Luis García Montero repite en las páginas de Las palabras rotas la certeza de que la vida acelerada en la que estamos inmersos se ha apropiado de los tiempos de espera. «Merece respeto lo que lleva tiempo», se puede leer, y por tanto es tentador argüir que lo que no demanda tiempo se antoja poco valioso. Me gusta señalar que quienquiera que haga algo apresuradamente es porque lo que hace no tiene demasiada relevancia. Si la tuviera, no requeriría celeridad. Lo relevante en la experiencia humana siempre solicita la comparecencia de un tiempo apaciguado y una observación atenta y remansada sobre lo inactual. Sin espera, sin la participación del tiempo en los procesos que llevan tiempo, no hay posibilidad de sedimentación, de hábito y memoria, que son claves en la construcción de aprendizaje, sobre todo de aprendizaje práctico, aquel con capacidad de permear en el pensamiento y en la afectividad y devenir en práctica de vida. La tan alabada experiencia no consiste en la acumulación de hechos o de acontecimientos episódicos, sino en una elaboracion permanente en la que se reflexiona y medita sobre el contacto del mundo para volver a instalarnos en ese mundo con una racionalidad y una conducta más afinadas e inteligentes. Se trata de convertir el tiempo en un lugar en el que la experiencia se pueda transfigurar en conocimiento. Que la memoria y el entramado afectivo (si es que no son la misma dimensión) dialoguen con el latido del ahora para su comprensión y absorción.
Nadie me oye en este instante de recogimiento matinal, pero mientras mis dedos dan saltos por el teclado para escribir estas palabras estoy canturreando la canción Otra vida de Franco Battiato. Me adhiero a mi cantante favorito cuando diagnostica que el género humano occidental está aquejado de un malestar para el que no sirven terapias ni tranquilizantes, no son útiles ni los excitantes ni las ideologías, sino que «se quiere otra vida», o acaso otra manera de acomodarnos en ella. Se quiere otra vida en la que el yo no se desyoice con tanta frecuencia y tanta entropía. Creo que el artículo en el que interrelacionaba la bondad con la inteligencia se convirtió en un fenómeno viral porque somos muchas las personas que anhelamos otra vida articulada por otras formas más parsimoniosas de relacionarnos con el tiempo, la otredad y la memoria en la que se fija nuestra mismidad. A la filósofa y poeta Chantall Maillard le he oído alguna vez afirmar que no somos, sucedemos. Es fácil agregar que para suceder es necesario disponer de tiempo, pero no de un tiempo cualquiera, sino de un tiempo reposado y aplicado en el que nos demos cuenta de que estamos sucediendo. Quizá sea un tiempo de no hacer nada relacionado con nuestra condición de sujeto productivo o sujeto de rendimiento, que es el tiempo destinado a ser, mirar, estar, sentir, acontecer, pensar. No hacer nada no es petrificación estatuaria ni dilapidación del tiempo. No es la esterilidad que recrimina unidimensionalmente el dogma de la rentabilidad, ni esa irresolución que asesina lo posible. No hacer nada es una actividad que deberíamos practicar a menudo para tomar conciencia de la absurdidad de cosas que hacemos cuando no paramos de hacer cosas. Igual que la conciencia de la mortalidad nos ayuda a tomar una conciencia más exacta de la vida, interrumpir el mundo nos ayuda a discernir qué estamos haciendo cuando ese mismo mundo nos aboca a la ininterrupción.
En la presentación de su libro, el propio Luis García Montero vindicó la construcción de tiempos en los que seamos soberanos de nuestro tiempo. Uno de ellos es el que se alcanza con la lectura. Cuando entablamos conversaciones privadas con esas personas que han tenido la deferencia de ordenar sus ideas y legarlas por escrito, estamos pausando el mundo y a la par edificando espacios de conciencia y recursos de acción política propios. Dialogar con un texto, acceder al tiempo de la lectura, pero por extensión también al de la escucha, al de la observación, al del conversar, al de la atención absorta, es un acontecimiento performativo que requiere serenidad, aquietamiento, calma, apacibilidad, cuidado, abertura a la palabra interpeladora en la que ya asoman los demás sin los cuales no se puede arribar a ninguna parte. Es un profundo paréntesis en el que se ralentiza esa aceleración patógena en la que hemos instaurado la vida, un instante metodológico en el que es posible contemplar cómo lo extraordinario se agazapa en la microesfera de la cotidianidad. Entonces el ser que sucede sucede desde el darse cuenta de que está misteriosamente sucediendo. Cuando esto sucede, el ser que sucede aumenta las posibilidades de pensarse bien. Se detiene en el único sitio posible para habitarse mejor.
(*) Mañana miércoles 26 de junio daré una charla en La Vorágine de
Santander. Hablaré de estas y otras cosas relacionadas con la aventura humana.
Estáis invitados.
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