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viernes, mayo 29, 2015

Anatomía del cambio



La literatura sobre gestión del cambio dedica abundante bibliografía a las resistencias que generan los cambios en las personas. La palabra cambio siempre se presenta de un modo laudatorio, se le atribuye un prestigio asociado decididamente irrefutable. El cambio, mudar o alterar una cosa o situación, es un valor en sí (y por eso las siglas políticas lo enarbolan en sus eslóganes para recolectar votos), pero en una extraña paradoja a su lado suelen aparecer adosadas resistencias congénitas, inercias que suelen releerlo con animadversión. La siempre picajosa realidad indica que las cosas no son exactamente así ni de sencillas ni de dicotómicas. Los seres humanos somos reluctantes al cambio cuando las cosas van bien, pero lo deseamos cuando comprobamos que van indefectiblemente mal. Conviene agregar a este diagnóstico una variable de enorme centralidad en nuestra convivencia íntima con los procesos de cambio. Nos amistamos e ilusionamos con aquellos cambios sobre los que tenemos control, pero nos llevamos muy mal con aquellos que son impuestos sin la participación de nuestra voluntad. 

Son estas últimas permutaciones las que generan reticencias muy enraizadas. Suelen inducir estados de ánimo muy lánguidos y de ahí el estigma y la tensión que en ocasiones las acompañan. Así que los promotores de cualquier cambio intentan subvertir este segundo paisaje: que el cambio impuesto sea simultáneamente deseado. Se trataría de incidir sobre el sistema de creencias e ideas a través de todos los mecanismos de producción de influencia. Si deseamos insertar un cambio, es condición ineludible promocionar las ventajas de ese cambio, prescribir y estimular una construcción correcta de expectativas que lo hagan apetecible, objetivar el modo de implementarlas, y hacer partícipe del proceso a los implicados que absorberán las consecuencias. La literatura también defiende la dirección contraria. En determinadas coyunturas resulta muy didáctico citar el desastre al que nos conduciría la petrificación. Cierto que hay cambios que nos conducen a escenarios aparentemente peores o no deseados, pero el término de la comparación para evaluar ese cambio no es de dónde venimos, sino a dónde nos arrojaría el inmovilismo. Elegir un correcto elemento de contraste en nuestro análisis es capital para evaluar con garantías el proceso de cambio. Yo prefiero la opción de levantar expectativas que amplíen posibilidades, decisión idealista que suele provocar entusiasmo, y no recurrir a la segunda (presentar horizontes aciagos), que segrega resignación y deprime las condiciones ambientales. Siempre se cambia para incrementar lo bueno o para disminuir lo malo, nunca para lo contrario, aunque muchas veces estas fronteras se tornan muy borrosas. Bueno y malo pueden poseer significados diametralmente opuestos en función de los intereses de los actores sobre los que impacta el cambio. Y a partir de aquí todo se enreda. Bienvenidos al laberinto.



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martes, enero 20, 2015

Pero, una palabra para echarse a temblar

Obra de Elisabeth Peyton
El lenguaje es performativo. Una palabra al ser pronunciado construye un mundo que antes no existía. Las palabras dicen y crean, y esta capacidad generadora debería exigir prudencia a sus usuarios, sobre todo cuando se desgranan palabras que nada más ser proferidas despiertan la punzada de la congoja en quien las recibe. Pocas palabras provocan tanta intranquilidad o decepción como escuchar un pero después de una afirmación en la que uno ha salido bien parado. Por su rango de conjunción adversativa el pero es sustantivamente inquietante. Resulta llamativo que un vocablo tan minúsculo y aparentemente inocente, alerte con tanta celeridad y urja a la guardia preventiva. Cuando nos hallamos sumidos en la placidez de un enunciado amable, de repente aparece el pero con calculada suavidad brusca y nos inocula un desasosiego que pronostica que la aseveración que acabamos de escuchar sufrirá alguna amputación. Su presencia en mitad de la frase invalida lo que nos acaban de confesar, o aliña el enunciado con un punto avinagrado y hostil al retirar gran parte de los colorantes y los edulcorantes que la dotaban de dulzura y hospitalidad. Hay peros nihilistas. Con un tono imperativo reducen a la nada todo lo que les precedía. 

El pero es una herramienta gramatical que hace palidecer al que la escucha augurando un viraje aciago en el discurso de su interlocutor, al que rápidamente se le presupone haber escondido algo detrás de las anteriores palabras y que ahora va a destapar con toda su crudeza (sin peros en la lengua). El pero primero te otorga y luego te despoja parte de lo ofrecido. En su denodado afan de frustrar expectativas inicialmente esbeltas, modifica la estructura semántica esparcida en los pliegues de la oración, debilita las palabras que lo anteceden y en algunos casos, al contraponer otras, directamente las desahucia del significado que ingenuamente le habíamos conferido. Guarda similitudes laborales con la cuchilla de la guillotina, puesto que cuando emerge más que matizar lo dicho lo decapita sin remilgos. Es cierto que a veces el pero no cercena, sino que se dedica a la tarea de añadir cosas nuevas. Incrementa la autoridad de la aseveración que escolta y en otras ocasiones agrega nuevos puntos de apoyo, como cuando se le puede reemplazar por «además». Entonces el pero muestra una amabilidad y unos deseos de informar que lo hacen bienvenido y hasta simpático. Desgraciadamente no es frecuente. El pero más habitual es el otro. El que corrige la frase pronunciada porque en realidad quien la pronuncia no piensa así. Al menos no exactamente así. A veces incluso diametralmente opuesto a así.  



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miércoles, abril 30, 2014

¿Te ha pasado alguna vez esto?

Cuando escribí "La educación es cosa de todos, incluido tú" me dio por alumbrar reflexiones empaquetadas a modo de ley de Murphy. Luego se convirtieron en una sección propia de cada uno de los treinta y tres epígrafes que conforman el manual. Escribí muchísimas, toneladas de frases depositadas en cuadernos de una caligrafía calamitosa. Aquí os paso algunas de esas cientos de frases que finalmente no acabaron acurrucadas en las páginas del libro. Al repasarlas hoy, la pregunta es pertinente. ¿Te ha pasado alguna vez esto?


1. Un plan es una manera de posibilitar que el tiempo te deje en ridículo.
2. La incertidumbre aumenta a medida que piensas en ello.
3. Una persona insegura es aquella que siempre le da la razón al que le lleva la contraria.
4. De todos los acontecimientos posibles, ocurrirá el que no se te pasó por la cabeza.
5. Ninguna solución es buena cuando el problema es tuyo.
6. La ley de Murphy sólo se equivoca cuando te perjudica.
7. Todo requiere mucho tiempo salvo la aparición de problemas.
8. Si siempre dices que todo va a salir mal, será raro que alguna vez no aciertes.
9. Puedes ir lo más posible deprisa al lugar más lejano posible, pero cuando llegues la realidad ya estará allí.
10. Toda explicación convincente engendra malinterpretaciones igual de convincentes.

www.laeducacionescosadetodos.com

viernes, abril 25, 2014

Lo inesperado

He empezado a leer la novela El verano sin hombres de Siri Husvedt. Hace dos meses concluí la lectura de su muy lúcido ensayo Pensar, vivir, mirar (Anagrama, 2013). Me resultó revelador y me empujó a reflexionar mucho sobre cuestiones que de otro modo habrían permanecido en mi particular y latifundista limbo. Esta mañana le he leído una idea aparentemente banal, un enunciado de perogrullo que todos asentariamos al escucharlo: «Cualquier cosa puede suceder en cualquier momento».

A mí me gusta subrayar que lo inesperado está esperándonos a cada instante, que lo único cierto es lo incierto, que si quieres que Dios se parta de la risa basta con que un día le cuentes tus planes. Estas certezas traen adjuntada otra que demuestra con dolora transparencia nuestra condición de subalternos. Muchos de los episodios que nos han marcado en nuestra vida podrían no haber acontecido, haber desdeñado nuestra biografía como lugar para recalar y haber elegido aleatoriamente otra. Así de sencillo. No hicimos nada para que ocurriera, ningún merecimiento para convertirnos en acreedores, nada destacable para reembolsarnos un episodio que ahora restrospectivamente catalogamos como cardinal. Ocurrió. Así. Sin más.