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Obra de Milagros Chapilliquen Palacios
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Se cumple
un año de la declaración del Estado de Alarma Social. Recuerdo perfectamente el
14 de marzo de 2020 en el que el Ejecutivo anunciaba quince días de
confinamiento domiciliario, restringía la movilidad, paralizaba toda actividad
no esencial. Entonces el término confinamiento
domiciliario no existía, porque no figuraba ninguna otra variedad
confinada
de las creadas más tarde (confinamientos perimetrales, o confinamiento
duro, por
ejemplo),
pero tampoco existían otras palabras que ahora decoran de un modo
protagonista la conversación pública. Desde aquel día el confinamiento
fue
prorrogándose
hasta cumplir varios meses, y en ese tracto de tiempo inventamos léxico
con el
que nominar y entender una realidad inédita y por tanto
todavía desempalabrada. Aquella
primera semana de reclusión vaticiné erróneamente que iba a sufrir el
aplastamiento de un alud de tiempo homogéneo y plomizo. Tomé la
determinación de duplicar la publicación
de
estos artículos para balsamizar y pautar los días. A mi cita creativa de
los
martes
sume la de los viernes. Mi idea era instrumentalizar la clausura y
mantener esta duplicidad hasta que el confinamiento periclitara.
Aquellos textos dibujaban una línea temática y cronológica tan
perfectamente marcada que dieron lugar al
libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos
desde el confinamiento. La idea era deliberar y escribir en torno a la experiencia
confinada y pandémica, pero hacerlo desde el propio régimen de reclusión. Se trataba de eludir la
desviación retrospectiva, la tendencia a examinar acontecimientos pretéritos
utilizando la información presente que sin embargo era del todo inexistente cuando
ocurrieron los hechos escrutados. Si
algo aporta la existencia de este ensayo, es su confabulación contra la
tergiversación y la desmemoria. Los textos que lo conforman fueron
escritos en absoluto tiempo real durante el encierro domiciliario sin
saber inicialmente que acabarían depositados en una obra. Realmente
no escribí un libro. Me encontré con que había escrito un libro sin
darme cuenta.
El
confinamiento no zanjó el mundo, ni detuvo el tiempo, como he escuchado
tantas veces estos conmemorativos días. Remansó el
latido del mundo y vació de muchas tareas los días acostumbrados a estar
sobrecargados de ellas. Provocó la suspensión momentánea
de una elevada parte del tiempo destinado a producir, y por tanto se
irguió en un espacio idóneo
para infiltrar pensamiento con perspectiva. Si pensar
consiste en interrumpir el mundo para sentirlo y comprenderlo mejor,
resultaba imposible no pensar cuando el mundo se había enlentecido y los
días se presentaban con una masa excedente de tiempo. El título del
libro de
Boaventura Sousa de Santos, La cruel pedagogía del virus, señala
muy bien la condición propulsora de reflexividad que ofreció el
escenario
coronavírico. La pandemia y la imposición de recogimiento ofrecían idoneidad para reapropiarnos de las preguntas
relevantes, desarrollar artesanía deliberativa en torno a la
multiplicidad de modos
de habitar la vida. La interrogación más interpeladora de todas las
existentes es aquella
que nos plantea cómo queremos vivir. Si no nos formulamos estas
preguntas, si solo aspiramos a recuperar las formas de vida
precoronavíricas, me temo que no estaremos
metabolizando como aprendizaje todo lo que nos está enseñando la
pandemia.
No puedo por menos de poner aquí en entredicho ciertas narrativas en las que se romantizó el confinamiento. Recuerdo que en una entrevista me
preguntaron por la fragilidad contemporánea que suponía quejarnos por tener que permanecer encerrados en nuestras casas, lo que comparando con quienes habían padecido una guerra develaba en todos nosotros una infantilización preocupante. Mi única
respuesta es que hubo muchos confinamientos dentro del confinamiento, y
homogeneizarlos era releerlos de una manera equívoca. En mi caso pasé un
confinamiento amable y nutricial, repleto de eventos transformadores, a pesar
de que mi agenda laboral e ingresos se evaporaron, sufrí el contagio y enfermé. Otras reclusiones fueron
muy dolorosas. Mucha gente habitaba en diminutas infraviviendas, padecía hacinamientos, entreveía horizontes laborales tenebrosos, se sabían afectados por expedientes de regulación temporal de empleo, por la
inminente ausencia de dinero, por la corrosión del carácter que ocasiona la precariedad, por la implosión de conflictos, por la muerte de seres queridos. La heterogeneidad confinada nos hablaba de muchos tipos de
confinamiento, pero sufrimos el sesgo del falso consenso. Creer que a los
demás le ocurría más o menos lo que a nosotros.
El confinamiento enfatizó los nexos al aislarnos en nuestros hogares y atrofiar la vinculación social. La existencia se presentó como un objeto desencajado al ser privada de socialización. La deflación afectiva nos
delató como animales sentimentales, nos hizo añorar los abrazos que no nos podíamos dar y la tactilidad
con la que el cuerpo deletrea los afectos, aunque en el análisis conviene no
olvidar que en muchos domicilios una inflación de vínculo provocó
también hartazgo, debilitamiento y la retirada transitoria o definitiva del propio nexo. La
reclusión pandémica verificó la sociabilidad insociable del animal humano postulada por Kant. Una lección que no deberíamos desdeñar.
El brote
viral atacó nuestra relación con el empleo, el consumo, los hábitos de ocio y la
convivencia, pero sobre todo nos comunicó con franqueza descarnada que somos un
cuerpo. En un mundo tecnocientífico y pantallizado se nos olvida con demasiada facilidad que somos un cuerpo frágil, vulnerable y
mortal. A mí me provocó mucha estupefacción leer aquellos días que el coronavirus nos había devuelto la mortalidad,
como si hubiese habido algún momento en que
nos hubiéramos emancipado de ella. El virus recepcionaba en el cuerpo para
atacarlo. En mi caso sufrí ese ataque y reconozco que hubo varias noches en las
que sentí miedo porque mi cuerpo se mostró inerme y muy baqueteado por el virus. Experimenté en pleno confinamiento que la vulnerabilidad es consustancial al ser humano, pero sobre todo sentí muy vívidamente que lo contrario de la
vulnerabilidad no es la fuerza, es su aceptación para urdir estratagemas
colectivas implicadas en el cuidado y en la conciencia de interdependencia. Creo que es la mayor pedagogía de la pandemia. No sé qué nuevas realidades nos traerá
el mundo postcoronavírico. Sí sé qué condiciones sentimentales y
discursivas son las más propicias para que entre todas y todos intentemos
levantar realidades más plenificantes y dignas. Ojalá vayamos incorporando las enseñanzas de la pandemia a nuestra agenda. Que nos obliguemos inteligentemente a que tanto sufrimiento no sea en vano.
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