Obra de Paul Fenniak |
En mi conferencia del pasado
martes en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña hablé del sentimiento de
admiración como uno de los puntos cardinales para orientarnos por los dominios de la afectividad. La admiración es la alegría que produce la contemplación de una
conducta excelente que azuza en nosotros el deseo de apropiárnosla.
Etimológicamente admirar es ir hacia lo que se mira, y ese es el motivo de que la admiración inste a la emulación. El prefijo latino «ad» significa
«hacia», e
indica ese movimiento que nos compele a aproximarnos a aquello que hemos mirado
con el deseo de mimetizarlo en nuestro repertorio comportamental con el objeto de ser mejores. Mirar es dirigir la
mirada hacia algo, fijar la atención allí, posar los ojos en esa geografía que
anula momentáneamente al resto de geografías. Mirar conlleva elegir, puesto que
se mira aquello que se ha elegido mirar, y se presta atención a aquello que se mira
atentamente. De ahí la relevancia de mirar bien. El mirar es una acción experiencial de enorme transcendencia, más
todavía en la economía de la atención (ecosistema en el que una miríada de estímulos
rivaliza encarnizadamente por apoderarse de nuestra atención) y en la economía digital en
la que la mirada ha subordinado al oído y ha hecho periféricas las experiencias olfativas, gustativas y táctiles. La pensadora Remedios Zafra nos lo recuerda con enfatizada clarividencia en Ojos y capital.
Escribo esta introducción del
mirar para hablar del respeto. Etimológicamente el término respeto deriva del
latín respectus, que señala la acción de mirar atrás. El vocablo está
compuesto de re, que denota el movimiento hacia atrás, y specere, que significa
mirar. El respeto es un volver a mirar, un regreso de la mirada para mirar con más atención que la vez inicial. He aquí la relación léxica que indica que cuando se trata con respeto
a alguien se le trata
atentamente. El otro es una entidad irremplazable, una subjetividad
insustituible, un existir que no admite canjeabilidad y por eso se le ha de mirar con
la atención que su singularidad se merece. Hace poco escuché en una entrevista a Josep Maria Esquirol (autor de
los imprescindibles y exquisitos ensayos La
resistencia íntima y La penúltima
bondad) las relaciones de parentesco que mantienen dos expresiones
aparentemente ajenas aunque compartan vecindad léxica: prestar atención y persona
atenta. Postulaba Esquirol que cuando prestamos atención mostramos una buena actitud hacia el otro o
hacia las cosas. Prestar atención deviene acto cognoscitivo, frente a la persona atenta, que es la
que muestra respeto al otro, que es un acto ético. Con esta apreciación podemos colegir que respetar es un
mirar bien, que liga con un mirar con atención, o lo que es lo mismo, con
atender, que no es sino cuidar, preocuparnos por el otro.
Una de las definiciones que suelo
esgrimir de respeto es la de tratar al otro con el valor positivo y el amor que
toda persona solicita para sí misma. Ese valor positivo que solicita el otro me exhorta a ser solícito con él, solicitud solo aprehensible desde
una mirada que ve lo valioso porque mira desde un prisma que atiende al valor. Esa mirada está participada de
ojos, pero también de axiología, lo que delata la simbiosis entre estética (en su acepción primigenia de sensibilidad o percepción)
y ética. El ser humano se alza en ser humano cuando es percibido y reconocido por otros
seres humanos que lo miran con una mirada ética, que es la mirada atenta, la mirada respetuosa, la mirada que ve la dignidad que porta otro yo equivalente al nuestro. Dicho de otra manera, cuando
se le mira con consideración, cuando la mirada es reconocimiento y por tanto se sitúa en las antípodas de la cosificación. El respeto como forma de mirar y su consecuente actuar (la
actuación es el delta en el que desemboca el mirar) forjan la idea del miramiento.
Cuando el lenguaje corriente habla de ser tratado «sin ningún miramiento» indica el dolor quejumbroso de que el otro no nos ha respetado, de que el otro nos ha mirado con una mirada
desconsiderada, la mirada que no nos ve como sujetos dignos
y por tanto valiosos. Cuando alguien no me importa, mantengo la mirada distraída hacia
él, mi falta de atención como disposición sensorial y cognitiva atestigua mi
falta de atención como vector axiológico. Desentenderse del otro es no ser
ético con el otro. No hay atención y por tanto no se es atento con él. He aquí la relevancia de mirar con atención para admirar y alcanzar así el estatuto de personas atentas.
En el libro Fuera de clase de la filósofa y activista cultural Marina Garcés, que recoge sus colaboraciones dominicales en forma de artículo en el diario Ara, se relata una anécdota preciosa. Al regresar a
Barcelona tras asistir a una obra de teatro en Girona, Garcés enciende la radio
del coche para sentirse acompañada. Rastrea por el dial eludiendo ser endilgada con programas deportivos y
tertulias de política folk. De repente escucha una voz anciana hablando de su
inminente muerte. Esa voz afirma que lo que más le entristece es no haber sido
maestro de escuela, no haber ensañado a niñas y niños de entre ocho y once
años, que es la edad en la que se aprende a mirar el mundo. «Me hubiera gustado haber podido enseñar a los niños a mirar una margarita o los gajos de una naranja», comenta esa voz que resulta ser la del
filósofo y profesor Emilio Lledó. Mirar, pero sobre todo mirar bien, se traduce como suspender momentáneamente la acción para abrir sobre ella la reflexión. Mirar es por tanto inteligir sobre lo que se ve cuando se mira, que los ojos no se detengan en la piel de las
cosas, sino que se infiltren en su tuétano para sentirlas, comprenderlas, estratificarlas según su relevancia para la agenda humana y expresar su semiótica en actos. Frente a una
mirada laboralizada que piramiza según lo productiva que sea la acción, una mirada
politizada y cívica que discierna desde la reflexividad nuestra condición de
sujetos dignos y autónomos que han mancomunado los horizontes de vida para
poder plenificarlos. Eso es el respeto. Mirar con otros ojos para ver en los otros lo que los ojos no pueden ver. Cuando esos otros ojos ven, todo lo demás es añadidura.
La mirada no habla, pero dice y hace.
La tarea de existir.
El mayor acto de deferencia hacia una persona.