martes, junio 30, 2020

Conducirse con bondad


Obra de Thomas Ehretsmann
Hace unos días me vi envuelto en un breve diálogo sobre la belleza. Un amigo pintor comentaba que su práctica con la pintura le había hecho entablar una relación muy directa con la belleza. De repente, me interpeló y me vi diciendo que en mi caso, y a través de la práctica creativa de la acumulación ordenada de palabras, también me relacionaba con la belleza. Como la escritura no figura entre ninguna de las Bellas Artes, enseguida puntualicé: «Más bien me relaciono con la bondad. Llevo escribiendo sobre ella unos cuantos años. En realidad, es lo mismo, porque la bondad es la belleza del comportamiento». Si recurrimos al diccionario, veremos que lo bello se define como aquello que por su perfección y armonía complace a la vista y al oído, y por extensión al espíritu, y que en su segunda acepción lo bello es lo bueno y excelente, que cuando se observa en la conducta de alguien también genera satisfacción y disposición fruitiva. Recuerdo una maravillosa definición de Emilio Lledó acerca de la bondad. Es una definición desterritorializada de religiosidad y que cursa directamente con la ideación de la belleza del comportamiento. Nuestro querido maestro designaba como bondad el cuidado por el juzgar y entender bien. Es una afirmación aparentemente sencilla, pero en su profunda expresividad descansa todo lo que necesitamos los seres humanos para que nuestras interacciones puedan llegar a ser lugares amables y hospitalarios. Ese cuidado comprensivo es un pensar bien, como recoge el diccionario de la RAE cuando en su tercera acepción convierte en sinónimos cuidar y pensar. Cuando somos comprensivos, pensamos bien, y cuando pensamos bien estamos cuidando y cuidándonos. Para ese pensar bien necesitamos ser bondadosos tanto en el despliegue de las inferencias como en la evaluación de las conclusiones.

Hablar permite que los pensamientos de las personas se toquen y realicen juegos de arrullo entre ellos para que sepamos cómo nos habitamos de la piel para adentro unas y otras. Cuando los pensamientos se acarician, estamos dialogando, facilitando que la palabra circule entre nosotros, que es exactamente lo que significa etimológicamente diálogo. Pero esa palabra que deambula por el espacio compartido no es una palabra cualquiera (como sin embargo sí puede serlo en el hablar), sino una palabra que cuida la dignidad de nuestro interlocutor al tratarlo con consideración y respeto. Una palabra cuidadosa y cuidadora que pone atención en la interseccion formada por el nosotros que habilita el diálogo. Ahora se entenderá por qué me parece imbatible la definición de Eugenio D’Ors que utilicé en El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza cuando en una especie de greguería anunció que el diálogo es el hijo de las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. Somos entidades lenguajeantes, según la terminología de Maturana, pero al lenguajear en el marco del diálogo la entidad lenguajeante también es una entidad bondadosa. Si no lo fuera, no habría posibilidad de establecer un diálogo.

En el artículo sobre la bondad que publiqué hace unos años, y que enigmáticamente se convirtió en un fenómeno viral, definía la bondad como toda acción encaminada a que el bienestar comparezca en la vida del otro. No se trata por tanto de descubrir la bondad, sino de crearla, de que nuestro comportamiento se conduzca con ella y al hacerlo la haga existir. La bondad no es nada si no hay conducta bondadosa. Si cientificamos el lenguaje, podemos decir que la bondad es una técnica de producción de conducta, un instrumento para dulcificar y plenificar la interacción humana. Cuando obramos con bondad estamos cuidando al otro y también a nosotros, estamos siendo amorosos en nuestra prática de vida. En un sentido lato, el amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas que queremos. El propio Maturana habla del amor como el sentimiento que cuando se da en la coordinación de acciones compartidas trae como consencuencia la aceptación mutua de sus participantes. Somos individuos que hemos decidido agregarnos en redes gigantescas para a través de la interdependencia poder ser más autónomos, y de este modo aspirar a decidir libremente el contenido de nuestra alegría. Conducirse con bondad, poner cuidado en entender y juzgar bien, es una manera muy inteligente de aproximarnos a ser y estar alegre en la praxis del vivir. Nos encontraríamos con la forma más hermosa de concelebrar la vida, festejar la bondad, ensalzar el amor. Nuestros ojos se toparían con la belleza del comportamiento. Probablemente también con su magnetismo. Con el deseo de incorporarla a nuestra vida a través de la admiración.



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martes, junio 23, 2020

La nueva normalidad, ¿es nueva o es la misma pero con mascarilla?

La joven de la perla, versión POA Estudio
Se ha instalado en el lenguaje cotidiano y en la retórica de las industrias de la opinión publicada el concepto nueva normalidad. Al concluir el estado de alarma social decretado por el ejecutivo hace tres meses, parece que podremos retornar a esa normalidad que fue desmantelada por el confinamiento, las restricciones de movilidad y la inusitada paralización de una parte mayúscula de la actividad productiva. Como continúa siendo obligatorio el uso de la mascarilla para salvaguardar que el agente patógeno se expanda epidemiológicamente desde nuestras microgotículas, el mantenimiento de metro y medio de distancia social y la limitación de los aforos de los espacios públicos como medida preventiva ante la posibilidad de nuevos picos de pandemia que desemboquen en un temible rebrote, conceptualizamos este paisaje como nueva normalidad. Si nos sumergimos en la hemeroteca veremos que se trata de un término utilizado secularmente para explicar y regar de optimismo el regreso a un punto deseado, aunque el punto difiera del prístino al que nos gustaría arribar. Es un claro ejemplo de cómo las palabras vuelven manejable el mundo, incluso aunque se empleen de una manera sintácticamente imposible. Hablar de nueva normalidad es un oxímoron. Se trata de dos palabras que no pueden aparecer yuxtapuestas sin entrar en frontal contradicción. Si es normalidad, no puede ser nueva. Si es nueva, no puede ser normalidad.

La función enfática de esta expresión consiste en recordar que volvemos a los mismos lugares en los que nos hallábamos afincados antes del acontecimiento que partió por la mitad el devenir del mundo. Sin embargo, sabemos bien que no es del todo así, y sería deseable que no lo fuera, que lo que antes interpretábamos como normalidad ahora nos parezca anegado de absurdidad. No solo no retornamos a lugares idénticos, sino que la experiencia del arresto domiciliario ha sido tan radical que ya no podemos ser los mismos y por tanto nuestro trato con la realidad tampoco puede mantenerse como si en esa relación no hubiese ocurrido un colosal corrimiento de tierras cognitivo y afectivo. Si uno muta, todo muta. La realidad ha quedado suspendida en un indeterminado curso que la aleja de cualquiera de los conceptos con los que antes describíamos el mundo. 

Recuerdo haberle leído a Marta Sanz que «no podemos usar las mismas palabras para tratar de comprender o interferir una realidad distinta». En los muchos ejemplos de literatura distópica sus autores nos precaven de que el primer paso para la construcción de nuevas realidades es la invención de un neolenguaje, o la derogación de palabras que señalaban realidades que los déspotas sueñan con eliminar para que ni tan siquiera formen parte de lo que pueda ser imaginado por sus súbditos. Nuestra pauperización léxica para describir la realidad demuestra que la realidad va muy por delante de nuestras palabras. Hace unos días Amador Savater vindicaba en un artículo incontestable que era más sano sentirse raro ante esta nueva situación que dejar de sentirse así. Desde que pudimos salir a pasear a partir de las ocho de la tarde siempre he sentido esa rareza de un mundo en mutación. Resultaba imposible ser las mismas después de un confinamiento en el que nos confrontamos de manera brutal con el sentido que deberíamos brindarle a la vida si la obsesión productiva y el bulímico afán de beneficio no nos expropiaran con tanto indiscutido salvajismo los tiempos con lo que intentamos dotar de propósito y cierta soberanía a nuestra existencia. La nueva normalidad no ha trastocado estas lógicas, ni lleva ninguna tentativa que invite a presumirlo, y por tanto desmerece el epíteto de nueva.

Jesús Mosterín defiende en Racionalidad y acción humana que la racionalidad no es una facultad humana, sino un método que utiliza el humán (el humano hombre o mujer), una estrategia de largo recorrido a fin de lograr la maximización de nuestros aciertos y la minimización de nuestros errores. La táctica son los procesos que se implementan para alcanzar la estrategia, que es el fin último, la respuesta a las preguntas cenitales de por qué y para qué. Para Mosterín el comportamiento racional subordina la táctica a la estrategia. En el artículo El divorcio y la nueva normalidad, Jorge Carrión hace un paralelismo entre los procesos que se incoan para aceptar la desaparición de un proyecto o de una vida y nuestra actual instalación desorientada en la realidad pandémica. Las etapas del duelo presentadas estereotipadamente son negación, ira, negociación, tristeza, aceptación, olvido. No siempre aparecen en este orden tan pulcro y no siempre en porcentajes armónicos. El autor sostiene que «aunque no todos vayamos a experimentarlas en este dilatado presente pandémico, importa recordarlas ahora, cuando el deber de los gobiernos es diseñar fases de lo que han dado en llamar desescalada, mientras que el nuestro es hacerlas negociar con nuestras propias etapas personales, familiares y colectivas». 

Entretanto el debate parlamentario deliberaba tácticas, en el confinamiento hemos pensado en la estrategia. A la vez que la política se enzarzaba en medidas para el aquí y ahora no exentas de la consustancial búsqueda de rédito electoral, las pensadoras y las analistas de lo político colegían nuevas maneras de cuidar y proteger la vida que la pandemia había acusado como irrevocablemente interdependiente. Se interrogaban cuál es el fin de la vida humana, para qué vivimos los seres humanos cuando nos nacen y de repente nos encontramos en un lugar al que no hemos pedido venir y con una existencia con la que estamos obligados a hacer algo hasta que se difumine con el advenimiento de la muerte. Responder a esta pregunta no es fácil, pero no insinuarla en un momento tan civilizatoriamente sísmico como el que estamos viviendo supone el deceso del pensamiento crítico, o permanecer momificados en esa etapa de negación propia de los procesos de duelo en su fase fundadora. Nos hallaríamos en ese instante en el que nos empecinamos en que continúe como siempre un tiempo que ya no tiene sentido.



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