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martes, diciembre 05, 2017

O cooperamos o nos haremos daño



Obra de Fabiano Milani
Hace unos años di una conferencia que titulé O cooperamos o nos haremos daño. Llevaba mucho tiempo estudiando la tensión sinérgica y la tensión competitiva y me atreví a bautizar tan sentenciosamente mi intervención. Después de mucha investigación, mucha bibliografía y muchas horas de redacción de contenidos y de producción de conocimiento transdisciplinario me sentía preparado para rebatir a quien pusiera en entredicho mi lapidaria afirmación. De aquella conferencia nació el título del ensayo La capital del mundo es nosotros que publiqué dos años después (ver). Era la última de las seis tesis que eslaboné de la siguiente manera: 1) En la competición siempre hay damnificados. 2) Las personas vivimos, pero sobre todo convivimos. 3) Las personas somos entidades muy complejas y, al anhelar la individuación, somos muy disímiles unas de otras. 4) Las personas somos interdependientes. 5) Sin la cooperación de aquel con quien tengo una divergencia no hay solución de la divergencia. 6) La cooperación necesita la convicción ética de que el otro es la prolongación de mi dignidad, de que la capital del mundo es nosotros.

Estas fueron las seis tesis que defendí desde el atril. Desgraciadamente en el mundo contemporáneo la competitividad es un valor cuasi indiscutido. Intuyo que su hegemonía se sostiene en el desconocimiento de en qué consiste exactamente. La religión secular de la competitividad proclama que hay que ser competitivo, pero no matiza ni por qué, ni para qué, ni en qué. Las leyes del mercado funcionan con la lógica de la competición, pero el mundo de la vida humana no solo posee unos cuantos más círculos que el mercado, sino que esos otros marcos en los que se desenvuelve nuestra existencia operan con otros vectores totalmente ajenos a él.  Recuerdo unas declaraciones del entonces ministro de Educación José Ignacio Wert. En mitad de una entrevista redujo la educación a mera empleabilidad: «La educación consiste en que los alumnos aprendan a competir por un puesto de trabajo». Dicho de una manera más explícita. La educación es la adquisición de conocimiento con el que competir, es decir, el conocimiento es el procedimiento con el que competimos. La ecuación es desoladora para cualquiera que haya dedicado algo de tiempo a estudiar la literatura de la negociación. Competimos para satisfacer nuestros intereses a costa de que nuestro opositor no pueda lograr la coronación de los suyos. Cooperamos para satisfacer parte de nuestros intereses, pero también parte de los intereses del otro. Rastreamos soluciones compartidas porque compartimos el problema.

Si competimos por una banalidad, la consecuencia de esa competición es una banalidad. Pero si competimos por lo necesario, la consecuencia es un daño atroz. En la organización capitalista trabajo y acceso a una vida digna van de la mano. Si competimos por un puesto de trabajo (como indicaba la definición del ministro), habrá otros que se queden sin él, porque la mecánica de la competición es exactamente esa. Estamos delante de un juego de suma cero.  Si empleo (que no trabajo) y vida digna van indisolublemente unidos en la forma de articular la convivencia, es fácil deducir que competir por un empleo es competir por una vida digna, y simultáneamente que muchos de los competidores se quedarán sin ella. Resulta sencillo inferir que para el fondo común de intereses en los que se basa la vida compartida no es una buena idea competir por lo básico, pero que si lo hacemos y lo exacerbamos es muy posible que acabemos infligiéndonos mucho sufrimiento. Para amortiguar el impacto de esta lógica predatoria, se ha trasladado la culpa de quedarse sin derechos al que pierde en la competición, que incluso puede llegar a autoinculparse, y de este  modo se han enmascarado las reglas del juego. De aquí nace ese lugar común que argumenta que si te esfuerzas conseguirás la empleabilidad por la que compites (prosiguiendo con la definición de Wert), de lo que se colige que si no lo has conseguido es porque no te has esforzado lo suficiente. Es un discurso tramposo que oculta la probabilidad. Propongo otro mejor. Si diez personas aspiran a la obtención del mismo recurso,  habrá siempre nueve que se queden sin él, y será indiferente lo mucho que se hayan esforzado por obtenerlo. Si el recurso es básico, esta lógica genera indefectiblemente elevadas cantidades de dolor. Debemos cooperar para que todos podamos satisfacer lo mínimo, y quien lo desee debería poder competir para satisfacer los máximos. Educarnos en esta voluntad cooperativa es educarnos en el cuidado de no hacernos daño. No hay nada más inteligente sabiendo que compartirmos el espacio, los recursos y los propósitos.



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martes, octubre 17, 2017

¿Qué es eso de «aprender a venderse bien»?




Obra de Nigel Cox
Resulta llamativo cómo el lenguaje va indicando sin demasiado estruendo las mutaciones sociales. Las mismas palabras de ayer guardan hoy un significado no solo distinto, sino que en algunos casos representa su propia antítesis. Hoy me quiero detener en un verbo que refrenda esta metamorfosis. Hasta hace poco tiempo ser un vendido era el mayor insulto que podía recibir una persona. Ahora «saber venderse» es la mayor aspiración de cualquiera que desee adquirir un empleo o encarecer el que ya posee. La expresión «saber venderse» se ha expandido por el lenguaje ordinario con velocidad epidemiológica. Yo la conocía, pero tomé conciencia exacta de su condición vírica en un episodio que me ocurrió hace unos años. Durante un tiempo coordiné y tutoricé varias ediciones de un curso universitario on line de negociación. En la zona de los foros de debate abrimos un espacio específico para que los alumnos se presentaran y comentaran qué les había motivado a matricularse. Para mi asombro, una gran mayoría de ellos realizaba el curso de negociación porque quería, y cito literalmente, «aprender a venderse bien». Fue tan recalcitrante esta expresión que un día no pude por menos de matizarla. «Cuando decís que queréis aprender a negociar para aprender a venderos bien, me imagino que os referís a que os gustaría adquirir habilidades y tácticas para promocionar mejor vuestras competencias y de este modo ampliar vuestras posibilidades de empleabilidad». Nunca nadie refutó esta puntualización.

Aunque creamos que optar por una palabra en vez de otra es algo inane, su elección nunca es neutra. Nombrar es conocer, anunciaba el aserto latino, pero también es delatarse. En las expresiones aparentemente superficiales asoma el fondo profundo de una época. Vender consiste en traspasar a alguien la propiedad de lo que se posee por un precio convenido. En su segunda acepción, más acorde con el significado de la expresión que protagoniza este artículo, vender es exponer y ofrecer al público los géneros o las mercancías para quien las quiera comprar. «Venderse» indica que el objeto en venta es uno mismo, lo que a su vez presupone que el sujeto se convierte en objeto venal a través de la cosificación o reificación de la propia persona. Ser portador de competencias adecuadas para llevar a cabo una tarea por la que un tercero te retribuirá pecuniariamente a cambio de obtener y quedarse la plusvalía generada no tiene nada que ver con ser un objeto. La quintaesencia del capitalismo es haber convertido en mercancía el trabajo a través del empleo (no es lo mismo trabajo que empleo), pero mercantilizar nuestro trabajo no debería llevar implícita la mercantilización de la persona que lo lleva a cabo, por mucho que trabajar sea entregar voluminosas cantidades de tiempo de nuestra vida para colmar los fines de otro. No al menos si queremos ampliar la humanización del animal humano que somos. 

Es fácil que el verbo vender colonice el vocabulario y reduzca nuestra imaginación. Si el acceso de un ser humano a una vida digna  pasa por vender el trabajo para conseguir un empleo,  y cada vez se dificulta más esa venta (nunca antes en la historia de la humanidad se ha tenido que trabajar tanto para ser empleado en algo), es casi un efecto reflejo confundir la venta del trabajo con la venta del que lo realiza, conjugar el marketing de las propias habilidades con el yo como marca o como proyecto empresarial que anhela ser subsumido por otro que lo retribuya. Empleando terminología de Ulrich Beck, que tanto ha reflexionado sobre la desregulación laboral y su endémica precariedad, el compulsivo deseo de «participar en el trabajo pagado» no debería desfronterizar léxicamente el tiempo vital propio del remunerado y aglutinarlo en un todo. Como todo es susceptible de enturbiarse, hace unos días leí la expresión «autovenderse». En un texto una mujer solicitaba persuasoras tácticas de divulgacion porque le urgía «autovenderse» lo antes posible para encontrar trabajo (o sea, un empleo). Sé que vender es el antónimo de comprar, aunque el verbo comprar también comienza a utilizarse en la misma triste dirección que venderse. Hace unos días leí en un periódico que una persona «vende optimismo aunque algunos se resisten a comprar su mensaje». Cada vez se emplea más la expresión «te compro la idea», o «te compro el argumento». Como quien tiene el poder sobre las palabras tiene el poder sobre la realidad, resulta descorazonador que la visión binaria de comprar y vender de la terminología economicista invada nuestro lenguaje para describir aquello que nada tiene que ver ni con vender ni con comprar. Ocurre lo mismo con los espacios, los recintos, las competiciones deportivas, que ahora se rebautizan con nombres corporativos. El mercado ha impuesto su retórica. Imposible mayor muestra de hegemonía.



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