Pintura de Michele del Campo |
Resulta muy curioso comprobar cómo en el discurso social se promociona la empatía y al mismo tiempo lo desacreditada que se halla la compasión. Son dos sentimientos que comparten estrechos lazos familiares. La compasión es hacer propio el dolor del otro, y la empatía es la identificación afectiva con el otro, vivir la vivencia aversiva o efusiva del otro. En un programa educativo llamado
Pedagogía de la Cooperación, destinado a alumnos de la ESO y de Bachillerato, yo
definí la actitud empática como «habitar en los ojos del otro para
sentir y entender cómo se ve la realidad desde allí». Es un sentimiento muy útil porque permite absorber situaciones (y los sentimientos que se derivan de ellas) sin la agotadora necesidad de protagonizarlas. El término empatía ha
ganado centralidad frente a la palabra compasión. Actualmente nos encanta que empaticen con nosotros, pero nos enoja que «se
compadezcan» de nosotros. La compasión está fiscalizada acerbadamente porque se
interpreta que hay en ella señales de desprecio y humillación al otro o, peor aún,
de gratificación y superioridad propias, como si en vez de sentir
dolor se estuviera llevando a cabo un ejercicio de gozosa autocomplacencia. Sin
embargo, ambos sentimientos, la compasión y la empatía, nacen de un hallazgo
maravilloso. Los seres humanos hemos descubierto un mecanismo que correlaciona
con nuestra condición de animales sociales y con nuestro constituyente deseo de
ampliar y profundizar los nexos emocionales con los demás. Compartir el dolor y que el
otro lo sienta como suyo aminora la intensidad de ese dolor en quien lo padece. Más todavía. Hacer
nuestro el dolor del otro es el primer paso para auxiliarlo yendo a sus orígenes. Si ese dolor posee
causas sociales, surge el sentimiento de justicia y el deseo de un mundo menos inhóspito. La compasión muestra una acérrima enemistad con la indiferencia.
Otra paradoja estriba en que señalamos como inhumanas a las personas que no son capaces de
sentir compasión cuando contemplan el sufrimiento de los demás (o muestran aséptico desinterés por él), pero nos revolvemos ante aquel
en el que podemos intuir que siente compasión por nosotros (aunque la merezcamos). Quizá lo que verdaderamente
nos repele es dar lástima. En la gramática sentimental actual dar lástima no balsamiza el dolor, lo subraya
y lo reafirma, y últimamente la lástima emerge sobre todo cuando contemplamos comportamientos tan abyectos que llega a afligirnos el
hecho de que un ser humano, un semejante a nosotros, los pueda llevar a cabo. Este tipo de conductas las calificamos como
miserables. Hace poco le leí a Aurelio Arteta, autor del reputado ensayo La compasión. Apología de un sentimiento bajo sospecha, que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El miserable era el que por su
situación era digno de compasión (al igual que memorable, explica Arteta,
es lo que merece ser recordado). Con el tiempo el término borró su significado seminal, (ahora
señala como miserable al que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de
cargos por conducirse así), del mismo modo que la compasión ha sido arrinconada en
favor de la empatía. La compasión se dirige
al tuétano de la naturaleza humana. La empatía es un contagio afectivo que se queda en la piel, aunque es
paso previo para adentrarse hasta el fondo. La compasión delata en el dolor del otro
nuestra condición de seres humanos y por tanto nuestra ineluctable
vulnerabilidad. Nos recuerda nuestra fragilidad biológica y la necesidad de ayudarnos unos a otros para aminorar su despotismo. Logra una torsión de la mirada. Al ver al otro me veo a mí, y al verme a mí veo al otro. Despierta la dimensión ética.La dimensión humana.