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martes, julio 16, 2019

Amor, poesía, música, emancipación

Obra de Didier Lourenço
Hace muchísimos años le leí al artista y novelista belga Hugo Claus una receta para construir urnas de cristal que nos blinden cuando las circunstancias devengan adversas, o introduzcan cantidades tan grandes de disenso que dificulten su gobernabilidad. Se refería a refugios fáciles de levantar con el fin de que nos guarezcan de la intemperie, delinear propósitos con los que brindar sentido a la tarea de existir. Todo se reduce a nutrirnos de amor, poesía, música y una rebelión que yo prefiero bautizar como emancipación, la capacidad de liberarnos de aquello que nos resta autoría sobre nosotros mismos. Cito de memoria y espero no distorsionar mucho las palabras de Hugo Claus. En aquella entrevista se refería al amor no entendido como un episodio lúbrico o como una experiencia libidinosa, sino como un acto diario en el que uno se debe obligar a teñir de afecto cada instante, amplificar la humanidad que habita en nosotros y docilizar la inhumanidad que también se aloja en nuestro interior. Si conexamos el amor con su sentido prístino, vivir con amor sería tener cuidado con lo valioso. Cuando se dispensa ese cuidado ocurre algo sorprendente. El amor que se comparte no se divide, sino que milagrosamente se multiplica. Aunque para el pensamiento lógico sea una antinomia, en los afectos lo que se da nos lo damos.

La poesía no se agota en escribir unos versos elegíacos que balsamicen el dolor o fotografíen los humedales del alma. A mí me encanta repetir un aforismo de Jules Renard en el que se quejaba de leer versos y versos y versos y sin embargo no hallaba en ellos ni una sola línea de poesía. También ocurre al revés. Hay muchísima poesía allí donde sin embargo no hay versos. El espíritu poético consiste en abastecerse de una actitud creadora, ver la realidad como el lugar en el que se da cita la posibilidad. Para este cometido es imperativo desatarse de la extenuación a la que subyuga el torbellino de lo cotidiano y mirar con otros ojos lo obvio para admitir desde el asombro que de obvio no tiene nada. Se trata de mirar de otra manera para advertir que lo más extraordinario se agazapa en lo ordinario del día a día, de que el punto de vista cambia si se cambia la forma de mirar, y que si muda la forma de mirar muda la toma de posición en el mundo. Frente al catecismo de la racionalidad neoliberal, que vindica la eficacia y la rentabilidad como los sustantivos del devenir humano, poesía es consagrarse inventivamente a todo aquello que no necesariamente es fuente de peculio. Es una pulsión creativa y experimental similar a la filosofía y su elaboración de conceptos como herramientas de análisis para la vida y la creación de pensamiento, sentimiento y sentido.
 
Para enfatizar y amenizar estas tareas de resistencia íntima (por citar el título del incisivo y hermoso ensayo de Josep Maria Esquirol), la música como sonoridad planificada es una inestimable ayudante de cámara. Es el arte en el que el sonido organizado en melodía, armonía y ritmo dialoga estética y matemáticamente con el silencio hasta crear una tupida trama de conversaciones. En una experiencia rayana con lo táctil, la música nos coge de la mano y nos lleva a lugares que no aparecen cartografiados en ningún mapa, sitios en los que borbotea una poderosa estimulación psicoanímica. La música es el arte con mayor capacidad para inducir sentimientos y captar la experiencia estética y vital del fin en sí mismo. Cada vez que pongo un disco o hago sonar un archivo de Mp3 me alisto con Nietzsche cuando afirmaba que sin música la vida sería un error, y bendigo a los inventores de los variados recipientes en lo que se deposita la música grabada y a los que idearon los reproductores que permiten la mágica experiencia de escucharla a cualquier hora y en cualquier lugar. Creo haberle leído a Cioran que si no tuviéramos alma, la música la hubiera creado. Y al genial Kurt Cobain que todos los escritores que había conocido preferían ser músicos. Yo admiro los recursos de los que dispone la música pero no la escritura para ejercer apresurada y profunda tutela sentimental y aproximarte con una loable celeridad al mundo de las significaciones. Y siento devoción adolescente por ese prozac para el cerebro que son los aullidos temperamentales de las guitarras eléctricas.

La rebelión no se celebra lanzando piedras a los edificios que glorifican y perpetúan los discursos hegemónicos, o soltando exabruptos que patenticen la indignación y el resentimiento de una vida secuestrada por una violencia estructural cada vez más déspota y cada vez más silenciada. La explotación de unos sobre otros se ha naturalizado y se ha conceptualizado con  palabras cargadas de una amabilidad que la invisibiliza cambiándola de significante y significado. La emancipación consiste en visibilizar lo invisible, en esclarecer las palabras que pronunciamos y nos pronuncian para liberarnos de ellas si nos sojuzgan o para abrazarnos con más fuerza a ellas si nos plenifican. La rebelión  también consiste en aceptar con estoicismo la esencia aleatoria en que se cifra la existencia, que somos juguetes con los que se entretiene el destino, pero que eso no debe arrojarnos a una sensibilidad apolítica ni impedir exigir a las instituciones la equidad de una ética de mínimos para que cualquier ser humano pueda elegir autónomamente el contenido de su ética de máximos. Hace poco le leí al paleontólogo Juan Luis Arsuaya, autor del reciente Vida, la gran historia, que lo que nos hizo humanos fue la política, la necesidad de entendernos con el otro. Platón lo resumió en que el ser humano no se basta a sí mismo. Un ejercicio emancipatorio radical es sentir nuestra fragilidad y vulnerabilidad, pero tambien la de los demás, para comprender que la traducción política de la compasión es la equidad y la justicia, y reclamarlas desde el pensamiento crítico y una alfabetización sentimental en la que la fraternidad se yerga en fuerza ejecutiva. Cuando gracias al amor, la poesía, la música y la emancipación tomamos conciencia de nuestra finitud y de nuestra mortalidad, simultáneamente se exacerba nuestra conciencia de la vida. Hugo Claus aclaraba que nunca le daba la mano a alguien que no participase de estos principios. Yo simplemente intento compartir lo que para mí supone participar de ellos.



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