Alex Hall |
Hace unos días escribí un artículo sobre esos
momentos acalorados en los que decimos hirientes barbaridades aparentemente
sin pensarlas (ver). Yo defendía que si las decimos
sin pensar es porque alguna vez las hemos pensado. Una lectora de este Espacio Suma No Cero (a la que desde aquí doy las gracias y mando un abrazo) comentaba que probablemente es
así, y que esas barbaridades proferidas en un momento bilioso las ha desgranado antes nuestro lado perverso. Cuando leí esta reflexión tuve claro que ahí se agazapaba un nuevo artículo. Ofrece una lectura de nosotros mismos muy interesante. Las barbaridades las
incuba «misos», el odio hacia el otro, aunque sea un odio efímero, frugal, un odio momentáneo que asoma en centésimas de segundo y que luego se evapora como una voluta de humo. Si no se desvanece y se queda, si solidifica con solemnidad estatuaria a través de la repetición, si eros no logra derrocar a misos, el odio se convierte en rencor, odio enmohecido, una peligrosa fuente de fabulación
que secuestra la vida y la enclaustra en el zulo en que se convierte la
persona odiada. El odio es un deseo. El deseo de que el mal aterrice en la vida de una persona. No sé dónde leí la
expresión ni ahora sé bien a qué se refería, pero viene perfectamente al caso. Podemos parafrasear que el odio nos hace «vivir la vida en
tercera persona». En el ensayo Por qué amamos de la antropóloga Helen Fisher se demostraba a través de resonancias magnéticas cómo el odio y el amor activaban el flujo sanguíneo en las mismas áreas del cerebro, puesto que ambos sentimientos compartían la peculiaridad de que el otro habitaba ubicuamente en nuestras fabulaciones, auque fuera para la palmaria construcción de relatos muy diferentes. Lo contrario del amor no es el odio. Es la indiferencia. Rara vez soltamos una barbaridad a alguien que para nosotros es el hombre invisible. El odio correlaciona con la importancia.
Si el odio se eterniza, se convierte en rencor. El rencor es el odio entrado en años. Recuerdo que en el ensayo Las
experiencias del deseo, Jesús Ferrero definía el rencor como «ese poso que
va quedando en nosotros en forma de amargura y que nos incita a la violencia,
generalmente verbal». Esa tendencia a la agresión verbal
son las barbaridades que decimos sin pensar porque las vamos rumiando antes. Cuando yo utilizo la
expresión «decir barbaridades» me refiero a convertir el desacuerdo, la diferencia, el
malestar, en una crítica ofensiva inspirada en un anterior momento de odio y
blandida ahora con el fin de zaherir al otro. Una crítica se
puede encapsular lingüísticamente de muchas maneras, y la manera elegida
casa con los propósitos que alberga.
Ocurre que en episodios de alta irascibilidad empleamos la peor de las
maneras posibles por la sencilla razón de que el objetivo suele ser el más lacerante
posible. Si el propósito es infligir daño, rugimos palabras que nos exilian de
la buena educación para contemplar el frenesí del posible dolor. La buena educación no es solo evitar chillidos o gruñidos (se puede ser muy salvaje sin perder la compostura), es no aplastar la dignidad de la persona. Civilizar
la crítica, tratar al otro con la misma equivalencia y la misma consideración que
reclamamos para nosotros, señalar propósitos de enmienda, aportar soluciones, es
desear que todo encaje y que la relación mejore. Si el odio o el rencor nos ha colonizado y no se desea la supervivencia de la
relación, también hay que ser educado cuando los viejos lazos reciben los santos
óleos. No sólo por el respeto a nuestro interlocutor, también para salvaguardarnos nosotros. Hay palabras que en el largo recorrido hacen más daño al que las pronuncia
que al que las recibe.
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