Hace unas semanas asistí a los estudios de una emisora de radio como espectador privilegiado. Unos amigos conducen un programa y ese día entrevistaban a un artista que componía y tocaba todos los instrumentos con los que había grabado la música de los cuatro álbumes que conformaban su discografía, fotografiaba con criterio y pericia multitud de conciertos a los que acudía acreditado, y realizaba videoclips de sus propias canciones, pero también de propuestas ajenas que, vista la espectacularidad del resultado, cada vez le demandaban con más asiduidad. Este artista hablaba con apasionamiento de sus creaciones, con ese amor que solo le dispensamos a las tareas que conectan con lo más vívido e íntimo de nuestra persona y precisamente por ello nos abastecen de congruencia narrativa y sentido. Ante la admiración que estaba despertando en sus entrevistadores, verbalizada merecidamente con varios epítetos, esta persona comentó algo que me llamó poderosamente la atención. «Bah, todo esto que hago no tiene importancia, son solo hobbies», afirmó sin visos de aparente falsa modestia o de impostura para rebajar la intensidad de los elogios recibidos.
En el silencio en el que me confinaba mi
papel de espectador pensé en la muy injusta infravaloración de los hobbies, esas
aficiones que suelen estar soboteadas por los tiempos remunerados y que solo se llevan a cabo cuando la omnipresencia laboral da su
asentimiento. El empleo interfiere en la vida de las personas y, a
cambio de ingresos cada vez más exiguos, ocluye el acceso a prácticas que extraen y cultivan lo
mejor de sí mismas, haceres que sin embargo encapsulamos linguísticamente en palabras de depauperado valor social como afición o hobby. El propio diccionario de la RAE minusvalora ambos términos cuando
los describe como pasatiempos. Es paradójico que la Real Academia acuñe este término (pasatiempo) que informa de superficialidad o frugalidad, cuando probablemente donde más tiempo pasamos
deseando que pase el tiempo lo más raudo posible es en la esfera laboral.
Al escuchar la palabra hobby también me vino súbitamente a la cabeza una de mis palabras favoritas, diletante, es decir, quien cultiva algún
campo del saber y el arte desde la afición y no desde la profesionalidad. A mí me encantan las personas diletantes porque el diletantismo está imbuido de una
pasión y un entusiasmo que el empleo propende a marchitar con su
violencia burocrática, sus peajes de subalternidad y el encadenamiento a tiempos de ejecución que
se desentienden de la insorteable predisposición que requiere cualquier
desempeño. ¿Hay algo más encomiástico que enredarnos en una tarea por pura afición, ser un
diletante, hacer las cosas por amor al arte, como despectivamente señalamos a
las actividades no recompensadas monetariamente? No creo que haya hipérbole alguna en aseverar que hacer algo por amor a
lo que se hace es lo más elevado que se puede hacer.
En la irónica, divertida pero a la vez agria novela El descontento, de Beatriz Serrano, un alegato contra el drenaje existencial que supone la sumisión laboral, la protagonista se mofa de una frase que le resulta ofensiva y que suele proferirse a modo de salmo para santificar el empleo y olvidarse de su condición de relación social y de pérdida de la soberanía de un abultado segmento de tiempo y por extensión de una porción bastante grande de la vida: «Encuentra un trabajo que te guste y nunca más tendrás que volver a trabajar». Este aserto tan usual en la literatura empresarial se puede objetar fácilmente. La refutación me la encuentro como cita en el capítulo Los cuerpos y los trabajos intelectuales del último ensayo de Remedios Zafra, El Informe. La cita es un diálogo. «¿Y no preferirías un trabajo relacionado con lo que te gusta?». La respuesta es antológica. «No. Prefiero hacer lo que me gusta cuando termino el trabajo». Esta pregunta y respuesta no están extraídas de una novela o de una película escrita por guionistas brillantes. Provienen de una conversación que entabla la autora con un estudiante de instituto, que quizá ya ha experimentado cómo la pasión propende a evaporarse en contextos no electivos.
En numerosas ocasiones los hobbies se infraestiman al
aplicarles análisis financieros de rentabilidad, como si el apasionamiento que
proveen se pudiera cuantificar y traducir monetariamente, o si el hobby
persiguiera el propósito de obtener unos ingresos que sí son inherentes al empleo. Una
amiga me contaba hace unos días la delectación que su pareja y ella habían
encontrado en el cultivo de un huerto. Pero adjuntada a esta alegría me confesó con un mohín de descontento lo siguiente: «Tenemos un huerto y la gente lo primero que nos pregunta es si es rentable». Cuánta elocuencia sin necesidad de dar muchas explicaciones.
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