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martes, febrero 05, 2019

Violencia es no poder decir no

Obra de Lina Stenqvist

En el recientemente publicado y muy recomendable Crítica de la razón precaria (Catarata, 2019), del filósofo Javier López Alós, me encuentro con una sucinta definición de precariedad: «aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Es fácil utilizar idéntico argumento para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado me resulta atractivo por su brevedad lapidaria, su sonoridad de eslogan, su evocación para el ejercicio reflexivo. Sin embargo, yo añadiría un matiz medular para que ganara en reciedumbre discursiva: «Violencia es no poder decir no a algo injusto». La propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser arrojado a escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del deterioro, es connatural a la violencia. Siempre me ha gustado diferenciar con nitidez entre el que formula una propuesta injusta y el que la acepta. He percibido con el transcurso del tiempo que se ha producido una subversión de atribuciones. Se culpabiliza al que acepta lo inaceptable, o se le reprende no haber acumulado méritos para soslayarlo, y se exime de toda responsabilidad al que lo propone. Entre los proponentes no solo pienso en personas, pienso asimismo en ideologías económicas y políticas que promocionan ecosistemas ideales para ofertar degradación y humillación. Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede voltear para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva el castigo de vivir en la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. Lo contrario de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia.

Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence. Esta idea es la clave de bóveda de mi conferencia La convicción es la meta. Es muy fácil expropiar a una persona de la soberanía de su decisión sin llegar a desenvainar la agresión física o a conminar con emplearla. De hecho, quien recurre a ella es porque detenta porciones muy reducidas de poder, o directamente ninguna. La violencia directa y física es muy visible y por tanto muy detectable, al igual que lo es la violencia verbal que se encarna en el exabrupto, el excremento con el que se rellena el insulto, o la barbarización del lenguaje cuando se anhela desangrar el buen concepto que el otro tiene de sí mismo. Más difícil de advertir es la violencia que se da en marcos supuestamente discursivos en los que parece que no hay violencia verbal. Existe un flujo de enunciados que son la prueba de que se produce coerción edulcorada y, lo que es peor, la naturalización de la fuerza coercitiva enmascarada en aparentes procesos de elección. A esta violencia yo la bauticé hace unos años como violencia verbal invisible, noción que cuando la inventé no figuraba en ninguna de las geografías de la violencia. Existe la violencia invisible o psicológica, pero mi acuñación señalaba otras singularidades. Veamos.

«Esto son lentejas», «Si no lo aceptas, ahí tienes la puerta», «Es así o así», «O lo tomas o lo dejas», «Si no lo quieres tú, hay muchos esperando ahí fuera». Todas estas propuestas encarnadas en frases corrientes y aparentemente inocuas no tienen nada que ver con decidir, sino con elegir lo que ha decidido otro. La decisión ha sido confiscada, se ocluye la participación de la voluntad, lo que es una forma opresora de constituir comunidad y por tanto de fecundar unos sentimientos u otros en el paisaje compartido. Hay mucha epistemología en estos latiguillos verbales que decoran la interacción humana y se internalizan en ella hasta mutarla. Cuando se propone sin que medie un proceso de deliberación compartida en escenarios en los que no se puede decir no, el sujeto que recibe la propuesta se convierte en objeto. Hay una reificación del sujeto a través del no discurso. Negar la deliberación y la práctica recíproca de hablar y escuchar es cosificar al otro. Cuando se hurta la acción deliberativa incluso en relaciones ausentes de horizontalidad, cuando se desdeña el intercambio ponderado de argumentos que escrutan operativamente el contexto y sus posibilidades, la evaluación consensuada de alternativas, o la siempre necesaria comparecencia de la inteligencia reflexiva, no hay respeto ni consideración («el otro es siempre condición de discurso», afirma la filósofa norteamericana Judith Butler). Hay imposición. Hay opresión. Hay abuso. Hay indignidad. Hay explotación. Hay violencia.

Es sintomática la compensación entre el descrédito y la anatematización de la violencia instrumental y el incremento acelerado de la invisibilizada e incuestionada violencia estructural. La violencia estructural, término inaugurado por el irenólogo Johan Galtung, logra que haya un artificial y doloroso asenso en vez de disenso al imputar la posibilidad de pronunciar el monosílabo no al que quisiese proferirlo e incluso gritarlo. Galtung define esta violencia como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia. Recuerdo una conferencia que pronuncié en la facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado estrategias y espacios que posibiliten el entendimiento sin necesidad de recurrir ni a la violencia instrumental ni a la estructural, y que esos hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre la fuerza (así se titula mi último ensayo). En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en pulverizarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida humana. Algunos autores lo llaman ética de mínimos. Otros justicia. Otros dignidad. Todos se refieren a lo mismo. Y toda práctica de explotación busca lo contrario.




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martes, noviembre 27, 2018

Violencia, ¿qué quieres exactamente?


Obra de Shaun Downey
Este domingo 25 de noviembre se celebró el Día Internacional por la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. A mí me gusta recordar con cierta insistencia que lo contrario de la violencia no es el empleo de la palabra. Esta idea es tan medular que la pormenorizo en el segundo capítulo del ensayo «El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza» (ver). El año pasado me asusté al comprobar los resultados de una encuesta en la que casi la mitad de los hombres encuestados no consideraba violencia las amenazas verbales que le espetaban a su pareja. Tampoco releían como un despliegue de violencia el control encarnado en la imposición de horarios, los celos desmesurados próximos a la limerencia, la recriminación y la fiscalización en la elección de la forma de vestir, la devaluación permanente de la mujer mofándose de ella con comentarios socarrones y enervadamente despectivos o directamente incriminatorios, el detritos linguístico en el que se solidifica el insulto soez, la traída a colación de algún rasgo de la personalidad de la pareja que no aporta nada a una explicación pero que se sabe de antemano que le irritará, el silencio malhumorado como manera enmudecida y soberbia de contestar a un ruego o a una solicitud, o el monosilabeo esquivo y teatralizado como única respuesta a interrogantes que requieren una argumentación extensa. Todas estas conductas no las consideraban ni violencia ni maltrato. En sus delirantes dilucidaciones aducían que se trataba de mero utillaje verbal y las palabras son la antítesis de la agresión, nada que ver con un puñetazo o una miríada de patadas. Para ellos solo emerge la violencia a partir de los moretones y los traumatismos. Lo contrario de la violencia no son las palabras, como escribí al principio, sino la convivencia, que por definición es educada, higiénica, ecológica, respetuosa. Esa convivencia requiere de palabras que mantengan intacta la experiencia intersectada de la consideración, tratar al otro con el amor y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma. Si no es así, dos o más personas malviven, pero no conviven.
 
Hace unos años me lancé a definir qué es exactamente la violencia. Quería encontrar una definición aclaratoria para poder establecer puntos de entedimiento en unos manuales destinados a un curso universitario. Estuve un tiempo dándole vueltas, pero siempre encontraba alguna excepción que anulaba la validez de cada uno de los enunciados. Mi compañero de aventuras en ese curso y en las tareas redactoras, y su rigor puntilloso y exigente para estos temas, hallaba puntualizaciones quisquillosas que me invitaban a seguir rastreando definiciones más rotundas. Finalmente concluí que «violencia es todo acto en el que se intenta doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». Esto no significa que en episodios de violencia no aparezcan las palabras, que la violencia sólo sea una agresión física o la amenaza de sufrirla si no se cumplen los deseos del agresor. La definición tampoco se olvida de la violencia estructural que postula Johan Galtung, y que en nuestro entorno su presencia es directamente proporcional a la anatematización de la violencia física. Cada vez se penaliza más el uso tosco e incivilizado de la fuerza, cada vez se presta menos atención a las órdenes económicas y a las decisiones políticas que logran lo mismo sin necesidad de recurrir a la coacción directa. Hay un hecho que iguala ambas violencias. En la violencia física tiene un papel preponderante no solo el receptor que la sufre, también el perceptor que la observa. En la violencia estructural ocurre lo mismo. La indiferencia convierte al espectador en colaborador. 

Hace un par de años se divulgó el programa El amor no duele con el fin de contrarrestar los efectos mórbidos y la justificación de la agresión en los dominios del amor romántico. Trataba de demostrar la desconexión entre el amor y el dolor que emana de relaciones presididas por cualquier dimensión afectiva menos la del amor. El programa rotulaba cuatro grandes puntos para desmitificar diferentes presupuestos del relato amoroso y desconectarlo del tósigo de los tópicos. Cuando una relación está a punto de perecer, el despechado intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles falaces como por ejemplo «sin ti no soy nada». Frente a esta explicación chantajista sería mucho más honesto aceptar que «contigo soy más». Parece lo mismo, pero son enunciados antagónicos. También en las situaciones en las que se saja el vínculo afectivo se suele esgrimir el argumento narcisista «me quieres quitar la felicidad» (yo lo he escuchado explícita o tangencialmente en una asombrosa retahíla de canciones). El hombre interpreta la ruptura de la relación como estrategia de su pareja para desvalijarle la felicidad, lo que indica el monumental ninguneo de la propia pareja, que según la visión machista no piensa en ella misma para adoptar esa decisión, sino en él, lo que apunta vanidad y soberbia superlativas. Otro cliché que derrumba el programa es la vinculación de los celos con el fortalecimiento del nexo amoroso. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celoso es alguien más enamorado está. Los celos son el miedo a que nos desposean de aquello que posee valor para nosotros, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensa nuestra pareja vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino las tremendas dudas sobre él. Esa inquietud se patologiza cuando los celos se vuelven retrospectivos. 

El tercer apartado de esta mitología es el que declara que «el amor todo lo puede», muchas veces pretextado para quebrantar el autorrespeto que toda persona se debe a sí misma. De nuevo su refutación es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por disolverlas. El último mito, fantástico para justificar barbaridades, es que «quien bien te quiere te hará llorar». El verdadero amor es justo lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones aunque le hagan llorar». No hay mayor prueba de amor que respetar las decisiones de nuestra pareja aunque perjudiquen nuestros intereses. Es un acto de amor porque se valora la autonomía que convierte a un ser en un ser humano al poder elegir, el momento exacto en que la dignidad como valor común e incondicional se convierte en conducta. Cualquier acción que conculque este principio es un predictor de entropía sentimental y carencia de verdadero amor, y probablemente la prueba inequívoca de que lo que sí existe es mucho amor propio, un manantial inagotable para la violencia. La violencia (tanto la física, como la psíquica, la modal y la estructural) persigue evitar el despliegue de esa autonomía en el que uno se decanta por una opción en menoscabo de todas las demás opciones. La violencia siempre intenta eliminar del otro la capacidad de poder elegir por sí mismo.
 


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