Como profesor de la Escuela Sevillana de Mediación, sus directores Javier Alés y Juan Diego Mata me invitaron a participar la semana pasada en una de sus habituales ideas.
Grabar una breve charla sobre Conflictos y Mediación con un profano en
la materia. La idea neurálgica de mi intervención fue que discutan las
palabras para que no se peleen las personas. El ser humano dio un salto cualitativo en la historia de la humanidad el día que pasó de emplear la fuerza para satisfacer sus intereses a esgrimir pacientemente la palabra. Sigmund Freud escribió que la civilización se inauguró en el momento preciso en que uno de nuestros antepasados en vez de atacar a su congénere arrojándole enfurecidamente un sílex le profirió un insulto. Las palabras son la distancia más corta entre dos cerebros que anhelan entenderse, donde compartimos oxígeno con los demás deberíamos exigirnos compartir palabras, pero esta sofisticada tecnología no ha erradicado el uso de la fuerza y el uso de la violencia. Los seres humanos disponemos de la maravillosa creación del lenguaje (y de su siniestro envés, la mentira), pero simultáneamente también somos fácil presa de pulsiones primitivas que lo soslayan a la hora de conseguir nuestros propósitos. Necesitamos seguir reivindicando algo que de puro obvio se nos olvida. La palabra posee el patrimonio exclusivo de la solución de los conflictos. Por la fuerza se pueden terminar, pero no solucionar. Eso sólo le compete a la palabra. A la palabra educada, cívica, argumentada.
Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por Valle Bilbao.
martes, diciembre 02, 2014
jueves, noviembre 27, 2014
En qué quedamos, ¿nos gusta o nos disgusta cambiar?
Se ha divulgado exitosamente una máxima que afirma
que a las personas no nos gusta cambiar. Siento disentir de este enunciado hiperbólico y, como casi todo lo exagerado, divorciado de matices. Basta con echar una
mirada en derredor para advertir que este aserto es falso. Si cambiar nos
provocara esa animadversión que defienden los estudiosos de la gestión del cambio, el
mundo líquido analizado por Zygmunt Bauman no podría haber alcanzado la profundidad que el sociólogo señala en su bibliografía. El mundo líquido testifica la contemporánea imposibilidad de arraigar sólidamente en ninguna parte,
la constatación de que todo (relaciones sentimentales y laborales, profesión,
trabajo, familia, pareja, amigos, ciudad, emociones, afecto, deseos, intereses, voluntades) ha devenido en muy frágil
y por tanto quebradizo y tornadizo. No hay tierra firme sobre la que asentar un proyecto perdurable. Todo es tan voluble que no podemos solidificarnos en nada perenne. La obsolescencia programada destinada a los objetos para acelerar su ciclo de vida y estimular el consumo se ha instalado también en la esfera de los sujetos y por añadidura en su cada vez más veleidoso orbe emocional.
No quiero ser maximalista. Es cierto que en ocasiones el cambio nos provoca aversión. El motivo es simple. El cambio confabula contra la costumbre, que es esa actitud que nos permite ejecutar desempeños sin que seamos muy conscientes de que los estamos realizando. Uno de mis poetas favoritos en la adolescencia escribió un poema sobre la costumbre en el que la definía como una vieja ama de casa que se instala en el hogar y se anticipa a las tareas que nosotros pensábamos hacer. Nos encanta encontrarnos cómodos en los lugares y situaciones en los que la bendita rutina nos procura ingente ahorro de energía y atención. Somos muy renuentes a los cambios impuestos, a aquellos confinados a la decisión de un tercero, a los ambientales cuyo locus de control se sitúa obviamente lejos del perímetro de nuestra voluntad, a aquellos en los que no intuimos los beneficios ni a corto ni a largo plazo y sin embargo sí visualizamos con punzante nitidez los maleficios inmediatos o el advenimiento de factores inequitativos. Pero cuando todos estos vectores no protagonizan el cambio, nos apasiona mudar. Lo hacemos de manera veloz cuando profetizamos escenarios de mejora, cuando nos adentramos hacia ese lugar en el que nos encontraremos más guarecidos y más pertrechados de certidumbre que en el que nos hallamos ahora, cuando somos nosotros los que adoptamos la decisión y tenemos las riendas de los tiempos en los que se va implementando la mutación, cuando intuimos una regeneración en la que nuestra vida brotará de un modo casi inaugural. En esos cambios no hay resistencias. Conclusión. Nos gusta cambiar y no nos gusta cambiar. Esa es la respuesta exacta.
No quiero ser maximalista. Es cierto que en ocasiones el cambio nos provoca aversión. El motivo es simple. El cambio confabula contra la costumbre, que es esa actitud que nos permite ejecutar desempeños sin que seamos muy conscientes de que los estamos realizando. Uno de mis poetas favoritos en la adolescencia escribió un poema sobre la costumbre en el que la definía como una vieja ama de casa que se instala en el hogar y se anticipa a las tareas que nosotros pensábamos hacer. Nos encanta encontrarnos cómodos en los lugares y situaciones en los que la bendita rutina nos procura ingente ahorro de energía y atención. Somos muy renuentes a los cambios impuestos, a aquellos confinados a la decisión de un tercero, a los ambientales cuyo locus de control se sitúa obviamente lejos del perímetro de nuestra voluntad, a aquellos en los que no intuimos los beneficios ni a corto ni a largo plazo y sin embargo sí visualizamos con punzante nitidez los maleficios inmediatos o el advenimiento de factores inequitativos. Pero cuando todos estos vectores no protagonizan el cambio, nos apasiona mudar. Lo hacemos de manera veloz cuando profetizamos escenarios de mejora, cuando nos adentramos hacia ese lugar en el que nos encontraremos más guarecidos y más pertrechados de certidumbre que en el que nos hallamos ahora, cuando somos nosotros los que adoptamos la decisión y tenemos las riendas de los tiempos en los que se va implementando la mutación, cuando intuimos una regeneración en la que nuestra vida brotará de un modo casi inaugural. En esos cambios no hay resistencias. Conclusión. Nos gusta cambiar y no nos gusta cambiar. Esa es la respuesta exacta.
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