Pintura de David Kockney |
Uno de los términos más manidos
de los últimos tiempos es el de «la escucha
activa». Tendemos a confundir oír con escuchar, que son dos acciones muy
diferentes, y quizá por eso hemos colocado un epíteto a la acción de escuchar. Puede parecer una definición muy llana, pero escuchar
es prestar atención a lo que se oye. En el contexto de una acción comunicativa
es atender a lo que nos están diciendo, anclar nuestra atención en la transferencia de información que están depositando en nosotros. Ocurre que nuestro cerebro recibe mensajes a una velocidad de 150 palabras por minuto
(no podemos hablar más deprisa), pero posee una afilada capacidad para procesar
700 palabras en el mismo tiempo. Esta gigantesca asimetría entre la llegada de información
verbal y la capacidad cerebral para dar cabida a casi siete veces más provoca
que muchas veces estemos pensando en otras cosas mientras alguien nos habla. De ahí la
relevancia de prestar atención, que podría definirse como el acto consciente
en el que impedimos que nuestro cerebro se entretenga con todo aquello ajeno al
episodio comunicativo para centrarse en las pocas palabras que le entrega nuestro interlocutor para decodificarlas.
Precisamente la escucha activa trata de combatir esta propensión a rellenar el
pensamiento con otra información y con otras ideas mientras se dirigen a nosotros. La
escucha activa es una técnica de comunicación en la que un oyente recepciona un
mensaje verbal, identifica lo expresado y después lo reformula utilizando palabras
análogas a las que utilizó su interlocutor para saber si los significados interpretados y los
expuestos concuerdan. Puede parecer una contradicción léxica, pero la escucha
activa no se reduce a escuchar, es sobre todo hablar de lo que acabamos de
escuchar. O sea, a la escucha activa le sobre el epíteto (activa) y le falta un verbo (hablar).