martes, julio 11, 2017

Aporofobia: aversión y rechazo al pobre por ser pobre

Obra de Cornelius Volker

Estos días estoy leyendo el ensayo Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós, 2017) de Adela Cortina. Aporofobia es el término con el que se describe el desprecio a las personas en situación de pobreza. Es un concepto acuñado por la propia Adela Cortina hace dos décadas. Mi mejor amigo y yo nos topamos con él en uno de sus artículos de aquellos días. Recuerdo que hablamos mucho al respecto y desde entonces esa palabra forma parte de nuestro vocabulario cotidiano. Aporofobia proviene del término griego áporos, sin recursos, y gracias a esta reciente palabra podemos referirnos a la animadversión que se vierte hacia una persona exclusivamente por el hecho de ser pobre. El ejemplo de la inmigración es paradigmático. Se rechaza al inmigrante pobre, pero incluso se sugiere cambiar la legislación del país receptor para que se instale a su conveniencia el inmigrante rico. En realidad, como señala Cortina, es repulsión al que está en una situación de debilidad, cruel estigmatización de los peor situados. El pobre se convierte así en abyecto objeto de repudio (que no sujeto, en tanto que no se le reconoce dignidad). Creo que también se podría tachar de aporofobia el denigrante discurso que vincula la pobreza no a una consecuencia económica y política de la escandalosamente desigual distribución de los recursos, sino a un fracaso personal, al demérito o a la escasez de esfuerzo y su subsiguiente ausencia de premio. Es el colmo de la pobreza y el cinismo de la riqueza: el pobre además de ser pobre es culpable de serlo. Se antoja harto difícil erradicar la pobreza del espacio compartido cuando un elevado número de los que comparten ese espacio creen que quien la padece es porque se la merece. Esta visión despolitiza el problema social de la pobreza y lo relega a asunto privado. Imposible así establecer escenarios de diálogo y deliberación en torno a la génesis de las tremebundas desigualdades económicas.

Se suele definir la pobreza como la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. Esta afirmación es irrefutable, pero presenta una lectura muy reduccionista. En Sentimentalismo tóxico,  de Theodore Dalrumple,  se especifica  la pobreza como la situación en la que una persona recibe unos ingresos inferiores al sesenta por ciento de la renta media. Luego explica qué consecuencias trae adosada una pobreza crónica: menos esperanza de vida, mayor frecuencia de enfermedades, dolores y discapacidades sin acceso a un tratamiento, trabajo continuo y monótono que solo sirve para sobrevivir en pésimas condiciones, ansiedad e inseguridad sobre el futuro. La situación de pobreza ratifica el Principio Mateo: «al que más tiene, más se le dará, y al que tiene poco, hasta lo poco que tiene se le quitará». La usurpación más severa de la penuria viene a continuación. Adela Cortina cita al Premio Nobel de Economía Amartya Sen para presentar la pobreza en su dolorosa totalidad: «la pobreza es falta de libertad, imposibilidad de llevar a cabo los planes de vida que una persona tenga razones para valorar».  La ausencia de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana, pero sobre todo en la construcción de un horizonte vital. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del léxico la palabra proyecto. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la indefensión, la pobreza salarial) desdibujan el presente poco a poco, pero su verdadera víctima es la desintegración de cualquier idea de futuro.

En Temas básicos de ética, Xabier Etxeberría ofrece una afirmación similar: «En la pobreza no hay más proyecto de autorrealización que el de sobrevivir». En La felicidad paradójica, Guilles Lipovetsky explica muy bien cómo la pobreza no es solo la insuficiencia de recursos económicos, sino vivir sumido en la carencia de autonomía y proyectos. Dicho con el vocabulario de la filosofía moral. Si no hay unos mínimos (condiciones y bienes materiales) que garanticen la supervivencia, no puede haber ningún máximo (proyectos personales de autonomía). El artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos intuye esta condición y la convierte en derecho: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional y en conformidad con la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad». Hace poco un muy amable lector de La capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de recursos es inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Ser pobre no es morirte de hambre, es que el proyecto en el que uno encarna su dignidad está muerto.




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martes, julio 04, 2017

Cuidar y ser cuidado



Obra de Javier Arizabalo
Cuidar y ser cuidado es un hecho consustancial a nuestra condición de seres que necesitamos a los demás para vivir una vida significativa. Nuestra debilidad es tan omnímoda que no nos valemos por nosotros mismos para prácticamente nada. Platón lo advirtió y en La República es tajante cuando escribe que «ninguno de nosotros se basta a sí mismo». Cualquiera que esté leyendo ahora este texto, además de provenir del cuerpo de otra persona, ha sido cuidado de manera explícita a lo largo de unos cuantos decisivos lustros, y de manera implícita todos los días hasta hoy. Somos seres tan sociales que no existe una realidad alternativa que contraponer a la sociabilidad. Nuestra indisoluble interdependencia hace que el cuidado forme parte intrínseca de cada uno de nosotros y se erija en la bóveda de clave de nuestra irrenunciable condición de existencias al unísono. Existir es una tarea muy compleja que exige tiempo completo, pero esa tarea quedaría muy destartalada, o se clausuraría en breve, sin el cuidado y el apoyo de los demás. Cuidarnos los unos a los otros es el sedimento natural de haber nacido, la evidencia de que no somos individuos insulares. El cuidado es la ayuda destinada a paliar las necesidades del otro sin que haya transacción económica de por medio. Esta apreciación es cardinal y la distingo de la profesionalización de los cuidados dirigidos a niños, ancianos y enfermos cuando esta cronófaga labor rebasa nuestras posibilidades. Cuidamos a aquellos con los que nos une el afecto y el afecto emana entre quienes nos cuidamos. Me atrevo a aventurar que cuidado y afecto son dimensiones gemelas. Como afortunadamente el afecto está blindado a la monetarización, el cuidado se ha invisibilizado como práctica social (realizada mayoritariamente por mujeres y minusvalorada secularmente por la mirada androcéntrica). También se ha opacado su gigantesca centralidad en el paisaje comunitario. Sin la constelación de los cuidados la vida tal y como la entendemos ahora sería impensable.

Se ha instalado un tropismo psicológico que conceptúa el cuidado como la asistencia al otro en exclusivos episodios de adversidad. El cuidado se relee como una fuerza de oposición a los sinsabores con los que la vida desordena nuestros propósitos o el itinerario pronosticado para nuestra biografía. Se entiende así que solamos emparejarlo con apaciguar los contratiempos más lóbregos con los que la vida ostenta jerarquía sobre nuestra existencia. Cuidamos al otro o nos cuidan a nosotros cuando una enfermedad sitia el organismo, cuando se avería alguna parte del cuerpo que interrumpe la autonomía, cuando la carne anciana convoca a la decrepitud o a la finitud, cuando nos vemos rodeados por la precariedad y la indefensión, cuando algo o alguien nos magulla el alma, cuando la reiterada violación de expectativas nos despierta peligrosísima astenia existencial. Sintetizando. El cuidado es el encargado de mitigar la miserias con las que ineluctablemente la vida ensucia o ensuciará nuestra estancia en el mundo. Me atrevería a decir que es sobre todo un suministrador de tranquilidad, el tesoro más preciado por cualquier ser vivo con capacidad de hacer predicciones.

Esta orientación unidireccional del cuidar escamotea las experiencias del gozo y el disfrute, aparta cualquier vestigio de alegría entre las tareas del cuidado. Existe una expresión coloquial que a mí me hace mucha gracia y que confirma esta unidimensionalidad: «Si te encuentras mal, sabes que puedes contar conmigo». Ante una invitación así, yo suelo responder: «Y si me encuentro bien, ¿también puedo contar contigo?». El matiz no es ocioso. Muchas personas sólo prestan cuidado para amortiguar la tristeza, pero lo repliegan para la alegría. Acuden a sedar la desgracia, pero no a propiciar la gracia. El sentimiento de la compasión nos enseña a diario que compartir la pena diezma la pena, pero compartir la alegría multiplica la alegría. El cuidado también es participar o hacer partícipe al otro de esta prodigiosa multiplicación. Iré más lejos todavía.  En el ensayo La capital del mundo es nosotros (ver) postulo que «cuidar al otro es hacerle poseedor de los Derechos Humanos, prestarle atención, expresar afecto, recepcionar su cariño y devolvérselo, establecer estructuras de equidad, compartir, hablar, hacer, reír, llorar, jugar, degustarse, mejorarse, ampliarse, compadecerse, ayudarse, solidarizarse, respetarse, considerarse, reconocerse, dignificarse». Se pueden añadir más verbos. Todos relacionados con la experiencia del goce y la conservación de la tranquilidad, todos vinculados con el ideal de vida que nos gustaría vivir. No hay mayor cuidado posible.



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