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martes, octubre 01, 2024

Tener alma es gobernarse por valores éticos

Obra de Eva Serrano 

Los valores éticos son las formas de tratar a las personas que consideramos más idóneas para convivir bien. Esta es la definición que esgrimí hace unos días para compartirla con niñas y niños de doce años a quienes pregunté qué son los valores éticos, y en cuyas respuestas comprobé dos especificidades tremendamente humanas. La primera es que aunque no sepamos verbalizar una idea (lógicamente las criaturas tienen un inventario lingüístico muy acotado), esta incapacidad definitoria no acarrea que desconozcamos en qué consiste la idea. La segunda es que en la esfera ética la acción va por delante de la cognición. Los valores éticos difieren de los valores personales en que estos nacen de predilecciones privadas, mientras aquellos son mancomunados y en el proceso de su elección se puede utilizar la historia de la humanidad como un banco de pruebas que ayude a discernirlos. Los valores personales aspiran a forjar contextos para que concurra la alegría, los valores éticos pretenden que se dé cita lo justo. Desglosemos algunas de estas formas adecuadas para optimizar ese destino irrevocable que es la convivencia. Enumero valores y dispositivos sentimentales que hemos categorizado como excelsos para crear condiciones generativas y ventanas de acceso a una vida buena para todas y todos. Empiezo por los que considero más preeminentes.

La amabilidad es una congregación de gestos con los que allanar la convivencia para hacerla apacible. La conducta resulta amable cuando entablamos una relación cordial con esa pequeña parte del mundo que es nuestro alrededor. La bondad es todo curso de acción que colabora a que el bienestar y el bienser puedan comparecer en la vida de los demás, y que cuando se adentra en el espacio político se traduce en justicia. La dignidad es el valor común que toda persona posee por el hecho de ser persona, al margen de la moralidad de sus acciones. El respeto es el cuidado de esa dignidad. El cuidado es una acción en la que ponemos nuestra atención al servicio de la otredad. La compasión es un afecto primero y una movilización después destinada a que el sufrimiento amaine en quienes son aquejados por él. El amor es el sentimiento que brota cuando ayudamos a que nuestras personas queridas aumenten sus posibilidades de ser merecedoras de vivir situaciones de alegría. La alegría es el afecto que indica que la vida da el asentimiento a que los propósitos se hagan realidad, y con su expansiva presencia nos informa de que vamos en la dirección en que la existencia merece ser celebrada. Cuando la vida concede derecho de admisión a los deseos, los sentimientos de apertura al otro germinan y crecen y las personas tienden a mostrarse más amables, lo que facilita la emergencia de gestos y afectos empeñados en que cada día sea algo parecido a la dicha que se acaba de vivir. Pero esta dicha no es privativa, al contrario, quienes la experimentan la anhelan para todas las personas, porque todas son valiosas, y como todo lo valioso es vulnerable, la vulnerabilidad nos obliga a mostrarles cuidado y consideración, que es cómo señalamos el valor positivo que demandamos para nuestra persona al asignárselo simultáneamente a todas, ideación que hemos sintetizado en la dignidad. He aquí la circularidad inagotable de los valores éticos.

La combinatoria de estas formas elegidas para la conducción de la vida la hemos denominado trato humano. En su último ensayo, La escuela del alma, Josep María Esquirol nos avanza que hay que «educar para que lo humano del humano florezca y fulgure para siempre».  Unas líneas más adelante compendia y revela algo que parece que se ha olvidado en los discursos de la plaza pública: «Todos somos educadores, porque nos orientamos unos a otros». Cuando el otro nos preocupa, fortalecemos el espacio transpersonal, las interacciones donde la vida se transfigura en vida humana. Hay trato humano allí donde ponemos interés en los intereses de los demás, allí donde personas diferentes a la nuestra sin embargo no nos resultan indiferentes. A mis alumnas y alumnos les recalco que ser un ser humano es una suerte, porque el ser humano aspira comportamentalmente a actuar bajo la égida de los valores éticos y humanos. De hecho, es sintomático y muy ilustrativo que a la persona que abroga esta aspiración la descalifiquemos como inhumana, o desalmada, aquella persona que carece de alma y por tanto desempeña acciones en las que daña a terceros sin que el sufrimiento que inflige le afecte o le interrumpa su imperturbabilidad. La explicitud del adjetivo desalmado, desalmada me parece sublime. Habla maravillas de lo que supone tener alma. 


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martes, septiembre 10, 2024

Vuelta a la escuela y al cultivo de la atención

Obra de Tim Eiteil

 

El primer día que imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en la pizarra una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorar nuestro horizonte como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir o, lo que es lo mismo, cómo tratarnos y cómo tratar a los demás con quienes formamos la experiencia coral de la vida humana, que es humana precisamente por el acontecimiento de ser compartida. En otras ocasiones cambio la críptica frase por una adivinanza que suele tener muy buena acogida y provocar inmediatas indagaciones: «¿Alguien sabe cuál es con creces el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra?» Las alumnas y alumnos enumeran unos cuantos países con regímenes dictatoriales o con un precario Estado de Derecho en el que la vida alberga un valor nulo o muy módico. Entonces les comparto que el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Luego pormenorizo que una persona educada mal es una persona con un entramado afectivo en el que hay preeminencia de sentimientos de clausura al otro frente a los de apertura. Esa persona articula su comportamiento con desatención, desconsideración, descortesía, iracundia, gelidez, indolencia, irrespeto, desdén, actitud desalmada, proclividad a desplegar gestos que no dudamos en descalificar como inhumanos. Es el ser que no nos gustaría ni ser ni tener cerca. El ser que no presta atención a la otredad con quien la vida lo impele a relacionarse.

Me he aprendido de memoria el precioso párrafo inicial con el que Josep Maria Esquirol inicia su hermoso y apacible ensayo La escuela del alma, y que ahora viene en mi ayuda para recalcar lo que quiero decir: «Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide casa. Hay escuela porque hay mundo, y el mundo pide atención». Conceder atención al mundo es ante todo concedérsela a las personas que lo habitan con el fin de establecer interacciones afectuosas y justas, pero también vertebrar estructuras y condiciones de posibilidad que propendan a facilitar su emancipación y el despliegue de la dignidad de la que son acreedoras. Hoy es el primer día de clase tras el ínterin estival, la vuelta a la escuela, a ese lugar en el que todos los saberes y los aprendizajes se pueden compendiar en aprender a prestar atención.  De hecho, el propio Esquirol define unas páginas más adelante la praxis del estudio como atención reiterada. La buena noticia para quienes estudian, y también para quienes hacen de la vida una forma de estudiar, es que la belleza es la ofrenda con que la atención es obsequiada. Basta con adquirir una conciencia porosa de nuestros afectos, nuestra vulnerabilidad y nuestra finitud (que no es sino una atención sobre nuestras características constituyentes) para que todo lo que nuestra mirada contempla a su alrededor adquiera belleza y valor. 

En La capital del mundo es nosotros esgrimí una noción lacónica de educación pero que requeriría muchas páginas para explicitar su insondabilidad: «Educar es aprender a admirar lo admirable». Para un cometido filosófico tan complejo necesitamos inexorablemente el concurso de una atención que demanda cultivo y hábito para dar lo mejor de sí. Este ejercicio sostenido con paciencia  y denuedo será gratificado con la recompensa más excelsa de entre todas las posibles: «Felices los que prestan atención, entrenan su espíritu para recibir», que es el aserto con el que Esquirol encabeza el capítulo cuarto de su balsámico ensayo. La atención absorta e ilustrada posee el don de inaugurar la existencia a cada instante, faculta el disfrute de la gigantesca inexplicabilidad de la vida con la que el alma se descorcha a sí misma. Ojalá este curso que empieza hoy colabore a que muchas personas, justo en la edad en que modulan su carácter y van fijando sus puntos cardinales identitarios, se conviertan en personas atentas y puedan celebrar la belleza, el regalo con que la atención agasaja a quienes la practican.

 

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martes, junio 04, 2024

Adiós a la hipocresía

Obra de John Wentz

El lenguaje popular nos informa de que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. La persona que se guía hipócritamente promociona unos valores que luego sin embargo no pone en práctica. Hipócrita es por tanto quien imposta afecto a una manera de entender el mundo y a través de diferentes ardides orales alardea de ser quien en realidad no es. Según el diccionario de la Real Academia, «la hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». Hay desavenencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después acaba cuajando en las acciones. Se conocen las palabras que se estiman en la conversación pública y se elogian en aras de ampliar la cotización en el parqué social, o se autocensuran aquellas otras en las que se cree firmemente a sabiendas de que no son populares y defenderlas en cualquier ágora acarrearía perjuicios en la reputación. La hipocresía sería en síntesis el acto en el que una persona se comporta de forma opuesta a los valores nobles postulados por ella misma.

Algunos autores conceptualizan esta estratagema no como hipocresía, sino como buenismo. En su ensayo La banalidad del bien, Jorge Freire define buenismo como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Tanto la hipocresía como el buenismo nos indican que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. La ética se suplanta por cosmética lingüística. La astucia del neolenguaje y la parafernalia conceptual de los valores encubren la conducta cuestionable a la que se aspira. Este empleo hipócrita, buenista o maquiavélico de los valores hace que seamos duchos en enumerarlos y señalarlos, pero no en practicarlos. Cansado de esta constatación, David Cerdá propone que «hay que hablar más de comportamientos y menos de valores». Conocemos y aplaudimos valores que sabemos humanizan y proporcionan mejores soluciones a la convivencia, pero luego nos inclinamos por aquellos comportamientos que los subvierten porque procuran ventajas privadas a costa de dañar los bienes públicos. Hablo en presente, pero quizá debería hacerlo en pasado.

En Las palabras rotas, Luis García Montero nos recuerda que «necesitamos sacar las palabras y su tiempo del cubo de la basura del descrédito para que nuestros actos respondan a ellas y de ellas». Acaso sea ya tarde para esta labor. Uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia. Las palabras que embellecen el comportamiento cuando se cumplen han dado paso a otras que lo deslucen y lo estropean. Muchos representantes del poder formal democrático ya no consideran ningún desdoro hacer un uso público de la palabra para atentar contra los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo que procuraba la hipocresía. Son malos tiempos hasta para la retórica acendrada y pulcra que la impostura requería para su despliegue. Que en el vocabulario político se utilizara panegírica y frecuentemente la palabra dignidad, aunque luego se la minusvalorara en las decisiones, era un escenario más tranquilizador que este otro en el que no se tiene pudor en desdeñarla o ningunearla. 

En uno de los capítulos del ensayo Dignidad, y tras explicar su genealogía y su funcionalidad, Javier Gomá define la dignidad como lo que estorba. Y especifica: «Estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto». Su elevación a derecho (la dignidad es el derecho a  tener derechos, concretamente los Derechos Humanos) tuvo como precautorio fin el que nadie pudiera convertir la vida ajena en un festín de la propia. Hasta hace unos años resultaba inverosímil que alguien con responsabilidades en la esfera pública pusiera en entredicho valores vertebrales para la convivencia y la dignidad humanas. La vergüenza o el rubor aconsejaban el silencio o la impostura, el vicio seguía rindiendo tributo a la virtud. La hipocresía alababa esta dignidad, aunque quienes la elogiaban estuvieran persuadidos de que estorbaba y ocluía la consecución de sus verdaderos intereses. El avance degenerativo es que ahora abiertamente se señala su condición de estorbo, pero no como freno para la crueldad y la violencia, sino como impedimento para satisfacer intereses abyectos casi siempre asociados a la rentabilidad económica y la expansión de poder. La paulatina desaparición de la hipocresía no es una buena noticia como se podía prever. Es la constatación de un retroceso preocupante. 

 

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martes, abril 23, 2024

¿Leer nos hace mejores personas?

Obra de Adam Jeppesen

Es muy fácil responder al interrogante con el que he titulado el artículo de hoy con motivo de la siempre feliz celebración del Día del Libro. Leer no nos hace mejores personas, nos hace mejores personas actuar virtuosamente. En un artículo académico titulado ¿Pero leer novelas nos hace mejores? la filósofa Belén Altuna (autora del recientemente publicado y completísimo ensayo En la piel del otro) cuestiona que la ficción literaria acarree un desarrollo moral compendiado en la evolución del razonamiento sobre la justicia. A pesar de defender que la lectura fecunda la imaginación empática, Altuna se apresura a aclarar que los medios de experimentación vicaria del yo (los personajes de las novelas) no conducen al lector necesariamente a la acción. Inspirado por este argumento, resulta tentador hacer un paralelismo entre la lectura y el mundo de los valores. Del mismo modo que el conocimiento de los valores no nos mejora éticamente, sino más bien ponerlos en escena a través de las virtudes y frecuentarlos hasta encarnarlos en hábitos, la lectura se supedita a mecanismos idénticos. Lo que leemos deviene yermo si no lo transferimos a acciones concretas que a fuerza de repetirse moldeen el carácter y enriquezcan nuestra personalidad.

Leer no nos hace mejores personas, aunque sí ofrece condiciones de posibilidad para ampliar nuestro horizonte epistémico y confrontarnos con una pluralidad de perspectivas que fortalezcan nuestra imaginación y nuestros resortes empáticos. La lectura ayuda a elegir en tanto que estimula nuestra proyección imaginativa y ensancha los escenarios de lo posible, pero la elección es una acción que le atañe resolver privativamente a nuestra voluntad. Leer azuza la función deliberativa, que es un buen preámbulo para adoptar decisiones sensatas. Nos emplaza a la reflexión empalabrada con la que luego nuestro cerebro lingüístico podrá sopesar qué criterios son los más acertados para fundamentar aquellas acciones que merecen participar en el mundo con el propósito político de mejorarlo y mejorarnos. 

La lectura nos libera de la pobreza de la visión autorreferencial y desplaza la mirada hacia otras realidades y otras concepciones. El contacto con la alteridad nos redime de una mirada autocentrada incapaz de ver e imaginar nada que sobrepase los confines de ella misma. Con la lectura nuestra mismidad acepta ser concernida por una otredad que le posibilita otear el mundo desde emplazamientos vetados a su vida o a las contiguas con las que conforma su círculo de proximidad. Como técnica que provee experiencia indirecta, la lectura es un factor coadyuvante en la conformación de conocimiento. Faculta un aprendizaje vicario sin el cual las referencias que nos surten de modelos quedarían drásticamente restringidas. Si solo aprendiéramos a través del empirismo que rezuman las vivencias personales, nuestro conocimiento sería paupérrimo y ridículo en comparación con el que se concita en la heterogénea inmensidad del mundo.

Moralizar la lectura es un error, pero es un acierto ensalzarla como una actividad que a través de las dinámicas del hábito nos va a permitir sentir mejor, un prerriquisito insoslayable para decantar nuestras decisiones hacia lo conveniente y lo justo. Leer ordena y ejercita la atención, privilegia la cadencia de la pausa, favorece la precisión conceptual y el manejo crítico de ideas, entrena la memoria, cultiva la comprensión, forja las estructuras argumentativas. Son desempeños contra los que confabula un mundo que propina la emocracia (el poder de lo emotivo frente a lo deliberativo), la celeridad que rapta placer y sentido a los procesos, el desorden atencional, la expropiación de decisiones cada vez más pastoreadas por la inteligencia algorítmica, la desmemoria por agotamiento estimular, la deficiente comprensión, la penuria léxica, y la inanición discursiva fomentada tanto por la pantallización de las existencias como por el ágora política y su denuedo en polarizar los discursos a despecho de vejar una inteligencia y una bondad que deberían presidir cualquier intervención pública. Leer se ha alzado en un acto de insurgencia contra los imperativos de una razón económica obsesionada hasta el delirio por la productividad y la rentabilidad. Leer no nos hace mejores, pero ofrece contención a dinámicas epocales que claramente nos empeoran. Y otro aspecto nada baladí. La lectura pone a disposición de quien lo desee munición para defenderse de muchos de esos dislates con que las personas arramblamos con nosotras mismas.

 
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