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martes, octubre 17, 2017

¿Qué es eso de «aprender a venderse bien»?




Obra de Nigel Cox
Resulta llamativo cómo el lenguaje va indicando sin demasiado estruendo las mutaciones sociales. Las mismas palabras de ayer guardan hoy un significado no solo distinto, sino que en algunos casos representa su propia antítesis. Hoy me quiero detener en un verbo que refrenda esta metamorfosis. Hasta hace poco tiempo ser un vendido era el mayor insulto que podía recibir una persona. Ahora «saber venderse» es la mayor aspiración de cualquiera que desee adquirir un empleo o encarecer el que ya posee. La expresión «saber venderse» se ha expandido por el lenguaje ordinario con velocidad epidemiológica. Yo la conocía, pero tomé conciencia exacta de su condición vírica en un episodio que me ocurrió hace unos años. Durante un tiempo coordiné y tutoricé varias ediciones de un curso universitario on line de negociación. En la zona de los foros de debate abrimos un espacio específico para que los alumnos se presentaran y comentaran qué les había motivado a matricularse. Para mi asombro, una gran mayoría de ellos realizaba el curso de negociación porque quería, y cito literalmente, «aprender a venderse bien». Fue tan recalcitrante esta expresión que un día no pude por menos de matizarla. «Cuando decís que queréis aprender a negociar para aprender a venderos bien, me imagino que os referís a que os gustaría adquirir habilidades y tácticas para promocionar mejor vuestras competencias y de este modo ampliar vuestras posibilidades de empleabilidad». Nunca nadie refutó esta puntualización.

Aunque creamos que optar por una palabra en vez de otra es algo inane, su elección nunca es neutra. Nombrar es conocer, anunciaba el aserto latino, pero también es delatarse. En las expresiones aparentemente superficiales asoma el fondo profundo de una época. Vender consiste en traspasar a alguien la propiedad de lo que se posee por un precio convenido. En su segunda acepción, más acorde con el significado de la expresión que protagoniza este artículo, vender es exponer y ofrecer al público los géneros o las mercancías para quien las quiera comprar. «Venderse» indica que el objeto en venta es uno mismo, lo que a su vez presupone que el sujeto se convierte en objeto venal a través de la cosificación o reificación de la propia persona. Ser portador de competencias adecuadas para llevar a cabo una tarea por la que un tercero te retribuirá pecuniariamente a cambio de obtener y quedarse la plusvalía generada no tiene nada que ver con ser un objeto. La quintaesencia del capitalismo es haber convertido en mercancía el trabajo a través del empleo (no es lo mismo trabajo que empleo), pero mercantilizar nuestro trabajo no debería llevar implícita la mercantilización de la persona que lo lleva a cabo, por mucho que trabajar sea entregar voluminosas cantidades de tiempo de nuestra vida para colmar los fines de otro. No al menos si queremos ampliar la humanización del animal humano que somos. 

Es fácil que el verbo vender colonice el vocabulario y reduzca nuestra imaginación. Si el acceso de un ser humano a una vida digna  pasa por vender el trabajo para conseguir un empleo,  y cada vez se dificulta más esa venta (nunca antes en la historia de la humanidad se ha tenido que trabajar tanto para ser empleado en algo), es casi un efecto reflejo confundir la venta del trabajo con la venta del que lo realiza, conjugar el marketing de las propias habilidades con el yo como marca o como proyecto empresarial que anhela ser subsumido por otro que lo retribuya. Empleando terminología de Ulrich Beck, que tanto ha reflexionado sobre la desregulación laboral y su endémica precariedad, el compulsivo deseo de «participar en el trabajo pagado» no debería desfronterizar léxicamente el tiempo vital propio del remunerado y aglutinarlo en un todo. Como todo es susceptible de enturbiarse, hace unos días leí la expresión «autovenderse». En un texto una mujer solicitaba persuasoras tácticas de divulgacion porque le urgía «autovenderse» lo antes posible para encontrar trabajo (o sea, un empleo). Sé que vender es el antónimo de comprar, aunque el verbo comprar también comienza a utilizarse en la misma triste dirección que venderse. Hace unos días leí en un periódico que una persona «vende optimismo aunque algunos se resisten a comprar su mensaje». Cada vez se emplea más la expresión «te compro la idea», o «te compro el argumento». Como quien tiene el poder sobre las palabras tiene el poder sobre la realidad, resulta descorazonador que la visión binaria de comprar y vender de la terminología economicista invada nuestro lenguaje para describir aquello que nada tiene que ver ni con vender ni con comprar. Ocurre lo mismo con los espacios, los recintos, las competiciones deportivas, que ahora se rebautizan con nombres corporativos. El mercado ha impuesto su retórica. Imposible mayor muestra de hegemonía.



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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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martes, septiembre 27, 2016

Si te esfuerzas, llegarán los resultados, o no


Obra de Anna Bocek
Erróneamente se suele vincular esfuerzo con éxito. Es una relación falsa porque el esfuerzo no cursa con realidades sino con posibilidades. El esfuerzo está matrimoniado con la posibilidad del mérito, que a su vez es la posibilidad de alcanzar un objetivo, porque nadie alcanza algo meritorio sin la intervención paciente del tiempo y del esfuerzo. Los anaqueles de las librerías están saturados de libros de sabiduría frugal que  repiten que «si te esfuerzas, llegarán los resultados», o frases parecidas que albergan significados análogos. Uno no necesariamente alcanza lo que se propone con el concurso del esfuerzo. Otra cosa muy distinta es que resulte harto complicado conseguir lo que uno se propone si uno no se esfuerza. Parece una frase idéntica, pero en su interior descansa una ideología totalmente antitética. Ocurre lo mismo con la también recurrente y falaz «todo se consigue con esfuerzo», que podría ser admitida como válida haciéndole unos retoques estructurales: «nada se consigue sin esfuerzo». Parece un mero cambio cosmético, pero entre ambos enunciados se abre la sima de dos maneras de entender el mundo.  En la primera se responsabiliza del fracaso al sujeto. Como todo se logra con el despliegue del esfuerzo, si uno no lo ha conseguido es porque se ha esforzado insuficientemente. En la segunda frase, «nada se consigue sin esfuerzo», se apela al esfuerzo como paso previo para asaltar cualquier meta, pero no se penaliza al que no la corona. Esta afirmación aclara que el esfuerzo no garantiza la consecución de la recompensa, sólo cita que alcanzarla se complica sin su presencia. En esta afirmación también se reivindica la cultura del esfuerzo, pero sin culpabilizar a nadie. Aquí tiene cabida el intento, en la primera frase sólo la consecución. Recuerdo un maravilloso verso de Antonio Machado que aclara la crucial diferencia: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros».

En estos lugares comunes de la pedagogía del esfuerzo se olvida lo más sustancial. Suele ocurrir que los objetivos por los que pugna nuestro esfuerzo suelen ser los mismos por los que también pugnan otros candidatos. Si el esfuerzo se encamina a objetivos que solo se alcanzan a través de la competición (y todos los vinculados con el empleo y por tanto con la supervivencia llevan este membrete), tendremos que ser intelectualmente honestos y asentir que para alcanzar el resultado anhelado se necesita la colaboración simultánea de cuatro potentes vectores. Si uno de ellos flaquea, la recompensa final se tambalea. Los cuatro elementos que necesitan presentarse en perfecta siderurgia son talento, esfuerzo, suerte y que los rivales que compiten por satisfacer el mismo resultado sean menos competitivos que tú. No hay más. El esfuerzo es la capacidad para mantener altas tasas de energía en una misma dirección durante un tiempo prolongado. Sin él es difícil alcanzar meta alguna, pero solo con él tampoco. La capilaridad del esfuerzo opera como un factor higiénico: su presencia no te eleva, pero su ausencia te hunde.

El talento es la habilidad para ejecutar de un modo excelente una actividad concreta. Sin talento se pueden llevar a cabo muchas cosas, pero es difícil que lo que uno haga descolle de lo que hacen los demás y por tanto se puedan obtener ventajas competitivas (según el neolenguaje). La suerte es un concepto muy elástico. Como no ejercemos control sobre sus apariciones, jamás le atribuimos autoría alguna cuando el mundo nos sonríe, pero depositamos en su titularidad nuestros lamentos cuando las cosas se tuercen. Y finalmente están los demás. En los entornos competitivos no basta con esforzarse, tener talento y que la suerte se aliste a tu lado. Es prioritario que tus rivales posean algo menos que tú de los tres vectores señalados. En una competición hay una lógica predatoria, porque si uno gana es porque su rival pierde, así que las competencias de uno (que son las sedimentaciones del esfuerzo) son variables en relación con las del otro. En este escenario de antagonismos granulares el  esfuerzo se erige en una premisa de la que sin embargo no podemos concluir nada. Me refiero a nada que curse con el resultado.



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lunes, septiembre 07, 2015

Primer día: hablemos de la rutina

Pintura de Michele del Campo
Comienza un nuevo curso. Se inicia la inminente vuelta al cole tanto en sentido literal como en sentido figurado, arranca la nueva temporada, nos reincorporamos rutinariamente a nuestros lugares habituales, celebramos una metafórica botadura repetida año tras año. La rutina goza de escaso prestigio en nuestras valoraciones, menos todavía en días inaugurales como hoy en los que parece que se ha incrementado la tasa de adversidad para que las piezas vuelvan a encajar y todo requiere de sobreesfuerzo. Tendemos a hablar de ella casi siempre en términos despectivos y de alienante robotización. Como todas las cosas, la rutina  tiene un anverso y un reverso. Es perversa cuando tapona la llegada de ocurrencias, corta el flujo de estímulos que nos proyectan hacia fuera, acartona nuestra vida. Pero es elogiable cuando gracias a la planificación y a la programación regula balsámicamente nuestro tiempo y maximiza nuestras habilidades. En realidad la rutina que no incorpora novedades en el horizonte no es rutina, es monotonía, es oxidación, es entumecimiento existencial. La rutina consiste en la ejecución de actividades pautadas. Francisco Rubia en ese libro en el que nos interroga sobre nuestro conocimiento del cerebro explica el fenómeno de la habituación como «una inhibición por parte del sistema nervioso central de informaciones sensoriales a niveles periféricos», aunque unas páginas antes reconoce que la costumbre logra la encomiable metamorfosis de automatizar las tareas motoras, y que la automatización de actos motores discurre mucho mejor sin la participación directa de la conciencia. La rutina no es ni amable ni execrable. Lo que hagamos nosotros con ella, sí. Si la empleamos mal, es enajenadora. Si la empleamos bien, es creativa.

La rutina es nefasta para satisfacer la aleatoriedad de los deseos inmediatos (de hecho suele erigirse en su mayor dique de contención), pero es muy constructiva para complacer deseos pensados que requieren la activa participación de tiempo y esfuerzo. La rutina nos permite el placer de la anticipación, predecir nuestros actos (sabiendo por supuesto que vivir es aceptar el acecho de lo inesperado) y enmarcarlos en rituales institucionalizados llamados horarios, ahorrar voluminosas cantidades de energía. La rutina jibariza los esfuerzos, simplifica la toma de decisiones, logra esa máxima de Picasso que consiste en que la inspiración nos pille trabajando, es decir, que nuestras posibilidades nos aborden en el momento en que pueden transfigurarse en reales. Si uno lee la biografía de cualquier persona que ha legado algo valioso a la posteridad comprobará cómo lo extraordinario de su tarea surgió de un relámpago en medio de la repitición litúrgica de lo ordinario. Ritualizar los días no es disolverlos en el aburrimiento, no es entregarlos a la momificación de la monotonía, es hacerlos más dóciles a nuestros deseos e intereses. El hábito es tremendamente fecundo para automatizar tareas y eludir la sensación de tener que llevarle a todas horas la contraria a nuestra voluntad. La rutina es una estructura operativa del tiempo, pero también de nuestras competencias. Con qué se rellene esa estructura depende de cada uno. O de la vida que llevemos uncida en nuestra biografía.



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martes, junio 16, 2015

«Saber venderse»



Pintura de Alexa Meade
Hace unas semanas una lectora de este blog me invitaba a compartir mis impresiones sobre la cada vez más extendida expresión «saber venderse». Se trata de una fórmula verbal que se ha instalado con éxito en el lenguaje coloquial, pero también en la jerga académica y en la retórica de la gestión. Recuerdo un curso universitario on line de Negociación Estratégica que tutoricé durante varias ediciones hace un par de años. Los primeros días solicitábamos a los alumnos (casi todos licenciados) que compartieran con nosotros qué les había impulsado a matricularse en una aventura así. La respuesta más frecuente era «saber venderme mejor».  Este comentario se propagó tanto entre los participantes que un día recusé la expresión: «Imagino que cuando decís que hay que saber venderse os referís a que queréis aprender a promocionar vuestras competencias para que le resulten atractivas a un empleador, o a aquella persona que pueda solicitar vuestros servicios». El lenguaje nunca es inocente. Que ofertar en el mercado nuestras competencias laborales se haya resumido léxicamente en «saber venderse» (aunque la reducción verbal recoge simultánea y paradójicamente todo nuestro ser) delata la objetivación de las personas. También testimonia cómo la ubicuidad del mercado y su inseparable retórica han logrado que el verbo vender (traspasar propiedades) sirva de sinónimo para casi todo, incluido aquello que se da en círculos que nada tienen que ver con una transacción económica.

Postularse como candidato para un empleo convierte a la persona en un bien de consumo que hay que insertar en la dialéctica de la oferta y la demanda. Se trata de ampliar el valor de mercado del bien de consumo que somos y que llame por tanto la atención de la demanda. La posible empleabilidad metamorfosea nuestra persona en un producto que hay que divulgar utilizando las mismas reglas con las que el marketing airea las bondades de cualquier artículo. Toda la literatura que prescribe qué hacer para gestionar el yo como marca apunta en esta dirección. También las sinonimias que transfiguran mágicamente a las personas en recursos humanos, o en activos, o, en una pirueta asombrosa, en capital humano. Vicente Verdú publicó hace unos años un fantástico ensayo cuyo título refrenda esta deshumanizadora idea: Yo y tú, objetos de lujo (con el yo por delante, como exige una cultura que solemnifica el ego y sacraliza el individualismo narcisista). Las personas pierden su condición de sujetos pero a cambio se apropian del rango de objetos e interaccionan como tales. Como los objetos sí se venden y compran, cabe colegir que saber venderse señala una simbiosis en la que la persona  y su competencia destinada a generar un beneficio económico acaban convirtiéndose en una misma “cosa”, y probablemente en esa sola "cosa". Los ojos del empleador nos cosifican, pero también nosotros nos cosificamos cuando intuimos que seremos observados por el empleador. El sujeto deviene en objeto puesto que sólo como objetos poseemos valor de mercado. Zygmunt Bauman ha señalado en sus diferentes ensayos que la labilidad y la provisionalidad de los vínculos hacen que nos relacionemos con los demás aplicando a nuestras vinculaciones las mismas reglas que atribuimos a los objetos. Y si  convertimos en objeto al otro es fácil deducir que el otro nos convertirá en objeto a nosotros. Un bucle corrosivamente peligroso.



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miércoles, marzo 18, 2015

Primer aniversario de La educación es cosa de todos...

Hoy hace un año que se editó el libro La educación es cosa de todos, incluido tú (Editorial Supérate, 2014). Similarmente a los demás libros que he redactado, decidí escribirlo para aprender. Trataba temas que no sabía bien, pero que tenía muy claro que después de una larga temporada conviviendo a todas horas con ellos acabaría sabiendo. Esto mismo me ocurre con prácticamente todos los artículos que publico aquí. No sé muy bien lo que pienso hasta que no leo lo que he escrito. Esa es la palanca motivadora que me impulsa a cavilar, tomar notas, repasar bibliografía y finalmente poner mis dedos a bailar en el teclado de la computadora. Escribir se erige así en una actividad que desafía al caos, que ordena un tumultuoso magma de ideas que no cobra sentido y gobernabilidad hasta que no se encapsula en palabras y aserciones. Así que escribí La educación es cosa de todos, incluido tú para saber lo que no sabía, para combatir mi ignorancia o acaso para ampliarla, puesto que cada vez estoy más persuadido de que no sabemos lo mucho que no sabemos y sabemos muy poco de lo poco que sabemos. Para remachar el clavo de este inquietante paisaje, cuando alguna vez llegamos a creer saber algo simultáneamente incrementamos dolorosamente la conciencia de nuestra vasta ignorancia.

El libro que hoy celebra su primer cumpleaños es una poética de la convivencia. Treinta y tres epígrafes parcelados con vocación de manual para una lectura fragmentada y de consulta. Es una obra transdisciplinaria y orgullosamente promiscua, encantada de establecer lazos íntimos con materias muy diferentes. La educación es aprender a admirar lo admirable, escribió Platón, pero esta afirmación se presentaría huérfana si no añadimos que además de admirarlo hay que reproducirlo en nuestra conducta, fomentarlo con nuestro comportamiento, incardinarlo en el barómetro que mide la temperatura de lo para nosotros es importante y lo que no, llevarlo a nuestro productor de sentido y a nuestro constructor de metas. Esta orografía es a la que yo me refiero cuando señalo que la educación acontece a cada instante, sobre todo cuando no nos damos cuenta, y que por tanto no es patrimonio exclusivo de los establecimientos educativos ni de sus ofertas curriculares. Está en el aprendizaje invisible que recorre las interacciones a las que estamos obligados por nuestra condición de existencias vinculadas a otras existencias. Ojalá su lectura anime al lector a convertirse en promotor de una realidad más habitable para todos. 

jueves, marzo 05, 2015

¡La atención ha muerto, viva la atención!




La atención es el recurso más valioso por el que beligeran millones de estímulos. Es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza. En Elogio del papel (Rialp, 2014), el filósofo de la percepción Roberto Casati afirma que «la atención es nuestro principal recurso intelectual». La atención te desliga de la vastedad de lo circundante para centrarte en lo infinitesimal del aquí y ahora compendiado en una tarea. Yo suelo definir la autonomía como la capacidad de colocar nuestra atención allí donde lo dictamine nuestra voluntad y no ninguna otra. Infelizmente, la colonización digital y nuestra condición de habitantes de un tecnosistema cada vez más tentacular y más tentador desafían nuestra autoridad sobre nuestra propia atención. La conectividad ubicua nos descentra también ubicuamente. La glotonería de estímulos, la toxicidad del exceso de información (bautizada acertadamente como infoxicación), una errónea idea de que más información trae anexionado más conocimiento, la sobrecarga de avisos, los artefactos digitales que ejercen de cordón umbilical con los demás y eliminan el problema de la localización, una pródiga oferta de distracciones de toda índole conviviendo en los mismos lugares y con las mismas herramientas destinadas a tareas diametralmente antagónicas a esas distracciones, devienen en un entorno hostil que socava permanentemente los propósitos de la atención. Hay tantas llamadas de atención a cada instante que lejos de muscular este recurso lo han debilitado de comprensión y retención, de absorción inteligible y memoria, sus dos resortes más identitarios. En un juego de contradicciones, el banquete pantagruélico de estímulos adelgaza nuestra atención hasta condenarla a la anorexia y acaso a su propia extinción. 

La vieja atención destinada a la reflexión pausada, absorta, honda, cultivada, ilustrada, introspectiva, creativa, emancipada de todo lo que la aparta de ese fin, ha muerto.  Una jauría de estímulos ambientales intenta sortear el agotado filtro de nuestra atención. El gigantismo de esa avalancha es tan inapresable que nuestra atención se pasa el día separando lo trivial de lo valioso, la basura de la perla, el lodo de la pepita de oro, pero con una celeridad directamente proporcional a la mareante velocidad de llegada de nuevos estímulos. Así ni se adentra en lo valioso ni filtra correctamente lo baladí. Nicholas Carr en el muy recomendable Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes (Taurus, 2011) admite que «la distracción cortocircuita el pensamiento». El Dr. Manfred Spitzen en el inquietante ensayo Demencia digital (Ediciones B, 2013) advierte que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». Los inputs afloran a una velocidad vertiginosa, pero nuestra capacidad para convertir el estímulo en un sedimento emocional es muchísimo más lenta. Y aquí ocurre el drama. No disponemos del tiempo necesario para que lo que acaece forme parte activa de nuestro acervo biográfico y permee en nuestro patrimonio cultural. No podemos atenderlo como se merece porque al instante irrumpen nuevos estímulos que en un bucle inacabable hay que cotejar, filtrar, discernir, valorar. Todo deprisa, epidérmicamente, superficialmente, evanescentemente. Todo es horizontal. Y sin embargo la profundidad sólo toma forma en lo vertical.

martes, marzo 03, 2015

Rápida geografía del miedo



The coming storm, 2010 (Michele del Campo)
El miedo es una de las seis emociones básicas con las que nuestro organismo tiene la deferencia de alertarnos. Surge cuando anticipamos una amenaza o un peligro que puede dañar nuestro equilibrio y lastimar nuestra balsámica tranquilidad. El miedo nos informa acerca de un acontecimiento en el que algo valioso para nosotros puede salir malparado o perder su condición de conquistado, nos notifica la presencia de un escollo que se interpone entre el mundo de lo que ahora es y el mundo de lo que nos gustaría que fuese luego. La irrupción de esta emoción provoca tres respuestas que ya no pertenecen al repertorio emocional, sino que son tamizadas por la racionalidad y por la auditoría de posibilidades: lucha, huida y sumisión. A la hora de elegir no hay respuestas verdaderas y falsas, sino que una contestación es mejor que otra en función de la coyuntura en la que estemos inmersos.

Erróneamente se tiende a equiparar miedo con cobardía, una sinonimia habitual en el lenguaje coloquial que lo tergiversa todo. El miedo es una emoción, pero la cobardía es un sentimiento que nos invita a claudicar ante la amenaza aceptando sus condiciones a pesar de no estar de acuerdo con ellas, o a dar por supuesto que toda tentativa de enfrentamiento nos conduce a la derrota y adelantarlo nos hace bajar los brazos y evitar lo que consideramos un vano gasto de energía. Frente a la cobardía encontramos su antagonismo, la valentía. Cobardía y valentía mantienen una relación de polos opuestos. La valentía no impide el miedo, sino que una vez pronosticado el peligro se erige en un sentimiento dinámico que opone recursos, evalúa un catálogo de soluciones y agrega a la voluntad la más adecuada de todas para proteger el equilibrio y la tranquilidad amenazados. Existe otro sentimiento que suele aflorar con el miedo, la temeridad. La temeridad suele irrumpir por una errática incubación de expectativas, bien porque no se anticipa la amenaza y por tanto no nos preparamos para combatirla, bien porque se anticipa pero se relee de una manera que minimiza su impacto y por tanto nos incapacita para enfrentarnos correctamente a ella. El atrevimiento llega sin la escolta del pensamiento crítico, sin preparar las competencias precisas ni los recursos adecuados para restañar un peligro no previsto o minusvalorado. Estas son las contestaciones de nuestro organismo ante el miedo y su metabolización en diferentes sentimientos que desembocan en distintas acciones. Es tremendamente útil tener miedo. Es muy empobrecedor responder equivocadamente ante él.



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