Obra de Mónica Castanys |
Nacer es el acontecimiento que permite la llegada de todos los demás acontecimientos. Nacer es la posibilidad que posibilita todas las posibilidades, incluida la de la muerte, el evento biológico cuya posibilidad imposibilita todas las anteriores posibilidades, y que cuando se haga acto nos expulsará del mundo. Somos seres obsolescentes, pero sobre todo somos seres que incorporan la idea de finitud al ejercicio deliberativo. Morir es un episodio natural, pero la mortalidad es una operación cultural. En las luminosas páginas de La resistencia íntima, el profesor Esquirol nos recuerda que «vemos que la vida del sí mismo que somos es una recta que lleva de lo desconocido a lo desconocido». Ninguna idea nuclear sobre los trajines humanos se debería librar de la conciencia de finitud para que la reflexividad no quede escamoteada. Sentirse tiempo limitado es una experiencia radical que confiere sentido a la obligatoriedad de elegir. Hay que decantarse por unos fines en menoscabo de otros puesto que no hay tiempo para todo. El nacimiento nos inaugura y la muerte nos clausura. Baltasar Gracián se quejaba tanto de lo uno como de lo otro: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, no deberíamos morir». Es fácil parafrasear al escritor jesuita y orientar su aserto en dirección a la alegría, que es el sentimiento con el que decimos sí a la vida: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, deberíamos vivir bien».
Vivimos una realidad anfibia.
Somos sujetos pacientes porque se nos da una vida, pero somos sujetos agentes
porque somos nosotros quienes tenemos que dirimir imaginativamente qué hacer con ella. El
pesimismo vitriólico de Emil Cioran señaló esta peculiaridad en su primer ensayo
cuyo título explicita qué piensa de este asunto tan relevante: Del inconveniente de haber nacido.
Me viene a la memoria uno de los aforismos incluido en sus páginas: «No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!». Algunos autores catalogan la circunstancia de la natividad como
deyección. Hemos sido arrojados a una existencia y ahora tenemos que hacer algo con esta eventualidad. Antes de existir no había nada que
hacer y ahora sin embargo existir nos obliga a una multiplicidad de quehaceres.
A ese cómputo de tareas las llamamos vivir. Vivir es un verbo y por tanto
implica acción. Vivir es existir, la acción en la que hago algo con la
existencia que tengo en un tracto de tiempo que llamamos vida. Lo que hago con la existencia con la que me he encontrado de un modo contingente me hace ser.
Somos una subjetividad corpórea y movediza que va mutando las preferencias y contrapreferencias en las que se autoconfigura según el medio ambiente en el que radique y las vicisitudes con las que colisione. Heidegger desmenuzaba con su habitual cripticismo que el ente que somos siempre está en una situación, y esa situación, que hace que el ente difiera en función de la situación, es el ser ahí. A ese ser ahí lo llamó Dasein. Ortega advirtió que «la vida es el dinamismo dramático entre el mundo y yo». Un mundo que me encuentro hecho, añado yo, aunque en perpetua metamorfosis, igual que el yo que cae en él y en él se va determinando con sus actos volitivos. A medida que vamos instalándonos en el mundo con nuestras decisiones, acciones y omisiones también vamos configurando el mundo en que nos instalamos con ellas. Cedo la palabra a George Steiner para que esclarezca qué mundo nos encontramos al nacer. En Nostalgia de lo absoluto admite que «en lo más profundo de su ser y de su historia, el ser humano es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturamente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre».
Como las acciones se realizan en el enmarañamiento de la vida que compartimos con otras alteridades a las que les ocurre exactamente lo mismo que a nosotros, esas tareas también se pueden nominar como convivir. Convivir es existir al lado de otras existencias tan atareadas como nosotros en hacer algo con la existencia. Su quehacer y el nuestro hacen la vida humana. Como la vida humana es un proyecto interdependiente, lo que ellas hagan con su existencia repercute directamente en lo que yo hago con la mía, y a la inversa. No estamos los unos al lado de los otros como meras subjetividades adosadas. No somos existencias insulares o existencias adyacentes. Todos somos existencias al unísono. La dependencia no es la antítesis de la autonomía como insisten en recordarnos erróneamente los discursos inspirados en la inflación patológica del yo y en la devaluación de la fraternidad política. Estamos inmersos en el mismo proyecto, participamos de la misma aventura, navegamos en el mismo barco, y es así porque estamos confinados en la incapacitación de nuestro propio florecimiento lejos de una comunidad y en la imposibilidad de una felicidad autárquica que nos configura como sujetos sociales. Juntos aspiramos a ser el ser humano que creemos que sería bueno ser gracias a una imaginación creativa que reflexiona y utiliza las posibilidades que le brinda la realidad y las adecua a los afectos y a los propósitos. Aspiramos a ello porque creemos que así existir sería una tarea más confortable. Sería ese vivir bien al que me refería cuando líneas atrás parafraseé a Baltasar Gracián. El vivir que convierte al nacer en una suerte.
Somos una subjetividad corpórea y movediza que va mutando las preferencias y contrapreferencias en las que se autoconfigura según el medio ambiente en el que radique y las vicisitudes con las que colisione. Heidegger desmenuzaba con su habitual cripticismo que el ente que somos siempre está en una situación, y esa situación, que hace que el ente difiera en función de la situación, es el ser ahí. A ese ser ahí lo llamó Dasein. Ortega advirtió que «la vida es el dinamismo dramático entre el mundo y yo». Un mundo que me encuentro hecho, añado yo, aunque en perpetua metamorfosis, igual que el yo que cae en él y en él se va determinando con sus actos volitivos. A medida que vamos instalándonos en el mundo con nuestras decisiones, acciones y omisiones también vamos configurando el mundo en que nos instalamos con ellas. Cedo la palabra a George Steiner para que esclarezca qué mundo nos encontramos al nacer. En Nostalgia de lo absoluto admite que «en lo más profundo de su ser y de su historia, el ser humano es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturamente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre».
Como las acciones se realizan en el enmarañamiento de la vida que compartimos con otras alteridades a las que les ocurre exactamente lo mismo que a nosotros, esas tareas también se pueden nominar como convivir. Convivir es existir al lado de otras existencias tan atareadas como nosotros en hacer algo con la existencia. Su quehacer y el nuestro hacen la vida humana. Como la vida humana es un proyecto interdependiente, lo que ellas hagan con su existencia repercute directamente en lo que yo hago con la mía, y a la inversa. No estamos los unos al lado de los otros como meras subjetividades adosadas. No somos existencias insulares o existencias adyacentes. Todos somos existencias al unísono. La dependencia no es la antítesis de la autonomía como insisten en recordarnos erróneamente los discursos inspirados en la inflación patológica del yo y en la devaluación de la fraternidad política. Estamos inmersos en el mismo proyecto, participamos de la misma aventura, navegamos en el mismo barco, y es así porque estamos confinados en la incapacitación de nuestro propio florecimiento lejos de una comunidad y en la imposibilidad de una felicidad autárquica que nos configura como sujetos sociales. Juntos aspiramos a ser el ser humano que creemos que sería bueno ser gracias a una imaginación creativa que reflexiona y utiliza las posibilidades que le brinda la realidad y las adecua a los afectos y a los propósitos. Aspiramos a ello porque creemos que así existir sería una tarea más confortable. Sería ese vivir bien al que me refería cuando líneas atrás parafraseé a Baltasar Gracián. El vivir que convierte al nacer en una suerte.