martes, mayo 06, 2025

Errar es de humanos y echarle la culpa a los demás es de sabios

Obra de Helena Georgiou

El acervo popular nos recuerda que errar es de humanos y rectificar es de sabios. Sin embargo, desde que se inventaron las excusas es inusual que alguien asuma la comisión de un error, de tal forma que el refrán se ha metamorfoseado y ahora nos indica que errar es de humanos, pero echarle la culpa a los demás es de sabios. Existe una inflación de imputaciones y acusaciones a terceros (o a las siempre recurrentes circunstancias) con tal de no asumir la responsabilidad de hechos que nos atañen y ante los cuales tenemos el deber de responder. Nos hemos vuelto duchos en el arte de pretextar lo que sea con tal de sortear una responsabilidad que, por comisión o por omisión, nos señala como los autores de un evento poco edificante. A nadie le resulta una experiencia grata tener que atribuirse la autoría de una acción en la que se sale malparado. Para redimirnos, nuestro cerebro ha creado un acto reflejo cognitivo consistente en hallar una o varias  explicaciones que excusen nuestro proceder. Se trata del sesgo de atribución, un atajo heurístico para salir ilesos de cualquier evaluación de nuestro comportamiento. Propendemos a atribuirnos la firma de lo meritorio, pero toda acción que acarree desdoro o demérito siempre es culpa de alguien o algo ajeno a nuestra intencionalidad. Somos portadores de narraciones atravesadas de una opulenta inventiva literaria cuando se trata de descubrir agentes que confabulan contra los buenos propósitos cuando no somos capaces de coronarlos. Este sesgo también recibe el nombre de sesgo de autocomplaciencia. Externalizamos las causas cuando las cosas nos van mal y las internalizamos cuando nos van bien. Lo paradójico de este sesgo es que solo se lo aplicamos a nuestra persona o a nuestros seres queridos. El comportamiento de las demás personas se lo atribuimos invariablemente a causas internas suyas. 

Como esquemas de interpretación y acción, los sesgos operan de forma asociada y combinada. A un sesgo le sigue otro que refrende el anterior, así en una conglobación de sesgos cuya última finalidad es autodotarse de invisibilidad. Quien se regula sesgadamente no se percata de esta mediación epistemológica, y es en esta inadvertencia donde está concentrada la nocividad de los sesgos. Al sesgo de atribución le suele escoltar el sesgo de confirmación, la tendencia a buscar e interpretar nuevas pruebas que confirmen lo que uno piensa. Solemos poner el foco de atención en aquellas situaciones que refrendan nuestra hipótesis, lo que valida la hipótesis, que a su vez agudiza la atención en ese ángulo para que en futuras ocasiones solo veamos lo que vuelva a confirmar la hipótesis (es la dinámica que opera en los prejuicios y la que los bunkeriza). Daniel Kahneman en Ruido nos precave de que "nuestra mente convierte con facilidad una correlación, por baja que sea, en una fuerza causal y explicativa". En el supuesto de no poder desvelar la causa, arraigará el cada vez más prolífico sesgo conspiracionista. Atribuimos motivos ocultos a los agentes a quienes imputamos las causas de nuestros deméritos. 

El sesgo de confirmación aparece temprano en la infancia y dura toda la vida. En La mente de los justos, Jonathan Haidt cita a los científicos cognitivos franceses Hugo Mercier y Dan Sperber, que en sus estudios concluyeron que el razonamiento no evolucionó para ayudarnos a encontrar la verdad, sino para asistirnos a la hora de entablar discusiones, persuadir y manipular cuando confrontamos nuestro pensamiento con el de otras personas.  También se puede añadir que esta maniobra de socorro se activa cuando dialogamos con nuestra mismidad. El sesgo nos persuade de que no adolecemos de falta de destreza, sino de que las cosas no nos van bien por por culpa de elementos externos. Los autores franceses postulan que el sesgo de confirmación es una función incorporada de una mente argumentativa, y no un error que pueda erradicarse. Es congruente que se opere así porque los sesgos son portadores de fuerzas tranquilizadoras. La plasticidad del sesgo propicia el acogimiento de la buena conciencia, disipa el malestar y la perturbación de responsabilidades, ofrece seguridad, certeza, reduce el miedo, neutraliza ese desasosiego que lo desconocido despierta en nuestro fuero interno. Debido a este poder casi insoslayable del sesgo de confirmación, cualquier contraargumento tendrá que ser generado por personas que no estén de acuerdo con nuestras enunciaciones.  

Daniel Khaneman es pesimista a la hora de erradicar estas disposiciones cognitivas. En Pensar deprisa, pensar despacio comenta que "los sesgos no pueden evitarse porque el Sistema 2  (el pensamiento lento y deliberativo, frente al Sistema 1, el pensamiento rápido e intuitivo) puede no tener un indicio del error. Cuando existen indicios de errores probables, estos solo pueden prevenirse con un control reforzado y una actividad más intensa del Sistema 2. Sin embargo, adoptar como norma de vida la vigilancia continua no es necesariamente bueno, y además es impracticable".  José Antonio Marina sí propone un remedio en las páginas de su ensayo La inteligencia fracasada. Afirma que el uso racional de la inteligencia consiste en usar toda su operatividad para buscar evidencias compartidas. En otras palabras: "El ser humano necesita conocer la realidad y entenderse con los demás, para lo cual tiene que abandonar el seno cómodo y protector de las evidencias privadas, de las creencias íntimas". Y de los sesgos que brotan en sus soliloquios, se puede añadir. Paradójicamente otro sesgo se alía a favor de esta idea de compartir el pensamiento en el espacio intersubjetivo para intentar desenmascarar al sesgo. Es muchísimo más fácil ver la propensión a los sesgos en el pensamiento ajeno que en el nuestro. Escuchar a la otredad es una forma de protegernos de los tropiezos de nuestra mismidad.


martes, abril 29, 2025

El apagón y el conspiracionismo

Obra de Tim Etiel

Llevo una semana leyendo el ensayo Conspiracionismo (Alianza Editorial, 2025) del filósofo y politólogo francés Pierre André Taguieff, un estudio imbuido de vigor intelectual sobre qué mecanismos emplea el cerebro humano para abrazarse a rápidas interpretaciones conspiracionistas cuando el curso de los acontecimientos toma derivas que no concuerdan con lo previsible. La lectura de este ensayo ha coincidido con el apagón total que asoló ayer a la península ibérica. Ha sido una casualidad estar inmerso en el estudio de este trabajo justo el día en que los electrodomésticos vivieron un apocalipsis pasajero. Era cuestión de tiempo que se desataran las hermenéuticas conspirativas inherentes a escenarios en los que nos convertimos en agentes desconocedores de las causas de lo que ocurre y se estampa con absoluta omnipresencia en nuestra cotidianidad. Taguieff afirma acertadamente que las conspiraciones brotan con facilidad en quienes sienten «una profunda insatisfacción experimentada ante el mundo tal y como es».  En páginas posteriores agrega que las creencias conspiracionistas «producen dos ilusiones tranquilizadoras: explicar lo inexplicable y controlar lo incontrolable».


En su investigación, el filósofo francés enumera cinco reglas básicas del pensamiento conspiracionista: 1. Nada ocurre por accidente (o dicho con lenguaje coloquial, todo pasa por algo). 2. Todo lo que ocurre es el resultado de intenciones y voluntades ocultas (es decir, no existen producciones aleatorias eximidas de intencionalidad, todo está subyugado al absolutismo de la agencia humana). 3. Nada es lo que parece (si  en el evento imprevisto hay una voluntad humana, se colige que lo que vemos está protagonizado por lo que no vemos y que debemos desenmascarar). 4. Todo está vinculado o conectado, pero de forma oculta (quienes intuyen complots por doquier suelen entablar correlaciones fácticas basadas en el sesgo de conjunción, perciben con una formidable clarividencia la concatenación de acontecimientos). 5. Todo lo que oficialmente se tiene por verdadero debe someterse a un despiadado examen crítico (puesto que detrás de lo ocurrido siempre hay una intencionalidad taimada que persigue fines ocultos. El escrutinio al que deben someterse los acontecimientos será laxo e insuficiente si no se descifra esa voluntad y se desvelan esos maléficos fines hasta hacerlos coincidir con lo augurado, objetivo que hace que para la mente conspiratoria ningún caso quede nunca rigurosamente cerrado).


Lo que resulta más llamativo del conspiracionismo es su modelo de inteligibilidad. El pensamiento conspiracionista es subsidiario de un tropismo cognitivo muy transparente: a nuestro cerebro le irrita sobremanera la incertidumbre y trata de combatirla con ideaciones apresuradas, suposiciones de una fantasía acelerada, apremiantes atribuciones que adjudiquen una trazabilidad a lo acontecido. Son elementos propios de la economía cognitiva y de muchos de los motivos por los cuales la inteligencia se trastabilla consigo misma. A estos ingredientes hay que sumar la intencionalidad aviesa y la lectura monocausal. La mentalidad complotista no admite azares ni contingencias, se niega a aceptar que existan imponderables cuya disonancia se zafa del valor explicativo de los razonamientos, postula simplismos que no riman ni con la complejidad ni con la heterogeneidad de las sociedades atravesadas de infinitas interacciones de agentes dispares. En contraposición a la asunción de cuotas elevadas de equivocidad en el conocimiento ilustrado, el conspiracionista resuelve su zozobra con ficciones monocausales, o con postulados narrativos que delatan una aplastante simpleza o un poderoso retorcimiento imaginativo. Me resulta imposible no recordar aquí la descomunal obra del Nobel de Economía Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar espacio (Debate, 2012). Cuando pensamos deprisa, somos capaces de atestar de motivos unívocos nuestras apremiantes explicaciones. Cuando pensamos despacio, nos percatamos de la densa complejidad subyacente a cualquier acontecimiento, sea de cariz político, económico, o biográfico, y tendemos a denostar una simplicidad que armoniza mal con las realidades interdependientes.  


Termino ya. Espero que estéis bien quienes ahora posáis vuestros ojos en estas líneas, y que el apagón de ayer no os haya trastocado mucho el cotidiano en el que se despliega la vida. En mi caso fue un día afortunadamente tranquilo,  sin el severo sobresalto que intuía en quienes su salud y cuidados dependen del suministro eléctrico. Junto a mi pareja dediqué la tarde a la lectura en papel, a intercambiar con ella ideas y a pasear juntos por el mar. Fueron unas quince horas en las que los distractores digitales se volvieron inertes. Pensé en la teoría social de la Escuela de Fráncfort y en su acerbada crítica a las industrias de la distracción, en la gigantesca constelación de elementos que compiten por sustraernos la atención. También evoqué a quienes nos han antecedido, en sus existencias desprovistas de las autopistas de la hiperinformación y la ultracomunicación, del panóptico digital, de la conectividad ubicua. Observé a mi alrededor que a pesar de la excepcionalidad de esos momentos nadie se apesadumbró, que el «sálvase quien pueda» que predica el neoliberalismo era ninguneado por la gente con  civismo y apoyo mutuo. Y para periclitar este artículo cabe recordar que son millares y millares de personas las que viven sin esa luz eléctrica cuyo corte ayer nos importunó. No solo en países lejanos, sino también en el nuestro. Ojalá que haber experimentado durante unas horas nuestra orfandad eléctrica nos ponga mejor en la piel de quienes la sufren todos los días a todas las horas. 

 

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