viernes, junio 27, 2014

Un error de persuasión



Resulta curioso que en el último anuncio del Ministerio de Hacienda de lo que más se habla en él es de defraudar. La campaña busca sensibilizar y persuadir de no cometer fraude fiscal explicando pedagógicamente qué carestías padeceríamos en el tejido social los ciudadanos si  lleváramos a cabo esta práctica. Persuadir consiste en influir en las creencias y decisiones de otra persona con el fin de modificarlas y dirigir su comportamiento hacia la dirección deseada por el que persuade. Se trata de doblegar argumentativamente la voluntad de otro mediante la transfiguración de nuevas creencias o la percepción de otros intereses. El anuncio de Hacienda persigue que hagamos correctamente la Declaración de la Renta, pero en los veinte segundos de duración del video se pronuncian en siete ocasiones palabras como «defraudar», «no pagar» o «hacer trampillas». En la literatura de la persuasión existe una poderosa regla de oro. Si se quiere persuadir de algo a alguien, nunca señale en el enunciado la acción que se quiere evitar. El motivo de esta prescripción es evidente. Aquello que se recuerda aunque sea para su reprobación será en lo primero que piense el destinatario. Se incrementarán las posibilidades de experimentar una peligrosa profecia autocumplida. 

Hace unos años asistí a una conferencia de George Lakoff, el autor de No pienses en un elefante (Complutense, 2007), un ensayo sobre las cogniciones lingüísticas en la comunicación política. Su graciosa intervención comenzó solicitando al auditorio que no pensásemos en un elefante de color blanco, pero la propia petición nos empujó a todos los asistentes a construir la imagen que simultáneamente debíamos desalojar de nuestro paisaje mental. Era un modo de demostrar que el pensamiento levanta marcos de referencia condicionado por las palabras que escucha, aunque sean pronunciadas para que las olvidemos o las exiliemos de futuras conductas. El lenguaje determina el andamiaje de nuestro pensamiento, así que el contenido persuasor de una idea depende más de la estructura comunicativa con que es trasvasada que en su contenido intrínseco. El anuncio de Hacienda incumple este mandamiento de la persuasión. Recuerda a esos padres que se pasan el día señalando a sus hijos lo que no tienen que hacer para que en sus infantiles cerebros brote nítidamente aquello que probablemente no habían pensado. Nunca hay que evocar en nuestro interlocutor lo que no deseamos que haga porque será el lugar al que se dirija precipitadamente su pensamiento. Hay que citar lo que nos gustaría que hiciese. Y enumerar los beneficios que le acarrearía hacerlo.    

miércoles, junio 25, 2014

«Falta de hambre», una metáfora fea y discutible



«Falta de hambre» es una expresión que a mí me resulta desafortunada. Indica con cierta antipatía la incapacidad de un sujeto o un grupo para movilizar la energía suficiente en una dirección. En el mundo del fútbol se utiliza para metaforizar la ausencia de ambición, el déficit de motivación, la baja intensidad o un elevado conformismo que momifica el talento. Los hechiceros verbales de la tribu mediática emplean estos días esta fea expresión a modo de resumen que aclare qué le ha ocurrido a la selección española para ser apeada del Mundial de Brasil a las primeras de cambio. Se cita la metáfora como si fuera un martillazo de sentencia y no se esgrimen ni argumentos ni sus ramificaciones, los matices. Cuando hace cuatro años la Selección ganó el Mundial de Sudáfrica se alabaron el «trabajo, trabajo, trabajo» y el buen ambiente del grupo como factores neurálgicos de la proeza, así que era lógico pensar que ahora con su eliminación se apelaría a ambas ausencias para explicar la debacle. Pero no ha sido así. El trabajo es un vector que sólo se señala en las poéticas del éxito, pero se extirpa de las del fracaso. En la nueva jerga la falta de hambre no es otra cosa que la falta de motivación por considerar poco atractiva la meta propuesta. No deja de ser tremendamente contradictorio que «ser un muerto de hambre» sea una maldad con la que se denoste cruelmente a alguien, pero que su contrapuesto, «la falta de hambre», también sirva para reprender la actitud de un tercero.

En la cultura popular se ha hecho célebre el argumento de que el hambre agudiza el ingenio, pero  lo único que sí sabemos empíricamente es que agudiza el mal aspecto. Nadie pluriemplea su inteligencia por pasar hambre. Como metáfora de la ambición y la intensidad, el hambre no es un productor de talento, ni una palanca de cambio, ni un fabricante de ocurrencias, ni un catalizador de habilidades, ni un vector de movilización, ni un proveedor de apego a las recompensas, ni un generador de hábitos afectivos optimistas tan necesarios para prolongar un esfuerzo cuyo reembolso está en un horizonte lejano. Todos estos recursos emocionales pertenecen a la inteligencia que se motiva a sí misma. La motivación es esa energía que despierta en nosotros una acción para intentar su consecución. La literatura insiste en desligarla de cuestiones monetarias, punitivas y, por supuesto, alimenticias. La motivación cursa con la construcción de un proyecto que dirija el caudal energético del deseo en la dirección correcta, con el placer de la propia tarea, con la conciencia de logro (nos encanta comprobar nuestro propio progreso, mirarnos en ese espejo favorecedor), con los desafíos que se pone a sí mismo el talento (ese hábito automatizado por el que ejecutamos acciones de forma excelente y que se expande elásticamente cuando la dificultad aumenta), con el reconocimiento de los demás que nos ayudan a sacar lustre a nuestra reputación, con la satisfacción gradual de alcanzar gratificaciones en el corto plazo (necesitamos pisar tierra firme de vez en cuando), con el sentimiento del mérito merecido que activa mágicamente toda esta rotación virtuosa. Nada que ver ni con el hambre ni con las ganas de comer.