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martes, febrero 09, 2021

A los seres humanos nos encanta el placer de hacer cosas

Obra de Jarec Puczel

Existe una tendencia en la forma de discurrir que me llama poderosamente la atención. En muchas ocasiones los seres humanos admitimos como irrefutables argumentos que nuestra propia vida desmiente en lo cotidiano. En la novela 1984 de George Orwell se crea un Ministerio de la Verdad que exige a todos sus miembros que rechacen lo palmario que sin embargo están contemplando sus ojos. A día de hoy nos ocurre exactamente lo mismo en muchos campos de la agenda humana. Es increíble cómo ideas desdichas empíricamente por nuestros propios actos las aceptemos sin apenas disenso en la conversación pública. Criticamos la corrosiva posverdad, pero vivimos sumidos en ella. Para el Diccionario Oxford la posverdad concurre cuando los hechos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales. Existe una idea del doctrinario neoliberal que defiende que una persona con la supervivencia garantizada rehusaría trabajar (estar empleada) y se dedicaría a disfrutar de la embriaguez de la haraganería. Es una idea muy arraigada en los imaginarios. Cuando he sacado este tema a colación, mis interlocutores suelen posicionarse a favor de esta pesimista tesis antropológica. La sorpresa viene a continuación. Se alistan al lado de una visión que deviene incongruente solo con echar un vistazo a sus agendas repletas de trajines desprovistos de cualquier afán de lucro. 

Resulta digno de estudio psicológico que personas que tienen hijos, hacen senderismo todos los domingos, quedan con los amigos, acuden al gimnasio, van a jugar al fútbol, asisten a asambleas, participan en un coro, realizan voluntariado, ensayan en un local de música, se inscriben en cursos online, practican el activismo, se castigan en maratones, disfrutan con la bici, van a conferencias, colaboran con protectoras de animales, acuden a clubs de lectura y cómic, escriben, pintan, bailan, pasean, pescan, viajan, meditan, escalan montañas, aprenden oficios nuevos, van al cine, alimentan blogs, hacen yoga, se apuntan a teatro, investigan en la red, acuden a congresos, recorren exposiciones, etc., etc., sin embargo luego defienden que las personas solo encuentran motivación para llevar a cabo alguna tarea si hay dinero de por medio.  Es una gigantesca contradicción que quienes no cesan de trufar con actividades su día a día imputen al ser humano la condición de animal inactivo, salvo si la actividad está mediatizada por el refuerzo positivo del tintineo de las monedas. Es una narrativa muy pobre y muy mercantil de la usabilidad de la vida. Lo inaudito es que este relato ficcional se ha enquistado con éxito en la sensibilidad cívica. Obviamente hay un sinfín de contraejemplos en la ergonomía social que demuestran la inconsistencia discursiva de este presupuesto del neoliberalismo sentimental. 

Esta semana hemos sabido que Jeff Bezos abandona el cargo de director ejecutivo de Amazon. Bezos está considerado el hombre más rico del planeta, según la lista Forbes, que lleva varios años otorgándole el pódium de los magnates milmillonarios. Se estima que acumula una concentración de riqueza neta de ciento cincuenta y siete mil millones de dólares. Si nos guiamos por la teoría neoliberal que afirma que toda persona con las necesidades materiales básicas se vuelve haragana, entonces sería fácil adivinar un futuro de brazos cruzados para el fundador de Amazon. Pero no será así. Él mismo ha afirmado públicamente que quiere dedicarse a sus pasiones: la aeronáutica, los diferentes proyectos filantrópicos y el Washington Post, del que es accionista mayoritario. El hombre más rico del mundo en ningún momento ha mencionado que dejará de hacer cosas. Lo que sí ha anticipado es que se va a dedicar a sus pasiones. Se empleará haciendo aquello que le proporciona elevados montos de delectación y lo acuna en un continuo estado de flujo. El resto de plutócratas con los que Bezos comparte la lista Forbes adoptan decisiones prácticamente gemelas. Podemos colegir que nadie con recursos materiales suficientes para vivir se dedica a la hibernación. Dicho de un modo inversamente positivo. Cuantos más recursos tenemos, más actividades hacemos.  

Justo mientras preparo este artículo mi compañera me acerca un precioso texto de Piort Kropotkin con motivo de la celebración del centenario de su muerte (8 de febrero de 1921). El texto escrito por el autor de El apoyo mutuo profetiza la determinación adoptada por Jeff Bezos: «El trabajador obligado a luchar penosamente por la vida nunca llega a conocer los altos goces de la ciencia y la creación artística. Para que todo el mundo llegue a estos placeres, que hoy se reservan al menor número, para que tenga tiempo y posibilidades de desarrollar sus capacidades intelectuales, la renovación debe garantizar a cada uno el pan cotidiano, y luego tiempo libre. Este es nuestro propósito supremo». Dicho de otro modo. Como los seres humanos somos tremendamente activos, abandonar el reino de la necesidad no significa adentrarnos en el reino de la abulia y la inacción, sino en el de la elección. Una elección que probablemente se basaría en acciones presididas por la alegría y el entusiasmo. 

 

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martes, febrero 20, 2018

«A mí no me motivan»



Obra de Rob Rey
La palabra motivación proviene de la latina emovere que significa ponerse en movimiento. Estar motivado es disponer de altas cantidades de predisposición para encarar un curso de acción. Es energía, fuerza para actuar, para no capitular, para perseverar ante los inevitables reveses con que la vida nos invita a entender lo maravillosa que es la vida cuando no hay reveses. Existen dos clases de motivación: la intrínseca y la extrínseca. La primera nace de uno mismo y es la energía que sentimos y movilizamos al realizar algo por el puro placer de hacerlo. Eslabona con el entusiasmo, que realmente es el émbolo que lo mueve todo. En el discurso social el entusiasmo vive una época crepuscular, porque el resultado de toda evaluación sobre el ludismo de la acción se reduce a la parquedad léxica de «me gusta» o «no me gusta». Hace poco mantuve una conversación con varias personas en la que les aclaré que a mí no me gusta escribir. Ante su tremenda sorpresa, agregué que no me gusta escribir, me apasiona. La motivación extrínseca está relacionada con la consecución de recompensas externas desligadas por completo de la propia actividad. El desempeño a realizar no nos entusiasma, pero lo llevamos a cabo porque nos interesa lo que trae adjunto, o no podemos prescindir de él: remuneración económica, cotización social, poder, adquisición de afecto, ampliación de posibilidades, vinculación, reputación, estatus. La motivación extrínseca se evapora mágicamente en el instante en que la gratificación externa desaparece.

Existe un lugar común que indica que la persona hipertrofiaría su motivación si los ingresos obtenidos por ejecutar una tarea fueran elevados. En entornos laborales yo he escuchado mil veces afirmaciones del tipo «que me paguen una pasta, ya verán como me motivo». Es una afirmación falaz. El dinero relaciona con la motivación extrínseca, pero no con la intrínseca, y obtenidas unas cantidades que satisfacen necesidades básicas, el dinero no genera motivación alguna. Al contrario, en ocasiones es un poderoso elemento socavador de la propia motivación. La motivación intrínseca conexa con la autorrealización personal, el crecimiento profesional, el desafío intelectual, la disposición de autonomía, la sensación de control sobre las acciones, la autoeficacia probada, el afán de mejorar aquellas competencias en las que uno se sabe eficaz, el sentido de lo que se hace, la asunción de responsabilidades simétricamente alineadas con nuestras capacidades. Los constituyentes de la motivación nos pertenecen en exclusividad a cada uno de nosotros. De ahí la incongruencia que supone quejarse de que «a mí me no motivan». Es una jeremiada que responsabiliza al otro de un vector que sin embargo es rotundamente personal. Una de las causas de este trasvase de responsabilidad se ha producido al sustituir la añeja palabra voluntad por la contemporánea motivación.  Nadie se atravería a decir «a mí no me dan la suficiente fuerza de voluntad». Además, se tiende a olvidar que hay muchas cosas que hay que hacer al margen de estar o no motivado. Lo ideal es estarlo, pero no estarlo no exime de no hacerlo. 

En los cursos y los seminarios que imparto no pierdo ni un segundo en motivar a ningún alumno, aunque me desvivo en no desmotivarlo. Para ello procuro compartir con todos ellos la pasión que me provoca el conocimiento que estamos tratando e intento relacionarlo con sus experiencias cotidianas, demostrar que el saber tiene enorme centralidad en la dirección de la conducta y por tanto en su vida personal, poner una retahíla de ejemplos para apresar mejor las abstracciones (a veces muy abstrusas y complejas) que explico. Nadie puede motivar a nadie, pero es muy sencillo desmotivarlo. Yo he estado en contextos laborales en los que he visto cómo languidecía incrementalmente la motivación de personas muy motivadas por la presencia de agravios comparativos, retribuciones paupérrimas, clima beligerante y tenso, maneras arbitrarias e irrespetuosas, laceración de la dignidad, ausencia de delegación, mala delimitación de tareas y responsabilidades, ausencia de metas claras, una exacerbada cultura del reproche y negación permanente del elogio, fabricación de coercitivo miedo para detentar poder, aleatoriedad en la distribución de sistemas de premios y castigos. Cualquiera de estos vectores actuando aisladamente socava la motivación, pero todos juntos desintegran a una persona. «No hace falta que me motives, pero te pido por favor que pongas todo tu empeño en no desmotivarme», es una petición mucho más realista y útil que la que titula este artículo.Yo todavía no se la he escuchado a nadie.



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martes, febrero 16, 2016

El incentivo económico




Obra de Cornelius Voelker
El credo neoliberal insiste en que el incentivo económico es el único acicate que moviliza energía en las personas. Nos movemos o para la adquisición de dinero, o por el miedo a perder el que atesoramos. Este dogma se ha extendido tanto que incluso lo esgrimen en sus conversaciones aquellos que lo desmienten con sus propios actos. Al parecer los individuos somos seres cuyo repertorio de comportamientos se rige en exclusividad por la razón económica. La dogmática tesis se puede resumir en que nadie acometería un curso de acción costoso si no recolectase en él tarde o temprano beneficios monetarios. Nuestras elecciones racionales pivotan en torno a la maximización de la utilidad, que a su vez desemboca inequívocamente en un delta de significado monetarista. Es una afirmación muy atrevida y muy reduccionista. También es una visión muy empobrecedora del ser humano. Cuando me he encontrado en medio de debates en los que se hace hincapié en esta concepción crematística del mundo, siempre he preguntado a sus defensores por qué entonces ellos decidieron tener hijos, medida con la que no solo no aumentan los ingresos, sino que mengua la capacidad adquisitiva. ¿Había una exclusiva razón económica en esa elección, o había otras dimensiones desvinculadas por completo de la esfera mercantil? Más todavía. Basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar cómo la gente sale a correr, aprende idiomas, hace yoga, va a nadar, sale a pescar, practica deportes rarísimos, madruga los domingos para juntarse con el grupo de senderismo, escribe poemas, pinta cuadros, escucha o compone música, toca en grupos, inventa novelas (que no necesariamente verán la luz), juega al fútbol, pasea, se castiga en un gimnasio, escribe en blogs, organiza el mantenimiento y la limpieza de animales abandonados, frecuenta talleres creativos, escala montañas, hace bricolaje, queda con los amigos, ve películas, interpreta obras de teatro, se retira al campo, disfruta de la naturaleza, conoce ciudades, investiga por la delectación del hallazgo, hace voluntariado, ayuda y comparte su tiempo con gente que no conoce pero que necesita conectividad, participa en organizaciones no lucrativas, cuida a personas vulnerables, cultiva huertos urbanos, lee, baila, monta en bici, acude a exposiciones, participa en movimientos vecinales, medita, piensa. Toda esta panoplia de actividades no procura recompensa económica alguna. Al revés. En muchos casos hay que desembolsar cantidades pingües para poder realizar alguna de ellas, pero lo aceptamos gustosamente porque a las personas nos encanta crear, superarnos, desafiarnos, mejorarnos, transcendernos, retarnos, relacionarnos, divertirnos, relajarnos.

A pesar de toda esta miríada de acciones que abrillantan la vida y las ganas de vivirla, ciertas concepciones insisten en hipotetizar que si las personas tuvieran lo mínimo garantizado se dedicarían a haraganear.  Deducen que el ser humano tiende a la inacción y saber con antelación que su subsistencia material no corre riesgo lo convertiría en un ser irresoluto. Es un argumento  muy endeble. Tener lo mínimo no significa que no haya que trabajar, significaría que no hay que estar desesperado por no poder hacerlo.  El ser humano ha trabajado siempre (aunque su pugna por la subsistencia no se denominaba trabajo), lo que supone una novedad muy reciente en la evolución es el trabajo asalariado, recibir un salario con el que intentar sufragar recursos básicos a cambio de generar plusvalías para un tercero. Hace un siglo Bertrand Russell contemplaba maravillado los avances de la tecnología. Comprobó que se habían sofisticado tanto los procesos que se podrían rebajar las horas de trabajo sin menoscabo de seguir cubriendo las demandas básicas de los seres humanos. En su Elogio de la ociosidad calculó, como buen matemático, que trabajando todos cuatro horas al día bastaría para que la humanidad viviera muy confortablemente. Al dedicar cuatro horas a trabajar las personas podrían consagrar el resto de su tiempo a sus preferencias. La alta productividad propiciada por las máquinas permitía subvertir los tamaños del tiempo remunerado y del tiempo libre. 

Esta disponibilidad de tiempo y una mínima holgura material conquistada con el salario del trabajo facilitaba que las personas pudieran destinar más horas a su propia autorrealización, a los proyectos de genealogía propia, a estratificar su vida en función de sus valores, a satisfacer el contenido privado de su felicidad. Russell incluso veía muy claramente que esta inercia acabaría generando nuevos empleos que fueran sustituyendo a los innecesarios, puesto que las satisfacciones solicitadas por el impulso de la felicidad abrirían inéditos nichos de mercado. Los nuevos trabajos se cimentarían sobre la felicidad, y no sobre la desesperación del que para acceder a bienes sociales primarios necesita trabajar en lo que sea. Nos ahorraríamos la invención de trabajos absurdos, los horarios dementes, la manipulación social de los deseos para estimular el consumo, la producción de cosas innecesarias para mantener lo necesario (que no es el empleo, sino los ingresos del empleado), la propia divinización del trabajo como elemento identitario. El análisis de Russell era irreprochable, pero confundió por completo la teleología del trabajo. 



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martes, septiembre 15, 2015

Apología de la zona de confort


Resulta curioso que, aunque la zona de confort tal y como se estila en las definiciones más estandarizadas podría ser el ecosistema levantado con nuestros recursos para resolver problemas que afectan a nuestras necesidades básicas tanto afectivas como materiales, rara vez alguien se refiere a ella en términos laudatorios. Casi siempre se cita estereotipadamente como un lugar del que salir, un infierno en el que se carbonizarán nuestras motivaciones subjetivas y nos volveremos el increíble hombre apergaminado. Hablamos de la zona de confort para referirnos sin matices a actitudes de conformismo, situaciones confortables que nos impiden desarrollarnos, a escenarios de satisfacción autocomplaciente, o de aversión a la mutabilidad del entorno. En la retórica del management se utiliza este término maximizándolo todo, de un modo tristemente maniqueo. Hace poco leí la falaz hipérbole de que «todo lo que quieres está fuera de tu zona de confort», o que es lejos de ella «donde ocurre la magia», o el sofisma «la vida empieza donde acaba tu zona de confort». Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado por un capitalismo que precisa recursos humanos flexibles y desarraigados para satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas de las corporaciones. Nuestra zona de confort sería una zona de insumisión al capital. De ahí su estigma.

Si nos atenemos a las definiciones más canónicas, la zona de confort vincula con uno de los tres grandes deseos del ser humano inscritos en su dotación genética: el deseo de bienestar. Las personas anhelamos construir espacios de equilibrio en el que esté garantizado el bienestar emocional y el bienestar material. Empleamos muchos recursos y mucha energía a lo largo de nuestra biografía en neutralizar en la medida de lo posible todo aquello que pueda amenazar ese equilibrio conquistado. Nuestro cerebro se pasa la vida peleando por ello, muchas veces sin que nosotros seamos conscientes. Lo he escrito aquí muchas veces. Al cerebro no le interesa lo más mínimo realizar una operación matemática de manera brillante, o escribir un texto que no ensucie los ojos del lector, le interesa sobrevivir, y luego vivir, que es sobrevivir sin un número abusivo de contratiempos (lo que no obsta para que seamos muy conscientes de que lo inesperado acaece cuando menos te lo esperas y que lo más cierto es lo incierto). El mundo líquido, la provisionalidad, la volubilidad, la precariedad, la pobreza, la competición, son todos enemigos de la zona de confort. Si vivir con tranquilidad podría ser un aceptado sinónimo de zona de confort, es fácil inferir que son muchos los deportados de la cada vez más despoblada zona.

Nuestro cerebro siente animadversión ante la impredicibilidad, lo que hace incomprensible que estigmaticemos a los que busquen aquilatar sus contextos de certezas e inhibirlos de riesgos. Los críticos de la zona de confort afirman que en esa zona nos atortugamos, pero no es cierto que las personas tendamos a la inacción una vez satisfechas las cuestiones vinculadas a la seguridad personal. El segundo gran deseo del ser humano es el incremento de posibilidades, la prosperidad y el desarrollo de aquello que posee relevancia en nuestras vidas (y que muchas más veces de las que divulgan los altavoces mediáticos está fuera del perímetro del mercado). Este segundo gran deseo vincula con el empoderamiento, la capacidad de que lo posible se haga real. Aquí surge una de las muchas contradicciones que albergamos los seres humanos. Suspiramos por un mundo de certezas, pero sentimos el impulso de curiosear qué hay más allá de lo que conocemos, poner a prueba nuestras capacidades, desarrollarnos, extrapolar nuestra experiencia a escenarios y personas nuevas, inventar, innovar, crear, interaccionar, movernos, hacer cosas. Buscamos el prestigio, el reconocimiento, la admiración, la identidad social, o el mero cariño, pero también sentirnos bien con nosotros mismos, percibir nuestra eficacia, desafiarnos, disfrutar, desarrollar nuestra intimidad, expandir nuestra vinculación afectiva, fortalecer los nexos con el otro, degustarnos, ayudarnos, abrillantar el mundo, hacer aquello que nos haga sentirnos orgullosos sin necesidad de que alguien nos retribuya por ello. La incertidumbre nos espanta. La certidumbre sin novedades nos horroriza. Anhelamos la zona de confort, pero no para no salir de ella, como promocionan los gurús de la literatura de la autoayuda, sino como el garante de unos mínimos para la búsqueda de máximos.

 


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