Obra de Seger Najjar |
El ser humano es el animal que se jacta de ser un animal racional. Nuestra racionalidad es la facultad que tenemos para elaborar cálculos, balancear riesgos y beneficios, anticipar consecuencias, inventar el futuro, fijar metas, establecer juicios, hacer valoraciones, releer sentimentalmente cómo nos van las cosas, religar narraciones que conviertan nuestra biografía en un relato congruente, hallar motivaciones, elaborar sentido a nuestra infiltración en el mundo. Sin embargo, son tantas las veces que usamos mal la racionalidad, o directamente sorteamos su usabilidad, que si fuéramos honestos tendríamos que admitir que efectivamente el ser humano unas veces infiere de un modo racional, pero otras tantas lo hace de un mundo que contraviene categóricamente esta afirmación. En Pensar rápido, pensar despacio (Debate, 2012), Daniel Kahneman dedica unos cuantos cientos de páginas a demostrar tras décadas de investigación cómo la inteligencia se trastabilla consigo misma en un sinfín de ocasiones al armar un juicio o adoptar una decisión. Cuando a nuestro cerebro le da por hacer auditorías sobre sí mismo o sobre los demás le interesa mucho más alcanzar un confortable estado de tranquilidad que realizar sofisticadas operaciones silogísticas. Si el cerebro no encuentra certezas por una excesiva ilegibilidad, o directamente porque hay sobreabundancia de opacidad, no se queda en suspensión, ni acepta sumisamente la indeterminación, ni asume su ignorancia, es decir, no reconoce el enorme volumen de desconocimiento con el que se topa cuando se pone a conocer algo. No, el cerebro no maniobra así. De forma mecanizada activa los resortes de la economía cognitiva y propende a procesar e inteligir la información de la manera más rápida y con el mayor ahorro energético posible para proseguir sin sobresaltos la gobernabilidad del cuerpo. El neurólogo Facundo Manes lo explica con su habitual sencillez pedagógica: «Nuestra mente hace asociaciones automáticas e ignora información contradictoria porque en un momento de la evolución esta característica ha sido funcional para la supervivencia». El cerebro anhela certezas para poder dedicarse cómodamente a sus cosas, y las anhela preferentemente sin la inversión ni de mucho tiempo ni de mucho denuedo. Normal que haga uso del prejuicio, una operación mental con la que ahorra una ingente cantidad de energía sin menoscabo de recibir una ingente cantidad de suposiciones atribuidas como certidumbres.
En el Diccionario de la Real Academia se puede leer que un prejuicio es «una opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca
de algo que se conoce mal». Esta
definición me recuerda la de Gordon Allport, autor del clásico La naturaleza
del prejuicio, escrito en los años cincuenta del siglo pasado: «Tener un prejuicio es estar absolutamente
seguro de una cosa que no se sabe». En El
animal social (Alianza Editorial, 2000), Elliot Aronson lo define como «actitud hostil o negativa hacia
un grupo distinguible basada en generalizaciones derivadas de información
imperfecta o incompleta». Como resultado de la conducta prejuiciosa estereotipamos. El estereotipo asigna
características idénticas a los integrantes de un grupo sin tener en cuenta
ninguna singularidad y variación personales. Es una táctica que permite recolectar datos de un modo económico y acelerado para que el cerebro sepa apresuradamente a qué atenerse. El verdadero peligro del prejuicio no es la genealogía de su
composición, sino la extrema dificultad que supone deconstruirlo y demostrar
cómo sus inferencias están mal estructuradas. En el incisivo La inteligencia fracasada
(Anagrama, 2004), José Antonio Marina clasifica el prejuicio como un fracaso
cognitivo que transparenta un mal uso de la inteligencia ejecutiva. «Se
caracteriza por seleccionar la información de tal manera que el sujeto solo
percibe aquellos datos que corroboran su prejuicio». A nuestro cerebro le disgusta enormemente admitir yerros en la creación
de sus razonamientos, no le hace ninguna gracia saberse acreedor de deméritos cognitivos. Así que se incapacita a sí mismo para verlos. He aquí como el animal racional se comporta de un modo que invita a dudar de su racionalidad.
En La razón también tiene sentimientos (CulBuks, 2017) sostengo que
«anclamos nuestra atención en aquella información entrante que corrobora
nuestros pensamientos y se torna invisible aquella otra que pudiera argüirlos, o
que nos obligue a repasar cabalmente la elaboración de nuestros juicios. Sólo
nos apropiamos de aquella información que da crédito a nuestras elecciones
previas». Toda idea que pudiera desdecir la naturaleza del prejuicio se
soslaya o se considera fuera de lugar, y por tanto inútil como argumento que cuestione la rocosidad discursiva del
prejuicio. Al
prejuiciar acotamos
aquella información que refrenda el contenido de lo prejuiciado y
mostramos mucha reticencia a emplear aquella otra que lo contraste y lo ponga en crisis. El perjuicio por tanto se inmuniza contra las
evidencias que lo desarbolan y se autoerige arrogantemente en saber experto. Marina pone un sencillo ejemplo.
«Un racista solo recordará del periódico la noticia de un asesinato cometido por
un negro, pero olvidará los cometidos por los blancos». Esta distorsión cognitiva se alimenta del heurístico de disponibilidad, la ágil disposición para recordar aquellos ejemplos concretos que
ratifican nuestro prejuicio. Ahora se
entenderá por qué no hay ni un ápice de hipérbole en la afirmación de Albert Einstein cuando atestigua que es mucho
más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. La razón es sencilla. El prejuicio somos nosotros.
Inteligencia espiritual.