Obra de Eva Serrano |
Los valores éticos son las formas de tratar a las personas que consideramos más idóneas para convivir bien. Esta es la definición que esgrimí hace unos días para compartirla con niñas y niños de doce años a quienes pregunté qué son los valores éticos, y en cuyas respuestas comprobé dos especificidades tremendamente humanas. La primera es que aunque no sepamos verbalizar una idea (lógicamente las criaturas tienen un inventario lingüístico muy acotado), esta incapacidad definitoria no acarrea que desconozcamos en qué consiste la idea. La segunda es que en la esfera ética la acción va por delante de la cognición. Los valores éticos difieren de los valores personales en que estos nacen de predilecciones privadas, mientras aquellos son mancomunados y en el proceso de su elección se puede utilizar la historia de la humanidad como un banco de pruebas que ayude a discernirlos. Los valores personales aspiran a forjar contextos para que concurra la alegría, los valores éticos pretenden que se dé cita lo justo. Desglosemos algunas de estas formas adecuadas para optimizar ese destino irrevocable que es la convivencia. Enumero valores y dispositivos sentimentales que hemos categorizado como excelsos para crear condiciones generativas y ventanas de acceso a una vida buena para todas y todos. Empiezo por los que considero más preeminentes.
La amabilidad es una congregación de gestos con los que allanar la
convivencia para hacerla apacible. La conducta resulta amable cuando entablamos una relación cordial con esa pequeña parte del mundo que es nuestro alrededor. La bondad es todo curso de acción que colabora a que el bienestar y el bienser puedan comparecer en la vida de los demás, y que cuando se adentra en el espacio político se traduce en justicia. La dignidad
es el valor común que toda persona posee por el hecho de ser persona, al margen de la moralidad de sus acciones. El respeto es el
cuidado de esa dignidad. El cuidado es una acción en la que ponemos nuestra
atención al servicio de la otredad. La compasión es un afecto primero y una movilización después destinada a que el sufrimiento amaine en quienes son aquejados por él. El amor es el sentimiento que brota cuando ayudamos
a que nuestras personas queridas aumenten sus posibilidades de ser merecedoras
de vivir situaciones de alegría. La
alegría es el afecto que indica que la vida da el asentimiento a que los
propósitos se hagan realidad, y con su expansiva presencia nos informa de que vamos en la dirección en que la existencia merece ser celebrada. Cuando la vida concede derecho de admisión a los deseos, los sentimientos de apertura al otro germinan y crecen y las personas tienden a mostrarse más amables, lo que facilita la emergencia de gestos y afectos empeñados en que cada día sea algo parecido a la dicha que se acaba de vivir. Pero esta dicha no es privativa, al contrario, quienes la experimentan la anhelan para todas las personas, porque todas son valiosas, y como todo lo valioso es vulnerable, la vulnerabilidad nos obliga a mostrarles cuidado y consideración, que es cómo señalamos el valor positivo que demandamos para nuestra persona al asignárselo simultáneamente a todas, ideación que hemos sintetizado en la dignidad. He aquí la circularidad inagotable de los valores éticos.
La combinatoria
de estas formas elegidas para la conducción de la vida la hemos denominado
trato humano. En su último ensayo, La escuela del alma, Josep María Esquirol
nos avanza que hay que «educar para que lo humano del humano florezca y fulgure
para siempre». Unas líneas más adelante compendia y revela algo que
parece que se ha olvidado en los discursos de la plaza pública: «Todos somos educadores, porque nos
orientamos unos a otros». Cuando el otro
nos preocupa, fortalecemos el espacio transpersonal, las interacciones donde la
vida se transfigura en vida humana. Hay trato humano allí donde ponemos interés en los intereses de los demás, allí donde personas diferentes a la nuestra sin embargo no nos resultan indiferentes. A mis alumnas y alumnos les recalco que ser
un ser humano es una suerte, porque el ser humano aspira comportamentalmente a
actuar bajo la égida de los valores éticos y humanos. De hecho, es sintomático y muy ilustrativo que a la persona que abroga esta aspiración la descalifiquemos como
inhumana, o desalmada, aquella persona que carece de alma y por tanto desempeña
acciones en las que daña a terceros sin que el sufrimiento que inflige le afecte o le interrumpa su imperturbabilidad. La explicitud
del adjetivo desalmado, desalmada me parece sublime. Habla maravillas de lo que supone tener alma.
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