|
Obra de Mary Jane Ansell |
Cuando se habla de valores rara
vez se cita la prioridad de saber elegir bien. Probablemente su omisión se deba a que se trata de una redundancia o una superposición léxica. Los valores
en su acepción coloquial ya traen implícitamente una buena elección del extenso y polifónico repertorio de posibilidades que abraza la acción humana. Elegir bien es tener afinada la capacidad de valorar, de optar, de dirimir, de emitir juicios de valor tras auscultar nuestra instalación en el
mundo. Los valores son el resultado de discernir entre lo conveniente y lo que no lo es, entre lo loable y lo
objetable, y poseer valores consiste en que nuestra conducta se decante por lo primero y se aparte de lo segundo. La palabra inteligencia sintetiza
a la perfección esta iluminadora experiencia. Inteligencia proviene del término latino
intelligencia, que a su vez deriva de
intelligere, vocablo en el que se funden las palabras
intus (entre) y
legere (leer, escoger). Inteligente es el que escoge entre varias
opciones la más idónea según sus posibilidades y las demandas del contexto. Es muy fácil elegir acertadamente entre lo bueno y lo malo, pero es
muy difícil elegir entre lo bueno y lo que es mejor.
Como somos existencias al unísono y no existencias insularizadas, como
compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear
tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros
semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. Inteligente
sería por tanto aquel que elige aquella opción que más le conviene sin poner en
peligro que los demás puedan elegir también la que más les convenga a ellos. Sin proponérmelo acabo de explicar qué es la ética (la incursión de los demás en nuestras deliberaciones y en nuestras acciones).
Elegir bien no es fácil. La retórica
de las industrias que fabrican opinión y la comunicación publicitaria estimulan la adquisición
de objetos y experiencias como elementos estelares que resaltan la
distinción, el valor cotizable en la pirámide social, la afirmación de la autoestima, el acceso a la plenitud y a la felicidad. Por
supuesto esos objetos y esas experiencias sólo obtienen validación si pueden ser mercantilizados y rentabilizados como artículos de consumo por el cosmos corporativo. El ser de las corporaciones requiere el
tener de las personas, pero en una relación simbiótica el tener de las personas contrae el ser que son.
He aquí el bucle devorador. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos
los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una
preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización de la cuenta de
resultados. Para paliar esta deficiencia se necesita una rehabilitación de propósitos que sobrepasen la
obsesiva rentabilidad monetaria y que se alisten con los de la afectividad
humana. Como especie que habita una enorme roca colgada del universo no nos queda más remedio que elegir. Frente al discurso dominante de la competitividad y el axioma que defiende que el acérrimo egoísmo personal produce el bien común, podemos contraponer el afecto, la bondad, la generosidad, los cuidados, la atención, la ternura, el
cariño, la ayuda mutua, todo el elenco de esos sentimientos que cuando no los percibimos en una persona la motejamos de inhumana. Intuyo que cada vez son más los que anhelan subvertir
la actual estratificación de valores. Un feliz botón de muestra. El hecho de que el texto que escribí
hace unas semanas sobre la bondad (
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia –
ver-) roce el millón de visitas (cuando el promedio es infinitamente más bajo) patentiza el hartazgo de la lógica del
mercado y el deseo de un estilo de vida más afín con nuestra condición de seres
interdependientes. Urge preguntarnos para qué y a cambio de qué esta perpetua optimización del rédito económico que se ha erigido en la teleología de la vida humana. Urge elegir qué sentido mancomunado queremos darle a la experiencia de vivir.
En las presentaciones de
La razón también tiene
sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (
ver), construyo
una larga ilación que explica holísticamente todo el proceso de la afectividad. Para saber
elegir bien hay que pensar bien, que es fundamental para despertar
sentimientos de apertura al otro, lo que a su vez nos hace desear bien, prólogo para elegir
bien, que es la base para vivir y convivir bien, primordial para pensar crítica y autónomamente. De las interlocuciones de este conglomerado reticular surge el valor que le
damos a lo que hacemos, y ese valor adherido a otros valores da como resultado
una mirada paisajística que otorga el sentido que conferimos a vivir.
Los valores son un marco de referencia de aquello que consideramos valioso para la convivencia (ética de mínimos), pero también la
estrella polar que aprovisiona de sentido privado la tarea de singularizarnos (ética de máximos). Quizá ahora se entienda mejor la popular
canción de mi admirado Battiato en la que en su adhesivo estribillo confesaba buscar «un centro de gravedad
permanente, que no varíe lo que ahora pienso de las cosas, de la gente, yo
necesito un centro de gravedad permanente». Buscaba un sentido, que es la
consecuencia última de elegir. San Agustín acuñó el celebérrimo
«ama y haz lo que quieras
». Amar aquí conexa con el cuidado del otro, de tal forma que si nuestro propósito
es cuidar a los demás podemos hacer lo que queramos porque nadie sufrirá daño
con nuestras acciones. Como los seres humanos albergamos la
capacidad de elegir qué sentido le queremos brindar a nuestra vida, que es la elección que saca más brillo a nuestra autonomía, podemos parafrasear al obispo de Hipona. Elige bien y
haz lo que quieras.
Artículos relacionados:
No hay mayor poder que quitarle a alguien la capacidad de elegir.
Sentir bien.
Singularidad frente a individualismo.