lunes, noviembre 10, 2014

Empatía y asertividad, ni contigo ni sin ti



Fiesta, de Irma Gruenfof
Una de las tensiones más frecuentes que se desatan en la búsqueda de conciliación de intereses antagónicos es la que se produce entre la empatía y la asertividad. La empatía consiste en habitar en la mirada del otro y contemplar desde allí la realidad para tratar de comprender los argumentos que nuestro interlocutor deposita en nuestro intelecto. La asertividad es la habilidad de defender discursivamente nuestra postura y nuestros derechos sin agredir ni denostar los de nuestro opositor. La convivencia entre la actitud empática y la asertiva a veces se enreda y en vez de plebiscitar soluciones agrava los problemas. En un escenario de conflicto podemos pecar de ser excesivamente empáticos y desatender nuestros intereses, o a la inversa, exacerbar nuestra asertividad y mostrarnos insensibles con los intereses de nuestro homólogo, enrocarnos en la consecución de los nuestros aún a costa de perjudicar indiscriminadamente los suyos. 

La empatía o la asertividad son habilidades sociales eficaces o estériles según el uso que hagamos de ellas. Pueden provocar desórdenes homeostáticos en las interacciones si se utilizan en porcentajes desequilibrados. No hay ni que elogiarlas  ni tampoco censurarlas en bloque. No sirve de nada aplaudir una conducta empática cuando la situación solicita asertividad, o entronizar la asertividad cuando el paisaje necesita colorearse inmediatamente de empatía. Hay que utilizarlas bien. A mí me gusta aclarar que normalmente entre empatía y asertividad se produce una relación de vasos comunicantes. Las personas de naturaleza empática refuerzan su asertividad, porque al contemplar la realidad desde ángulos de observación ajenos, y con argumentos poco familiares, les permite cotejar la suya con nuevos elementos y admitir su idiosincrasia y su condición de personas no estandarizadas y por tanto únicas. Del mismo modo, pero en dirección contraria, emplear la asertividad de un manera frecuente saca filo a la empatía. Velar argumentativamente por nuestros derechos es una forma de admitir la presencia de los de los demás, y por tanto erigirnos en sus aliados. Con la defensa empática de nuestros derechos indirectamente custodiamos los de los otros. Puede parecer una conclusión muy lapidaria, pero es díficil que haya asertividad sin empatía y empatía sin asertividad. Se salvaguardan mutuamente.



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viernes, noviembre 07, 2014

La trampa abstrusa o cómo el cerebro nos engaña



Cronos, Marisa Maestre

La trampa abstrusa es un sesgo que padecemos frecuentemente los seres humanos. Su lógica es muy sencilla. Nos negamos a interrumpir un curso de acción en el que hemos invertido tiempo, recursos y energía esperando amortizarlos en un futuro que sin embargo retrasa su llegada o nunca aparece. Ocurre en proyectos monetarios, laborales, creativos, o sentimentales. Nos provoca mucho disgusto desperdiciar costes, destinar partidas sin reembolsar, que no haya una devolución más o menos equitativa de lo entregado. A pesar de que una evaluación racional animaría a abandonar uno de estos proyectos calificándolo de inviable, y que a ojos de cualquiera que lo observe con lúcida distancia es claramente un pozo sin fondo, sin embargo nosotros nos adherimos a nuestra decisión inicial y nos aferramos heroicamente a ese curso de acción porque nos empecinamos en recuperar la inversión, una terquedad que se exacerba si lo desembolsado ha sido muy costoso. De este triste modo lo único que hacemos es invertir más y más recursos, más y más tiempo, más y más expectativas, hasta bordear una bancarrota que puede ser de naturaleza financiera, afectiva o energética (la extenuación). Esta tendencia también se denomina gasto desperdiciado y es una de las muchísimas trampas con las que nuestro cerebro nos engaña permanentemente. O se engaña a sí mismo. En su delatora obra Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía en 2002 sin ser economista, comenta que el mayor error que perpetran los seres humanos es la ignorancia que mantienen sobre su propia ignorancia. No sabemos nada de lo que no sabemos. En alguna ocasión nos bajamos de nuestro narcisismo racional y repetimos con Sócrates el celebérrimo «sólo sé que nada sé», pero es más una postura intelectual que una forma de habitar la realidad. Sabemos que no sabemos nada, pero nuestra conducta cotidiana es la misma que si lo supiéramos todo. Saber que nuestro cerebro hace trampas con nosotros, o consigo mismo, es la única forma de poder sortearlas, lo que no significa que no podamos caer en ellas. Los sesgos sólo se desactivan a través de la duda. Y a veces tampoco así.