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martes, noviembre 27, 2018

Violencia, ¿qué quieres exactamente?


Obra de Shaun Downey
Este domingo 25 de noviembre se celebró el Día Internacional por la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. A mí me gusta recordar con cierta insistencia que lo contrario de la violencia no es el empleo de la palabra. Esta idea es tan medular que la pormenorizo en el segundo capítulo del ensayo «El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza» (ver). El año pasado me asusté al comprobar los resultados de una encuesta en la que casi la mitad de los hombres encuestados no consideraba violencia las amenazas verbales que le espetaban a su pareja. Tampoco releían como un despliegue de violencia el control encarnado en la imposición de horarios, los celos desmesurados próximos a la limerencia, la recriminación y la fiscalización en la elección de la forma de vestir, la devaluación permanente de la mujer mofándose de ella con comentarios socarrones y enervadamente despectivos o directamente incriminatorios, el detritos linguístico en el que se solidifica el insulto soez, la traída a colación de algún rasgo de la personalidad de la pareja que no aporta nada a una explicación pero que se sabe de antemano que le irritará, el silencio malhumorado como manera enmudecida y soberbia de contestar a un ruego o a una solicitud, o el monosilabeo esquivo y teatralizado como única respuesta a interrogantes que requieren una argumentación extensa. Todas estas conductas no las consideraban ni violencia ni maltrato. En sus delirantes dilucidaciones aducían que se trataba de mero utillaje verbal y las palabras son la antítesis de la agresión, nada que ver con un puñetazo o una miríada de patadas. Para ellos solo emerge la violencia a partir de los moretones y los traumatismos. Lo contrario de la violencia no son las palabras, como escribí al principio, sino la convivencia, que por definición es educada, higiénica, ecológica, respetuosa. Esa convivencia requiere de palabras que mantengan intacta la experiencia intersectada de la consideración, tratar al otro con el amor y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma. Si no es así, dos o más personas malviven, pero no conviven.
 
Hace unos años me lancé a definir qué es exactamente la violencia. Quería encontrar una definición aclaratoria para poder establecer puntos de entedimiento en unos manuales destinados a un curso universitario. Estuve un tiempo dándole vueltas, pero siempre encontraba alguna excepción que anulaba la validez de cada uno de los enunciados. Mi compañero de aventuras en ese curso y en las tareas redactoras, y su rigor puntilloso y exigente para estos temas, hallaba puntualizaciones quisquillosas que me invitaban a seguir rastreando definiciones más rotundas. Finalmente concluí que «violencia es todo acto en el que se intenta doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». Esto no significa que en episodios de violencia no aparezcan las palabras, que la violencia sólo sea una agresión física o la amenaza de sufrirla si no se cumplen los deseos del agresor. La definición tampoco se olvida de la violencia estructural que postula Johan Galtung, y que en nuestro entorno su presencia es directamente proporcional a la anatematización de la violencia física. Cada vez se penaliza más el uso tosco e incivilizado de la fuerza, cada vez se presta menos atención a las órdenes económicas y a las decisiones políticas que logran lo mismo sin necesidad de recurrir a la coacción directa. Hay un hecho que iguala ambas violencias. En la violencia física tiene un papel preponderante no solo el receptor que la sufre, también el perceptor que la observa. En la violencia estructural ocurre lo mismo. La indiferencia convierte al espectador en colaborador. 

Hace un par de años se divulgó el programa El amor no duele con el fin de contrarrestar los efectos mórbidos y la justificación de la agresión en los dominios del amor romántico. Trataba de demostrar la desconexión entre el amor y el dolor que emana de relaciones presididas por cualquier dimensión afectiva menos la del amor. El programa rotulaba cuatro grandes puntos para desmitificar diferentes presupuestos del relato amoroso y desconectarlo del tósigo de los tópicos. Cuando una relación está a punto de perecer, el despechado intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles falaces como por ejemplo «sin ti no soy nada». Frente a esta explicación chantajista sería mucho más honesto aceptar que «contigo soy más». Parece lo mismo, pero son enunciados antagónicos. También en las situaciones en las que se saja el vínculo afectivo se suele esgrimir el argumento narcisista «me quieres quitar la felicidad» (yo lo he escuchado explícita o tangencialmente en una asombrosa retahíla de canciones). El hombre interpreta la ruptura de la relación como estrategia de su pareja para desvalijarle la felicidad, lo que indica el monumental ninguneo de la propia pareja, que según la visión machista no piensa en ella misma para adoptar esa decisión, sino en él, lo que apunta vanidad y soberbia superlativas. Otro cliché que derrumba el programa es la vinculación de los celos con el fortalecimiento del nexo amoroso. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celoso es alguien más enamorado está. Los celos son el miedo a que nos desposean de aquello que posee valor para nosotros, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensa nuestra pareja vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino las tremendas dudas sobre él. Esa inquietud se patologiza cuando los celos se vuelven retrospectivos. 

El tercer apartado de esta mitología es el que declara que «el amor todo lo puede», muchas veces pretextado para quebrantar el autorrespeto que toda persona se debe a sí misma. De nuevo su refutación es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por disolverlas. El último mito, fantástico para justificar barbaridades, es que «quien bien te quiere te hará llorar». El verdadero amor es justo lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones aunque le hagan llorar». No hay mayor prueba de amor que respetar las decisiones de nuestra pareja aunque perjudiquen nuestros intereses. Es un acto de amor porque se valora la autonomía que convierte a un ser en un ser humano al poder elegir, el momento exacto en que la dignidad como valor común e incondicional se convierte en conducta. Cualquier acción que conculque este principio es un predictor de entropía sentimental y carencia de verdadero amor, y probablemente la prueba inequívoca de que lo que sí existe es mucho amor propio, un manantial inagotable para la violencia. La violencia (tanto la física, como la psíquica, la modal y la estructural) persigue evitar el despliegue de esa autonomía en el que uno se decanta por una opción en menoscabo de todas las demás opciones. La violencia siempre intenta eliminar del otro la capacidad de poder elegir por sí mismo.
 


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martes, mayo 01, 2018

¿Es posible el altruismo egoísta?




Obra de Bo Bartlett
Para que no haya ninguna duda me atrevo a afirmar que el altruismo no es prerrogativa de almas caritativas, sino de almas muy inteligentes. No entiendo muy bien qué tergiversación nominal y afectiva ha ocurrido para que el altruismo se asocie al egoísmo. Se define como altruismo egoísta toda acción en la que se ayuda al otro, pero la acción se pone en entredicho porque se detecta una tracción motivadora en el placer que procura intrínsecamente la propia ayuda. En el recomendable ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar se indaga con resultados sorprendentes en estas mecánicas. Es cierto que a veces la conducta altruista descansa en la gratificación personal que supone ayudar al otro, pero jamás se me ocurriría conceptuar esa motivación como egoísta. La severidad que supone definir como egoísta una acción altruista me parece una tara léxica nacida de una preocupante corrupción sentimental. La apuntada concordancia entre altruismo y egoísmo se produce en los imaginarios porque se ha hiperbolizado la idea de que ningún acto humano está exento de la búsqueda de beneficio propio, como si colaborar con el otro a su mejora, prosperidad o simplemente a que transite hacia una situación más favorable para sus intereses sea lo mismo que negarle la ayuda, sabotearle oportunidades o procurarle un daño injusto. Incluso la instrumentación del altruismo y su publicidad para elevar la cotización en el parqué social no lo consideraría egoísmo, sino narcisismo o vanidad. 

Existe una zona fronteriza en la que pueden coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años. En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado, pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.

Sostengo que no puede existir en una misma conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo, aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido, estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta debería recalificarse como altruismo inteligente. 

Si ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia, que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos convivencia.



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martes, octubre 31, 2017

Con el amor propio hemos chocado



Obra de Sean Cheetham
Lo confieso públicamente en este Espacio Suma NO Cero. No me gusta la expresión amor propio. Es equívoca y encierra en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un poderoso sistema de motivación en el que se aglomeran muchos sentimientos en los que siempre aparece la figura del otro, un potente deseo para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un proyecto para yuxtaponer los fines propios con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace millones de años revolucionó axiológicamente la vida humana. En sus albores, el amor era la cristalización del cuidado al otro. No guardaba relación ni con la atracción física ni con la sexualidad. Amar a alguien era sinónimo de cuidarlo, atenderlo, prestarle atención, ayudarlo. Esa experiencia del cuidado que requiere nuestra connatural fragilidad es la que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza en el reino de los seres vivos. Aunque parezca antitético, estar asistidos es lo que permite que podamos valernos por nosotros mismos en todo lo demás. Sin embargo, en el amor propio se suprime la presencia del otro y es uno mismo el que, en un ágil ejercicio de funambulismo sentimental, se desdobla para cuidarse. 

Con el amor propio ocurre algo que a mí no deja de sorprenderme cada vez que incursiono en sus dominios para estudiarlo. A pesar de la enorme malla tupida de palabras que poseemos para describir lo que acaece y así colorear con más precisión los muchos cromatismos del mundo, el amor propio indica dos direcciones explosivamente dispares. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes el amor propio comparte estrechos lazos de parentesco. En el ensayo La razón también tiene sentimientos agrupé familiarmente los tres conceptos bajo la nominalización de las desmesuras del ego. En una dirección el amor propio vincula con conductas que sedimentan en una terquedad fósil, en empecinamiento o cerrilismo, en la cultivada inutilidad de ser orgulloso (que nada tiene que ver con sentir orgullo). Tener amor propio en este caso significa no claudicar cuando todos los indicios recolectados desde la racionalidad invitan a hacerlo. No se capitula para no admitir el yerro y por tanto nuestra condición de seres falibles, o para  no aceptar una propuesta presentada por otro que, en una absurda interpretación competitiva de la vida, lo situaría por encima de nosotros. La mayoría de los analistas de conflictos con los que he hablado suelen afirmar que el setenta por ciento de los problemas se cronifican a causa del inmovilista amor propio de los implicados. El amor propio es un muro imposible de franquear por los protagonistas que sin embargo saben muy bien que la posible solución a su conflicto se localiza precisamente al otro lado.

La extraña ramificación de esta expresión nos conduce también hacia un territorio absolutamente distinto. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. El autorrespeto es proteger la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que poseemos por el hecho de ser personas. Tener amor propio cursa aquí con la auroral idea del cuidado, porque es el deber estricto de cuidar de nuestra propia dignidad e impedir que nadie la lastime. Entramos en la esfera de la identidad, la autoestima, el autoconcepto, la consideración, el prestigio, la reputación, el valor positivo que todo ser humano reclama para sí. Tener amor propio es mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquel que intente abollarla. Aunque los fines que persigue el amor propio en esta segunda acepción son siempre meritorios, no están exentos de riesgos en los que es fácil tropezar. Quererse a uno mismo es plausible, pero si ese amor se vuelve insoportablemente excesivo, si se profesa con devoción enfermiza, entonces se pervierte en egolatría. La egolatría y la estupidez acaban fundiéndose en una misma entidad, como muy bien advirtieron los clásicos que estudiaron los pecados capitales. Como todo en exceso es veneno, vindiquemos el amor propio, pero no seamos negligentes con los matices. Amor propio, sí, pero en la dirección que nos mejora. Y en la porción adecuada. 



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martes, julio 05, 2016

Las dos direcciones del amor propio



Obra de Daniel Coves
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente todo y que es el que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.

Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito. Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para que mude su sentido. «Sentir orgullo» no es otra cosa que la satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso.  Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo.  De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de «no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.

Con el amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso, con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.



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