre ambos existe algún gradiente de interdependencia. La interdependencia sanciona que no podemos alcanzar de manera unilateral nuestros propósitos, y que pensarse en común es primordial para construir la intersección a la que obliga esa misma interdependencia. Este escenario obliga a ser lo suficientemente inteligente y bondadoso como para intentar satisfacer el interés propio, pero asimismo el de la contraparte, precisamente para que la contaparte, a la que necesitamos, haga lo propio con nosotros. Contravenir este precepto es ignorar en qué consiste la convivencia.  



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