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martes, marzo 18, 2025

Dar explicaciones claras

A mí me gusta recalcar que quien desee hacer un uso público de la razón ha de asumir a la vez el deber de que las personas interpeladas por sus palabras puedan refutar lo que consideren oportuno del contenido de su interlocución. En esta afirmación tan sencilla se asienta el espíritu de las democracias deliberativas y por extensión de la convivencia y la tolerancia. En realidad se trata de explicarnos ante las personas afectadas por nuestras palabras o por nuestros cursos de acción, desentrañar argumentativamente por qué hemos hecho lo que hemos hecho, o por qué hemos dicho lo que hemos pronunciado. Explicarse es cuidar la intersubjetividad que se fragua cuando compartimos palabras, acciones u omisiones, un deber para que la convivencia avance como único lugar en el que es posible el ideal civilizatorio. Toda persona que comparte sus enunciaciones está obligada a guiarse por el imperativo de explicabilidad, proporcionar explicaciones claras y comprensibles sobre sus afirmaciones y sus decisiones. Este imperativo trasluce transparencia y respeto. Dar explicaciones muestra que estamos dispuestos a responder por nuestras acciones, a enmendar nuestro proceder si se exponen perspectivas que lo mejoren, fomenta la participación y el sentido de agencia en quienes son repercutidos por ellas, ayuda a que las decisiones no sean releídas como arbitrarias o sesgadas, sino que se vea que su adopción fue configurada bajo la égida de lo que se considera justo y razonable. Al ofrecer explicaciones se contribuye a una cultura dialógica y equitativa. 

El dicho popular preconiza que hablando se entiende la gente, pero hablando también se logra que la gente apenas se entienda. Es una perogrullada señalarlo, pero cuando hablamos y nos explicamos asumimos el propósito de hacernos entender. Las personas habitamos en las mismas palabras, pero no siempre en los mismos significados, lo que hace que resulte muy fácil tropezar en el malentendido o en la incomprensión. En la conversación pública hay una especie de ignorancia inducida en la que se incumple el deber de hacerse entender simplemente no compartiendo conocimiento. Algunos autores se refieren a este lance como ignorancia epistémica, pero encuentro más acertado llamarlo rapiña epistémica. Se trata de ocultar el conocimiento de aquello que provoca un beneficio personal en detrimento del bien común. Se enmascara porque quienes son afectados intentarían revertirlo en caso de saberlo. También se puede denominar inequidad discursiva, situación en la que una persona no ofrece argumentos o los que da son muy etéreos para que la persona implicada no logre entender nada. La pensadora Miranda Fricker emplea el sintagma injusticia hermenéutica para referirse a la experiencia de una persona que no es comprendida porque no hay ningún concepto disponible que pueda esclarecer e interpretar adecuadamente esa experiencia. A veces sí lo hay, pero no se quiere compartir con el fin de evitar que esa experiencia genere disidencias. Desde las élites económicas, políticas, mediáticas, se actúa de estos modos inequívocamente maquiavélicos, que pueden sintetizarse en prescripciones como «No seas claro, si la claridad que comporta serlo te perjudica». «Sé ininteligible y acusa de ignorantes a quienes te tildarán de ininteligible». «Haz incomprensible aquello que si se comprendiera se convertiría en oposición contra tus intereses». «Habla de tal manera que no te entiendan quienes podrían cuestionar tus privilegios en el caso de que te entendieran». 

Leo en el último libro de Adela Cortina que «la claridad no es solo la cortesía del filósofo (como afirmó Ortega, añado), sino sobre todo el derecho de las personas a entender aquello que les afecta por parte del sujeto agente». Ser claro no significa ser simple. La claridad en el lenguaje precisa claridad en el pensamiento, que es precisamente lo que permite acceder a la profundidad. Para parecer profundo basta con enmarañar el lenguaje, alambicarlo, retorcerlo, convertirlo en un jeroglífico con una sintaxis obtusa y jerigonza críptica. Erróneamente consideramos que lo que no entendemos es de una vertiginosa hondura, cuando mostrarse ininteligible es sumamente sencillo. Hace muchos años tuve la tarea de convertir en lenguaje escrito el contenido de conversaciones grabadas en el que varias personas teorizaban sobre ideas concretas. Una de aquellas personas me embelesaba al escucharla, pero cuando luego tenía que escribir lo que había dicho comprobaba asombrado que no aportaba nada relevante. Era todo oropel verbal. Antonio Gala afirmaba que para hacer creer que un charco es profundo basta con remover con un palo el lodo de su superficie. Las aguas se enturbiarán y no se verá el fondo. En muchas ocasiones la retórica de quienes tienen que dar explicaciones hace con el lenguaje lo mismo que el palo con el charco.  

 

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martes, octubre 22, 2024

Que las palabras se encuentren

Obra de Marcos Beccari

La tolerancia discursiva consiste en aceptar que todo argumento puede ser refutado por otro argumento sin que ninguna persona se sienta agredida por ello. Cuando hablo de argumentos me refiero a juicios deliberativos, a aquellos que dependen de la perspectiva personal de quien los desgrana. Hace unos días les recordaba a mis alumnas y alumnos de trece años algo que se nos olvida más veces de las deseadas. Cada vez que hacemos un uso público de nuestra opinión estamos simultáneamente admitiendo que nuestros interlocutores puedan refutarla. El derecho a réplica es un precepto de la deontología discursiva, así que también lo es el deber de facilitarlo a quien quiera acogerse a él. Pronunciarse en una conversación comporta contraer el deber cívico de que nuestra opinión pueda ser objetada por quienes consideren que atesoran argumentos que la pueden mejorar. Etimológicamente la palabra diálogo expresa esta circulación de palabras entre quienes las profieren con el afán de que sus pensamientos se toquen y se perfeccionen. Educarnos en el ejercicio crítico de las refutaciones estimula una imaginación predispuesta a otear el horizonte y alumbrar alternativas. Al alumnado le comenté entusiasmadamente que aceptar sin enojo ni malestar alguno que nos rebatan es una conquista civilizatoria que aúpa a un estadio superior nuestra filiación a la humanidad. 

Dos grandes motivos validan esta idea. El primero es que sobre cuestiones que solicitan ser deliberadas nadie está en posesión de una verdad que haría innecesaria la escucha de otros argumentos, que serían catalogados de falsos o erróneos incluso antes de ser recepcionados. El segundo motivo que debería enorgullecernos es que el hecho de construir el espacio común de la palabra nos señala como animales lingüísticos, pero sobre todo como inteligentes animales políticos. Existe mucho emborronamiento en torno a qué es la política, o la jibarizamos y la perimetramos al dominio de las enconadas disputas de los partidos políticos y sus representantes electos. La política es el conjunto de deliberaciones nacidas en torno a cómo organizar la convivencia, elegir las opciones más idóneas y finalmente trasladarlas a la acción para que permeen en la vida ciudadana. En este proceso resulta insorteable darle absoluta centralidad a la circulación de la palabra. Conviene recordar que las palabras nos sacan a un afuera para compartir lo que ocurre en nuestro adentro, pero sobre todo apuntalan un espacio intersubjetivo frecuentemente asentado en ambigüedades y ambivalencias que a todas las personas nos atañe problematizar, compartir y dirimir. Es en ese lugar empalabrado en donde se pueden armonizar las discrepancias con argumentos en vez de agredir los cuerpos con el propósito de subyugar a las personas y obtener su obediencia.

Luego pregunté a la clase qué le parecía la idea de que se peleen las palabras para que no se peleen las personas. La totalidad estaba de acuerdo en que una pelea de palabras es mil veces más deseable que una pelea entre personas. Sin embargo, una niña levantó el brazo y mostró una vacilante disconformidad. «Creo que si las palabras se pelean, puede ocurrir que las personas también acaben peleándose». Otra niña cayó en la cuenta y precisó: «Claro, si las palabras se dan puñetazos, es fácil que pasen a dárselos las personas». No pude por menos de elogiar la sagacidad de ambas alumnas y pedí a la clase que les diéramos un merecido aplauso. Todavía resonaba la salva de palmas cuando lancé una interrogación. «¿Y qué podemos hacer para que las palabras no se peleen?» Ayudé a la contestación diciéndoles que pensaran en las palabras como si fueran sus mejores amigas. Frente a la inamovilidad imaginativa de los adultos, la inventiva infantil es ubérrima. De todos lados brotaban propuestas. Que se abracen. Que se rían. Que se acaricien. Que se corrijan, pero con educación y respeto. Que jueguen. Que se escuchen. Que bailen. Que dialoguen. Que se susurren cosas bonitas. Que vayan a ver el mar al atardecer. Que se ayuden mutuamente. Que se cojan de la mano y paseen tranquilamente. La constelación de propuestas se puede resumir en una afirmación. Que las palabras se encuentren para que las personas no se desencuentren.

 
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martes, enero 16, 2024

Eufemismos bélicos

Obra de Christophe Hohler

Un eufemismo es un recurso retórico para señalar una realidad áspera verbalizándola de una manera apacible y dulce.  El Diccionario de la Real Academia es taxativo en su definición: «Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante». Otra definición podría ser llamar a las cosas por cualquier nombre que no sea el suyo con el fin de investirlas de aceptabilidad y plausibilidad. En el ecosistema bélico la eufeminización busca sustituir términos crudos que aluden a experiencias ignominiosas por otros más acendrados. Los eufemismos intentan esquivar la vergüenza que nos provoca ser autores de aquello que atestiguan las palabras que preferimos no pronunciar. Hay que recordar que las palabras son el resultado final de la sedimentación lingüística de un hecho reincidente, ponen nombre a la experiencia humana, a aquello que a fuerza de repetirse se acaba nominando por los miembros de una comunidad. La experiencia se transmite narrativamente, así que las palabras gozan de un papel prominente en este trasvase.

Lo primero que destruye la ferocidad física de una guerra es el lenguaje mismo. La guerra como barbarie organizada no solo mata a seres humanos, mata el vocabulario que se utiliza para referirse a ella. Un precepto básico en gestión de la comunicación política es que una forma de silenciar los hechos es nombrarlos con palabras que no necesariamente concuerden con esos hechos. Si se desea modificar la realidad, el primer paso es mutar las palabras que mencionan esa realidad. Es alucinante la panoplia de eufemismos que se despliegan para no citar la guerra con su verdadero y sanguinolento nombre. Hay un uso inflacionario de palabras esterilizadas, una banalización del barbarizante acto de matar congéneres, o lisiarlos, o hacerlos desaparecer en el horror de ciudades devastadas y cuerpos con la vida talada o sus partes mutiladas. Pareciera que lo abyecto no es desencadenar guerras y todo el ingente daño que ocasionan, sino referirnos a ellas con este nombre. 

Hasta hace poco era infrecuente utilizar el término guerra. Para soslayarlo se sustituía por eufemismos que dulcificaban y dotaban de inocencia casi pacífica la letalidad que sin embargo se agazapaba tras ellos. En vez de guerra se han utilizado términos como conflicto bélico o conflicto armado (cuya referencia a la conflictología limaba conatos de brutalismo), solución quirúrgica (con reminiscencias médicas ubicadas en las antípodas de las destructivas propias de la guerra), operación libertad duradera, paz armada (que es uno de mis favoritos por el tamaño de su hipocresía), teatro de operaciones (como si en vez de matar a personas en una escenario de suspensión del derecho y aceptación de la normatividad del más fuerte o el mejor pergeñado de violencia industrializada se estuviera aplaudiendo una escena teatral), hostilidades («han comenzado las hostilidades» significa que están arrojando cientos de bombas en el teatro de operaciones).  Términos asépticos para desasirnos de realidades muy amargas y deshumanizadoras.

Igual que el antaño Ministerio de la Guerra ahora se llama Ministerio de Defensa, se habla de reducir focos en vez de eliminar personas, pacificación por invasión, contienda por guerra, daños colaterales por víctimas mortales, bajas por muertos, centros de recepción por centros de refugiados, neutralizar por matar, ataque colectivo por masacre, intervención por agresión, persuasión por tortura, maniobras por ataque, operación de castigo por bombardeo, medida de defensa por conflagración, objetivo civil por población,  respuesta militar por acción bélica, ofensiva por enfrentamiento, zona de operaciones por ciudades en ruinas, efectivos por soldados. A veces el eufemismo se adentra en el cinismo superlativo y en ocasiones se habla de misiones de paz cuando lo que se lleva a cabo es una guerra. En otras, frente al embrutecimiento de la violencia organizada que sugiere la palabra matanza se alude a la aterciopelada suavidad y al arrebato no urdido desde los despachos de múltiple homicidio. Frente al horror y la cancelación civilizatoria que trae consigo la palabra asesinato es mucho más respetuoso hablar de ejecución extrajudicial. Actualmente las realidades bélicas son tan arbitrarias que incluso la palabra guerra se utiliza eufemísticamente. Se habla de guerra para legitimar una invasión, un genocidio o un exterminio étnico. Parece que la palabra guerra otorga una licitud de la que sin embargo carecen las actividades que se llevan a cabo en su nombre. Es una degradación que merece análisis y estudio. 


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martes, mayo 16, 2023

«Ganarse la vida»

Obra de Mary Sales
En el lenguaje coloquial es tristemente usual la expresión «ganarse la vida». Se esgrime para indicar que una persona ha de obtener ingresos con el objeto de poder hacer frente a sus necesidades vitales. «Ganarse la vida» deviene tarea en la que una persona vende tiempo y habilidad para ser retribuida con un pago periódico que llamamos salario, o emolumento si es a cambio de un proyecto autónomo en el que también deposita tiempo y destreza epistémica. «Ganarse la vida» no tiene que ver con lo electivo de la vida, sino con sustentar las necesidades que nos acucian en tanto que somos entidades biológicas. Ninguna persona se gana la vida con un trabajo por cuenta propia o ajena porque ya posee la vida desde el instante prodigioso en que fue concebida. Si el lenguaje fuera inocuo y no ideológicamente performativo diríamos que se trata simplemente de encontrar formas monetarias con las que adquirir bienes para cubrir necesidades. «Ganarse la vida» explicita cómo la retórica afecta a la mirada, permea en la construcción de la subjetividad y constituye imaginarios con invasiva centralidad en la vida compartida. La realidad discursiva engendra realidad política.

A través de un sorprendente malabarismo semántico, la expresión «ganarse la vida» eleva el capital a la categoría biológica de la vida, como si fueran dos entidades sinónimas y por tanto con valor análogo. Esta sinonimia también prorrumpe cuando en las conversaciones se sustituye la pregunta «¿en qué trabajas?», que formulada con más corrección debería ser «¿cómo adquieres ingresos?», por la enigmática «¿qué eres?». La complejidad inextricable de la identidad humana se simplifica en identidad laboral. Llama la atención cómo trabajo y vida se superponen como si conformaran una unidad, y provoca rareza porque una de las características de la obtención de ingresos es la de malbaratar tiempo de vida en favor de un tiempo de producción que en muchas más veces de las deseadas no aporta nada relevante a la existencia, tan solo dinero, con frecuencia en cantidades exiguas e inicuas, o directamente daña el cuerpo y enajena el intelecto. No quiero banalizar el dinero, porque es tan relevante que es lo que reclamamos a cambio de entregar la disponibilidad de nuestro tiempo. El dinero es primordial cuando escasea, pero queda desligado de las fuentes de alegría cuando las necesidades básicas están satisfechas. Recibir una retribución salarial a través de un empleo que fagocita las mejores horas del día todos los días se ha naturalizado tanto que ha sido expurgado de nuestra imaginación crítica. En su último ensayo, El bucle invisible, Remedios Zafra comparte su asombro al comprobar «la legitimación de que es normal ocupar la totalidad de nuestros tiempos de vida con trabajo y conexión». Este absolutismo laboral (Zafra lo nomina vidas-trabajo) se atestigua cuando enunciamos que vivimos de la profesión que desempeñamos. Confundimos narrativamente obtener recursos económicos (actividad lucrativa) con existir (hacer algo con la existencia), y estar vivos (un fenómeno biológico) con sentirnos vivos (una evaluación afectiva). 

«El verdadero plebiscito diario es la elección entre el no a la muerte y el sí a la vida», escribe Bernat Castany Prado en el sublime sin interrupción ensayo Una filosofía del miedo. Curiosamente ganarse la vida es una de las formas más sencillas de perderla, esto es, derogar el sí a la vida en favor de una alienación que mata gradual e incruentamente. Las lógicas de productividad y rentabilidad capitalistas intentan acortar los tiempos y fijarse tan solo en el resultado económico, siempre incrementándolo con respecto al ejercicio anterior. Erradican de la ecuación el placer de hacer y lo colocan en el valor económico que deriva de lo hecho. Es un choque frontal con la vida, porque las motivaciones que más enraízan en las personas no tienen que ver con el resultado final, sino con aquello que nos permite disfrutar hasta llegar a él. Las derivas del mundo económico desdeñan el camino y anclan toda su atención en el resultado. De ahí que, como personas subyugadas a tener que ganarnos la vida, nos «moviliza más un terminar por fin que el hacerlo bien», como escribe Remedios Zafra en las páginas finales de su ensayo. Sin embargo, sentirse vivo es hacer bien, que no rápido ni rentable, aquello que uno ama tanto que está deseando volver a hacerlo porque en ese quehacer está involucrado todo lo más valioso de su ser. Y se anhela hacerlo no solo bien, sino mejor que la vez anterior. Así en un bucle que llamamos sentido y plenitud.


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martes, diciembre 20, 2022

Palabras desgastadas por el mal uso

Obra de Jarek Puczel

El mundo de la palabra permite la interpretación de los hechos. Esos hechos pueden variar sobremanera simplemente con la elección de las palabras y la manera de intercalarlas. Una palabra es una forma de ubicación en el mundo, una toma de posición política y afectiva. El alma humana se va troquelando a través de las ficciones empalabradas en las que habitamos sin que seamos muy conscientes de que sea así. Si modificamos el léxico o la forma de disponerlo, mutamos la forma de asir y sentir el mundo. Existe una anécdota muy graciosa que ratifica esta certeza. Un religioso le pregunta a uno de sus superiores: «Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?». El superior se escandaliza ante lo que considera una acto herético y le responde furibundamente que por supuesto que no. Un poco más tarde nuestro protagonista vuelve a lanzar la misma interrogación a otro de sus superiores, pero con los verbos alineados en orden contrario. «Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?». El superior le contesta afirmativamente, e incluso elogia la petición releyéndola como la voluntad de insertar la oración en los pliegues de la vida cotidiana. En ambos casos se solicita lo mismo, pero situar un verbo u otro en primer lugar transmuta el relato.

En el libro Leer para sentir mejor alabo la lectura entre otros motivos porque nos aprovisiona de palabras y de sintaxis para conjuntarlas de un modo que las haga precisas e ilustrativas. Elegir bien las palabras e integrarlas igualmente bien es acortar la distancia entre lo que queremos decir, lo que decimos y lo que nos gustaría que se entendiera de lo que estamos diciendo. Conviene recordar que la palabra no solo demanda comprensión del significado que atesora, también exige escucha, una atención en la que estamos para el otro y viceversa. Cuando dos personas rompen el vínculo decimos que dejan de hablarse, pero acaso sería más preciso afirmar que dejan de escucharse, porque lo que puedan decirse está mediado por el odio o por la indiferencia, dos disposiciones que diluyen el valor de la palabra. Cuando hablamos y escuchamos, cada palabra traza un recorrido en nuestro cerebro. Siri Hustved recuerda que «hay frases que una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me refería a ellas como tatuajes cerebrales». Gracias a las palabras que pronunciamos y escuchamos pronunciar damos forma al silencio que nos habita y nos configura, así que una borrosa estructura lingüística acarrea un desvencijado entramado afectivo.  

Las palabras enferman por su mal uso, pero fenecen por el abuso del mal uso. El mal uso es la recurrencia a clichés, lugares comunes, tópicos, palabrería, pero también a la polarización de los argumentos, al simplismo discursivo, a la utilización de sofismas, a las medias verdades, a los corrosivos eufemismos, a la momificación de la opinión, a la retórica entendida como el arte de no callar y a la vez no decir nada, a provocar que se peleen las personas haciendo que en un primer lugar se peleen las palabras que sabemos beligerantes. En Las mejores palabras Daniel Gamper sostiene que «la devaluación de la palabra también se da por inflación». Más adelante afirma que si la palabra puede devaluarse es porque posee valor. Frecuentemente pronunciamos grandes palabras ligeramente vacías de ese valor que toda palabra reviste. En mis ensayos las suelo denominar palabras catedrales porque son grandiosas y mayestáticas por fuera, pero desoladoramente huecas por dentro. Proliferan en las conversaciones cotidianas, en los grandes discursos, en los momentos en que se hace necesario construir eufemismos para edulcorar realidades vergonzantes. Son palabras desgastadas de tanto decirlas para no decir nada. Ortega afirmaba que el quehacer filosófico consiste en hacer evidente lo latente. También en devolver a la palabra el significado que le hemos hurtado. Restituir su valor. Mostrar lo obvio que hay en las obviedades que somos incapaces de ver entre tanta verbosidad.


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