La atención es el recurso
más valioso por el que beligeran millones de estímulos. Es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos
de allí. Es el sublime instante en que
todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con
el propósito de extraer de él toda su riqueza. En Elogio del papel (Rialp,
2014), el filósofo de la percepción Roberto Casati afirma que «la atención es
nuestro principal recurso intelectual». La atención te desliga de la vastedad de lo circundante para
centrarte en lo infinitesimal del aquí y ahora compendiado en una tarea. Yo suelo definir la autonomía como la capacidad de colocar nuestra atención allí donde lo dictamine nuestra voluntad y
no ninguna otra. Infelizmente, la colonización
digital y nuestra condición de habitantes de un tecnosistema cada vez más tentacular y más tentador desafían nuestra autoridad sobre nuestra propia atención. La conectividad ubicua nos descentra también
ubicuamente. La glotonería de estímulos, la toxicidad del exceso de
información (bautizada acertadamente como infoxicación), una errónea idea de que más información trae anexionado más conocimiento, la sobrecarga de avisos, los artefactos digitales que ejercen de cordón umbilical con los demás y eliminan el problema de la localización, una pródiga oferta de distracciones de toda índole conviviendo en los mismos lugares y con las mismas herramientas destinadas a tareas diametralmente antagónicas a esas distracciones, devienen en un entorno hostil que socava permanentemente los propósitos de la atención. Hay tantas llamadas de atención a
cada instante que lejos de muscular este recurso lo han debilitado de
comprensión y retención, de absorción inteligible y memoria, sus dos resortes más identitarios. En un juego de contradicciones, el banquete pantagruélico de
estímulos adelgaza nuestra atención hasta condenarla a la anorexia y acaso a su propia extinción.
La vieja
atención destinada a la reflexión pausada, absorta, honda, cultivada, ilustrada, introspectiva,
creativa, emancipada de todo lo que la aparta de ese fin, ha muerto. Una jauría de estímulos ambientales intenta sortear
el agotado filtro de nuestra atención. El gigantismo de esa avalancha es tan inapresable que nuestra atención se pasa el día separando lo trivial de lo valioso, la basura de la perla, el lodo de la pepita de oro, pero con una celeridad directamente proporcional a la mareante velocidad de llegada de nuevos estímulos. Así ni se adentra en lo valioso ni filtra correctamente lo baladí. Nicholas
Carr en el muy recomendable Superficiales, qué está haciendo Internet con
nuestras mentes (Taurus, 2011) admite que «la distracción cortocircuita el
pensamiento». El Dr. Manfred
Spitzen en el inquietante ensayo Demencia
digital (Ediciones B, 2013) advierte que «cuanto más superficialmente trato una
materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». Los inputs afloran a una velocidad
vertiginosa, pero nuestra capacidad para convertir el estímulo en un sedimento
emocional es muchísimo más lenta. Y aquí ocurre el drama. No disponemos del tiempo necesario para que lo
que acaece forme parte activa de nuestro acervo biográfico y permee en nuestro patrimonio cultural. No podemos atenderlo como se merece porque al instante irrumpen nuevos estímulos que en un bucle inacabable hay que cotejar, filtrar, discernir, valorar. Todo deprisa, epidérmicamente, superficialmente, evanescentemente. Todo es
horizontal. Y sin embargo la profundidad sólo toma forma en lo vertical.