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martes, junio 25, 2019

Pausar la vida para habitarnos mejor

Obra de Gabriel Schmitz

Luis García Montero repite en las páginas de Las palabras rotas la certeza de que la vida acelerada en la que estamos inmersos se ha apropiado de los tiempos de espera. «Merece respeto lo que lleva tiempo», se puede leer, y por tanto es tentador argüir que lo que no demanda tiempo se antoja poco valioso. Me gusta señalar que quienquiera que haga algo apresuradamente es porque lo que hace no tiene demasiada relevancia. Si la tuviera, no requeriría celeridad. Lo relevante en la experiencia humana siempre solicita la comparecencia de un tiempo apaciguado y una observación atenta y remansada sobre lo inactual. Sin espera, sin la participación del tiempo en los procesos que llevan tiempo, no hay posibilidad de sedimentación, de hábito y memoria, que son claves en la construcción de aprendizaje, sobre todo de aprendizaje práctico, aquel con capacidad de permear en el pensamiento y en la afectividad y devenir en práctica de vida. La tan alabada experiencia no consiste en la acumulación de hechos o de acontecimientos episódicos, sino en una elaboracion permanente en la que se reflexiona y medita sobre el contacto del mundo para volver a instalarnos en ese mundo con una racionalidad y una conducta más afinadas e inteligentes. Se trata de convertir el tiempo en un lugar en el que la experiencia se pueda transfigurar en conocimiento. Que la memoria y el entramado afectivo (si es que no son la misma dimensión) dialoguen con el latido del ahora para su comprensión y absorción. 

Nadie me oye en este instante de recogimiento matinal, pero mientras mis dedos dan saltos por el teclado para escribir estas palabras estoy canturreando la canción Otra vida de Franco Battiato. Me adhiero a mi cantante favorito cuando diagnostica que el género humano occidental está aquejado de un malestar para el que no sirven terapias ni tranquilizantes, no son útiles ni los excitantes ni las ideologías, sino que «se quiere otra vida», o acaso otra manera de acomodarnos en ella. Se quiere otra vida en la que el yo no se desyoice con tanta frecuencia y tanta entropía. Creo que el artículo en el que interrelacionaba la bondad con la inteligencia se convirtió en un fenómeno viral porque somos muchas las personas que anhelamos otra vida articulada por otras formas más parsimoniosas de relacionarnos con el tiempo, la otredad y  la memoria en la que se fija nuestra mismidad. A la filósofa y poeta Chantall Maillard le he oído alguna vez afirmar que no somos, sucedemos. Es fácil agregar que para suceder es necesario disponer de tiempo, pero no de un tiempo cualquiera, sino de un tiempo reposado y aplicado en el que nos demos cuenta de que estamos sucediendo. Quizá sea un tiempo de no hacer nada relacionado con nuestra condición de sujeto productivo o sujeto de rendimiento, que es el tiempo destinado a ser, mirar, estar, sentir, acontecer, pensar. No hacer nada no es petrificación estatuaria ni dilapidación del tiempo. No es la esterilidad que recrimina unidimensionalmente el dogma de la rentabilidad, ni esa irresolución que asesina lo posible. No hacer nada es una actividad que deberíamos practicar a menudo para tomar conciencia de la absurdidad de cosas que hacemos cuando no paramos de hacer cosas. Igual que la conciencia de la mortalidad nos ayuda a tomar una conciencia más exacta de la vida, interrumpir el mundo nos ayuda a discernir qué estamos haciendo cuando ese mismo mundo nos aboca a la ininterrupción.

En la presentación de su libro, el propio Luis García Montero vindicó la construcción de tiempos en los que seamos soberanos de nuestro tiempo. Uno de ellos es el que se alcanza con la lectura. Cuando entablamos conversaciones privadas con esas personas que han tenido la deferencia de ordenar sus ideas y legarlas por escrito, estamos pausando el mundo y a la par edificando espacios de conciencia y recursos de acción política propios. Dialogar con un texto, acceder al tiempo de la lectura, pero por extensión también al de la escucha, al de la observación, al del conversar, al de la atención absorta, es un acontecimiento performativo que requiere serenidad, aquietamiento, calma, apacibilidad, cuidado, abertura a la palabra interpeladora en la que ya asoman los demás sin los cuales no se puede arribar a ninguna parte. Es un profundo paréntesis en el que se ralentiza esa aceleración patógena en la que hemos instaurado la vida, un instante metodológico en el que es posible contemplar cómo lo extraordinario se agazapa en la microesfera de la cotidianidad. Entonces el ser que sucede sucede desde el darse cuenta de que está misteriosamente sucediendo. Cuando esto sucede, el ser que sucede aumenta las posibilidades de pensarse bien. Se detiene en el único sitio posible para habitarse mejor.


(*) Mañana miércoles 26 de junio daré una charla en La Vorágine de Santander. Hablaré de estas y otras cosas relacionadas con la aventura humana. Estáis invitados.  




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martes, mayo 14, 2019

Solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención


Obra fotográfica de Serge Najjar
En muchas ocasiones los lectores de este espacio me han felicitado y me han deseado éxito cuando he anunciado la publicación de alguno de mis ensayos. Mi agradecida respuesta ha sido siempre la misma: «El éxito ya lo he tenido al disponer de un espacio y un tiempo de recogimiento y tranquilidad que me ha permitido poder habitar con atención en la escritura». Estos espacios y estos tiempos de apropiación personal están siendo socavados por las exigencias de un mundo obsesionado por el incremento de la productividad y la optimización cada vez mayor del lucro. Estas derivas de la racionalidad neoliberal no son inocuas y conllevan la expropiación del tiempo y la fagocitación de la atención. El ser humano es un ser que está en el mundo durante un tracto de tiempo finito que llamamos existencia. Cada vez poseemos una menor soberanía sobre ese tiempo, que debería ser el indicador en el que basar el progreso civilizatorio. Perder gobernabilidad y por tanto capacidad de decisión sobre ese bien intangible es desapropiarnos de nosotros mismos. No solo vivimos una elevada indisponibilidad del uso de nuestro tiempo, y el desgaste del cuerpo que trae adjuntado, sino que su aceleración en aras de maximizar un cálculo exclusivamente monetario provoca algo análogo en la atención. Hace unos años yo me atreví a definir este recurso tan preciado: «La atención es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en el que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza». Utilizando este concepto de la atención se puede definir también el de la autonomía humana: «La capacidad que alberga el individuo de colocar la atención allí donde lo decrete su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma». 

Infortunadamente cada vez cuesta más colocar la atención sobre un solo estímulo elegido por nuestra capacidad volitiva y mantenerla prolongadamente allí, lo que invita a colegir que hemos sufrido un expolio gradual de la autonomía. Me viene ahora a la memoria una amena conferencia del neurólogo Francisco Mora en una facultad de Psicología. En el momento de las preguntas, un chico le preguntó qué pensaba de la multitarea y si consideraba posible colocar la atención en varios estímulos simultáneamente. Su respuesta fue tajante: «Si usted está a varias cosas a la vez, no tiene la atención en ninguna». Hace unos meses le recordé al profesor esta anécdota en un congreso camino del hotel, y a pesar de no acordarse insistió en su idea: «Si la atención está en un sitio, no está en otro, porque no puede estar en dos sitios a la vez». El propio Francisco Mora publicó hace unos años un ensayo con un subtítulo hermosísimo que resumía poéticamente lo averiguado en los últimos tiempos en neuroeducación: Solo se puede aprender aquello que se ama. Es tentador añadir que solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención.
 
El actual analfabetismo no consiste en no saber leer ni escribir, sino en no saber comprender lo que se lee y ser incapaz de convertirlo en luz para alumbrar lo cotidiano y orientar el comportamiento. La atención selectiva que inhibe lo irrelevante para centrarse en lo relevante pierde soberanía en los marcos en los que se ofrecen volúmenes ingentes de estímulos en competencia que tientan a la superficialidad en detrimento de la profundidad. Deglutimos bulímicamente experiencias e hiperinformación, pero irrespetamos tanto los tiempos (porque no los tenemos) como las cantidades (infoxicación) que resulta complicado que devengan aprendizaje. Aquella información que se incorpora sin atención a la estructura discursiva en la que se puede entender y contextualizar acaba diluyéndose en la nada. Hace poco le leí a José Antonio Marina que «usamos superficialmente mucha información, pero memorizamos muy poca». Puesto que pensamos con contenidos, si no disponemos de contenidos en nuestra memoria, dispondremos de poco con lo que pensar. En una entrevista publicada en El País, la periodista Kara Swisher, experta en el análisis de las plataformas, alertaba de la adicción al mundo pantallizado: «Es como una máquina tragaperras que en lugar de monedas consume nuestra atención». En el muy crítico Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes, Nicholas Carr admitía que la distracción digital cortocircuita el pensamiento y la atención sostenida, pura corrosión para los procesos de arraigo. En el todavía más inquietante Demencia digital, el Dr. Manfred Spitzen advertía que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». No disponemos del tiempo ni de la atención necesarios para que los flujos de reflexión conceptual y visual permeen en nuestro patrimonio afectivo y cognitivo, y luego sedimenten. Al instante irrumpen nuevos captores de nuestra atención que nos obligan a volver a empezar cuando aún hay un inacabamiento de lo anterior. Difícil generar poso. Dificil construir significado. Difícil que la información se sujete en el sujeto hecha pensamiento y vida.


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martes, febrero 19, 2019

Mirar con atención para ser personas atentas


Obra de Paul Fenniak
En mi conferencia del pasado martes en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña hablé del sentimiento de admiración como uno de los puntos cardinales para orientarnos por los dominios de la afectividad. La admiración es la alegría que produce la contemplación de una conducta excelente que azuza en nosotros el deseo de apropiárnosla. Etimológicamente admirar es ir hacia lo que se mira, y ese es el motivo de que la admiración inste a la emulación. El prefijo latino «ad» significa «hacia», e indica ese movimiento que nos compele a aproximarnos a aquello que hemos mirado con el deseo de mimetizarlo en nuestro repertorio comportamental con el objeto de ser mejores. Mirar es dirigir la mirada hacia algo, fijar la atención allí, posar los ojos en esa geografía que anula momentáneamente al resto de geografías. Mirar conlleva elegir, puesto que se mira aquello que se ha elegido mirar, y se presta atención a aquello que se mira atentamente. De ahí la relevancia de mirar bien. El mirar es una acción experiencial de enorme transcendencia, más todavía en la economía de la atención (ecosistema en el que una miríada de estímulos rivaliza encarnizadamente por apoderarse de nuestra atención) y en la economía digital en la que la mirada ha subordinado al oído y ha hecho periféricas las experiencias olfativas, gustativas y táctiles. La pensadora Remedios Zafra nos lo recuerda con enfatizada clarividencia en Ojos y capital.

Escribo esta introducción del mirar para hablar del respeto. Etimológicamente el término respeto deriva del latín respectus, que señala la acción de mirar atrás. El vocablo está compuesto de re, que denota el movimiento hacia atrás, y specere, que significa mirar. El respeto es un volver a mirar, un regreso de la mirada para mirar con más atención que la vez inicial. He aquí la relación léxica que indica que cuando se trata con respeto a alguien se le trata atentamente. El otro es una entidad irremplazable, una subjetividad insustituible, un existir que no admite canjeabilidad y por eso se le ha de mirar con la atención que su singularidad se merece. Hace poco escuché en una entrevista a Josep Maria Esquirol (autor de los imprescindibles y exquisitos ensayos La resistencia íntima y La penúltima bondad) las relaciones de parentesco que mantienen dos expresiones aparentemente ajenas aunque compartan vecindad léxica: prestar atención y persona atenta. Postulaba Esquirol que cuando prestamos atención mostramos una buena actitud hacia el otro o hacia las cosas. Prestar atención deviene acto cognoscitivo, frente a la persona atenta, que es la que muestra respeto al otro, que es un acto ético. Con esta apreciación podemos colegir que respetar es un mirar bien, que liga con un mirar con atención, o lo que es lo mismo, con atender, que no es sino cuidar, preocuparnos por el otro.

Una de las definiciones que suelo esgrimir de respeto es la de tratar al otro con el valor positivo y el amor que toda persona solicita para sí misma. Ese valor positivo que solicita el otro me exhorta a ser solícito con él, solicitud solo aprehensible desde una mirada que ve lo valioso porque mira desde un prisma que atiende al valor. Esa mirada está participada de ojos, pero también de axiología, lo que delata la simbiosis entre estética (en su acepción primigenia de sensibilidad o percepción) y ética. El ser humano se alza en ser humano cuando es percibido y reconocido por otros seres humanos que lo miran con una mirada ética, que es la mirada atenta, la mirada respetuosa, la mirada que ve la dignidad que porta otro yo equivalente al nuestro. Dicho de otra manera, cuando se le mira con consideración, cuando la mirada es reconocimiento y por tanto se sitúa en las antípodas de la cosificación. El respeto como forma de mirar y su consecuente actuar (la actuación es el delta en el que desemboca el mirar) forjan la idea del miramiento. Cuando el lenguaje corriente habla de ser tratado «sin ningún miramiento» indica el dolor quejumbroso de que el otro no nos ha respetado, de que el otro nos ha mirado con una mirada desconsiderada, la mirada que no nos ve como sujetos dignos y por tanto valiosos. Cuando alguien no me importa, mantengo la mirada distraída hacia él, mi falta de atención como disposición sensorial y cognitiva atestigua mi falta de atención como vector axiológico. Desentenderse del otro es no ser ético con el otro. No hay atención y por tanto no se es atento con él. He aquí la relevancia de mirar con atención para admirar y alcanzar así el estatuto de personas atentas.

En el libro Fuera de clase de la filósofa y activista cultural Marina Garcés, que recoge sus colaboraciones dominicales en forma de artículo en el diario Ara, se relata una anécdota preciosa. Al regresar a Barcelona tras asistir a una obra de teatro en Girona, Garcés enciende la radio del coche para sentirse acompañada. Rastrea por el dial eludiendo ser endilgada con programas deportivos y tertulias de política folk. De repente escucha una voz anciana hablando de su inminente muerte. Esa voz afirma que lo que más le entristece es no haber sido maestro de escuela, no haber ensañado a niñas y niños de entre ocho y once años, que es la edad en la que se aprende a mirar el mundo. «Me hubiera gustado haber podido enseñar a los niños a mirar una margarita o los gajos de una naranja», comenta esa voz que resulta ser la del filósofo y profesor Emilio Lledó. Mirar, pero sobre todo mirar bien, se traduce como suspender momentáneamente la acción para abrir sobre ella la reflexión. Mirar es por tanto inteligir sobre lo que se ve cuando se mira, que los ojos no se detengan en la piel de las cosas, sino que se infiltren en su tuétano para sentirlas, comprenderlas, estratificarlas según su relevancia para la agenda humana y expresar su semiótica en actos. Frente a una mirada laboralizada que piramiza según lo productiva que sea la acción, una mirada politizada y cívica que discierna desde la reflexividad nuestra condición de sujetos dignos y autónomos que han mancomunado los horizontes de vida para poder plenificarlos. Eso es el respeto. Mirar con otros ojos para ver en los otros lo que los ojos no pueden ver. Cuando esos otros ojos ven, todo lo demás es añadidura.



 
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