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miércoles, junio 25, 2014

«Falta de hambre», una metáfora fea y discutible



«Falta de hambre» es una expresión que a mí me resulta desafortunada. Indica con cierta antipatía la incapacidad de un sujeto o un grupo para movilizar la energía suficiente en una dirección. En el mundo del fútbol se utiliza para metaforizar la ausencia de ambición, el déficit de motivación, la baja intensidad o un elevado conformismo que momifica el talento. Los hechiceros verbales de la tribu mediática emplean estos días esta fea expresión a modo de resumen que aclare qué le ha ocurrido a la selección española para ser apeada del Mundial de Brasil a las primeras de cambio. Se cita la metáfora como si fuera un martillazo de sentencia y no se esgrimen ni argumentos ni sus ramificaciones, los matices. Cuando hace cuatro años la Selección ganó el Mundial de Sudáfrica se alabaron el «trabajo, trabajo, trabajo» y el buen ambiente del grupo como factores neurálgicos de la proeza, así que era lógico pensar que ahora con su eliminación se apelaría a ambas ausencias para explicar la debacle. Pero no ha sido así. El trabajo es un vector que sólo se señala en las poéticas del éxito, pero se extirpa de las del fracaso. En la nueva jerga la falta de hambre no es otra cosa que la falta de motivación por considerar poco atractiva la meta propuesta. No deja de ser tremendamente contradictorio que «ser un muerto de hambre» sea una maldad con la que se denoste cruelmente a alguien, pero que su contrapuesto, «la falta de hambre», también sirva para reprender la actitud de un tercero.

En la cultura popular se ha hecho célebre el argumento de que el hambre agudiza el ingenio, pero  lo único que sí sabemos empíricamente es que agudiza el mal aspecto. Nadie pluriemplea su inteligencia por pasar hambre. Como metáfora de la ambición y la intensidad, el hambre no es un productor de talento, ni una palanca de cambio, ni un fabricante de ocurrencias, ni un catalizador de habilidades, ni un vector de movilización, ni un proveedor de apego a las recompensas, ni un generador de hábitos afectivos optimistas tan necesarios para prolongar un esfuerzo cuyo reembolso está en un horizonte lejano. Todos estos recursos emocionales pertenecen a la inteligencia que se motiva a sí misma. La motivación es esa energía que despierta en nosotros una acción para intentar su consecución. La literatura insiste en desligarla de cuestiones monetarias, punitivas y, por supuesto, alimenticias. La motivación cursa con la construcción de un proyecto que dirija el caudal energético del deseo en la dirección correcta, con el placer de la propia tarea, con la conciencia de logro (nos encanta comprobar nuestro propio progreso, mirarnos en ese espejo favorecedor), con los desafíos que se pone a sí mismo el talento (ese hábito automatizado por el que ejecutamos acciones de forma excelente y que se expande elásticamente cuando la dificultad aumenta), con el reconocimiento de los demás que nos ayudan a sacar lustre a nuestra reputación, con la satisfacción gradual de alcanzar gratificaciones en el corto plazo (necesitamos pisar tierra firme de vez en cuando), con el sentimiento del mérito merecido que activa mágicamente toda esta rotación virtuosa. Nada que ver ni con el hambre ni con las ganas de comer.

lunes, junio 02, 2014

En busca de la atención



Vivimos en la econonomía de la atención. Millones y millones de estímulos rivalizan encarnizadamente por atrapar nuestra atención, el recurso más valioso en una sociedad de consumo que ha hecho de la venta de un bien o un servicio el principio rector de la vida. Parece que hemos venido a este mundo a vender o a comprar algo, y todo lo demás que se adosa a la experiencia de existir es una mera nota a pie de página. La ubicua pulsión de vender para extraer un beneficio necesita la inexorable participación de nuestra atención para conocer la existencia de lo que nos ofertan, evaluarlo, compararlo, aceptarlo o desdeñarlo. Esta dialéctica venta-compra nos asetea permanentemente en un ecosistema que se sostiene si consumimos y genera desesperación social encarnada en desempleo si impedimos que nuestro dinero circule con alegría ejecuntando macroscópicos círculos concétricos. A mí me gusta decir que una persona es autónoma cuando tiene la capacidad de colocar su atención donde quiere y no donde le sugiere cualquier otro que no sea él. Con su lenguaje árido la jerga aulal denomina a esta circunstancia el foco de control. Cuando nuestra atención nos desobedece y se posa allí donde son otros los que dictan ese mandato entonces nos convertirmos en personas subordinadas. Sujetos que perdemos autonomía. Son muchos los entes heterónomos que pastorean nuestra atención y hacen que se vuelva díscola a nuestras órdenes. Las circunstancias, el medio ambiente, las personas de algunos círculos de convivencia, las estrategias de marketing, los silentes discursos del inconsciente colectivo, el mercado y su permanente afan por transfigurar deseos en necesidades, los relatos publicitarios, el comportamiento de los demás que señalan unos valores para la cotización social  y deprecian otros, el ejemplo de los líderes, la información que seleccionan los recipientes mediáticos. Todo confabulando para que nuestra atención no sea nuestra.

Despojada de su misticismo y de su abstracción, la felicidad comparece cuando la realidad coopera con nuestros intereses, sí, pero sobre todo cuando construimos intereses verosímiles que mantengan simetría con nuestras capacidades para que permitan al menos en teoría su conquista. Para una tarea tan compleja y muchas veces arbitraria necesitamos el monopolio de nuestra atención y la voluntad férrea de no permitir la entrada a nada que nos la desestabilice con comparaciones nocivas, expectativas desemesuradamente ilógicas y absurdas, con la exacerbación de deseos tremendamente exigentes, con quimeras que nos desnorten y nos borren la referencia de nuestro grupo de iguales, con narrativas sociales que espolvoreadas de un modo aparantemente inocuo asignan a lo venal atributos de felicidad y se los despojan a las cosas sencillas y gratuitas. Encontramos aquí una nueva paradoja. El sistema de consumo necesita hurtarnos la atención y polucionárnosla con relatos que procuren su perpetuación, pero al hacerlo perdemos autonomía. Dicho de otro modo. Para ser felices nos conviene ser inteligentemente autónomos, pero no para mantener en equilibrio la organización social que hemos urdido en torno al mercadeo de bienes y servicios. Otra tensión más que añadir a la colección.

martes, marzo 11, 2014

Deseos y necesidades no son sinónimos



Imagen de Sarolta Bang
Existe mucha interesada desorientación a la hora de hablar de deseos y necesidades. El capitalismo, tanto de ficción como de producción, de las últimas décadas ha convertido en sinónimas dos palabras que no lo son en absoluto. Cuando hablo de capitalismo me refiero a una civilización que ha transformado todo en mercancía, incluidas las personas y los Derechos Humanos consustanciales a esa condición, pero sobre todo al encarnado en una industria financiera que etiqueta de normalidad alcanzar un 20% de beneficios netos con respecto al ejercicio anterior. Para lograr este crecimiento exorbitante es necesario que tus clientes se endeuden (dicho de un modo más inteligible, que la industria financiera venda elevadas cantidades de dinero) y para provocar ese endeudamiento es primordial la construcción de muchas sinonimias nocivas, como por ejemplo la de identificar deseos con necesidades. Hace poco leí un reclamo bancario en el que una entidad aseguraba financiación para tomarnos unas vacaciones bajo la afirmación de que «te ayudamos a que este verano se cumplan tus deseos y necesidades». Colocar en el mismo estadio piramidal ambo vectores delata bien el signo de los tiempos.

Juguemos a las definiciones. Un deseo es tomar desasosegante conciencia de algo que nos falta (y si nos falta es porque hemos podido sobrevivir a su ausencia) y simultáneamente sentir cómo una fuerza interior nos empuja a intentar subsanar esa carencia. Sin embargo, una necesidad es por definición aquello  de lo que no podemos prescindir sin que la vida quede muy maltrecha, o directamente nos quedemos sin ella. El deseo es voraz y su mecánica insaciable. Un deseo satisfecho da inmediato paso a otro deseo que exigirá con obsesiva insistencia colmar su petición. Los deseos satisfechos guardan en sí mismos una contrariedad que conviene no azuzar: en vez de sumir en una paz plácida al que los colma abren la puerta de nuevos deseos reclamando acerbadamente que se cumplan sus peticiones. Podemos colegir de todo esto que es un horror tener deseos, pero no es así ni mucho menos. Lo que sí puede ser tremebundo (y una vida precipitada a la infelicidad) es no saber articular bien el contenido de los deseos. Por contra, pocas cosas son tan útiles como conectar la fuerza propulsora del deseo con la satisfacción de las necesidades que poseemos por nuestra ineluctable condición de seres humanos. Superarnos, desafiarnos, sacar filo a nuestras habilidades, ensanchar el conocimiento, vincularnos a los demás, compartir los instantes, adentrarnos en los dominios del afecto, son tareas necesarias que pueden beneficiarse del motor a propulsión que pone a nuestro alcance el deseo. Se trata de aprovechar la energía del deseo para emanciparnos. No para esclavizarnos.



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