Obra de Alice Neel |
Cada vez me parece más incontestable que la imponderabilidad horada el mundo y convierte las certezas sobre
el porvenir no solo en material inservible, sino en premoniciones sin sentido. La
imponderabilidad se agazapa detrás de lo ordinario, merodea a hurtadillas el
día a día, hasta que de pronto irrumpe de modo fundacional y la cotidianidad
queda desarbolada de congruencia. Lo inesperado acaece cuando menos nos lo
esperamos, porque si lo estamos esperando ya no puede ser tildado de inesperado. La
volubilidad, la falta de firmeza, el mundo agujerado por los imponderables,
rigen nuestra minúscula vida, y sin embargo apenas les concedemos participación cuando nos repasamos o revisitamos el ayer para entender un poco mejor en quiénes
nos estamos constituyendo ahora mismo. Al retrotraernos, los acontecimientos pretéritos surgen ordenados simétricamente en nuestras
evocaciones. Desglosamos el pasado con una disciplina cartesiana que sin embargo era
inexistente cuando los hechos se abalanzaron sobre nuestra vida. En las narraciones retrospectivas apenas concedemos participación al azar al coreografiarlas con una secuencialidad
y una coherencia inéditas en la versión original. Convertimos en
causalidad aquello que cuando sobrevino en nuestra biografía no pertenecía al dominio de lo
predictivo. En la rememoración no hay espacio para el azar, tampoco
para la atonía y lo anodino, para esa inmensidad de días sin lustre, solo hay imaginativa y poluta comprensión para el
plantel de hitos identitarios que desde el presente consideramos merecen protección contra la desmemoria.
Enhebramos el pasado de tal modo que al narrarnos nos reconstruimos. Esta
reconstrucción se llama biografía, que no siempre concuerda con la historia. Gabriel García Márquez nos dijo que «las cosas no son como fueron, son como se recuerdan». Y se recuerdan según sea la operación mental con que nos las contamos.
Con tal de domesticar el desorden, que es el
alborotado magma en el que late la vida, la memoria trampea consigo misma para
que todo encaje. Me acuerdo ahora de una declaración sorprendente de un
neurocientífico que en las primeras líneas de un estudio sobre el cerebro afirmaba que lo más
alucinante de nuestros recuerdos es que alguno de ellos fuera cierto. La explicación de
esta tendencia a lo apócrifo estriba en que nos fabulamos todo el rato. En el fantástico Lo peligroso de estar cuerda leo a la
gran Rosa Montero que «los humanos somos una pura narración, somos palabras en
busca de sentido». La novelista cita
la celebérrima sentencia de Epicteto en la que afirma que no somos lo que nos
sucede, sino cómo nos contamos lo que nos sucede. Entre lo uno y lo otro se abre
un hiato que rellenamos con hermenéutica, suposiciones y fabulaciones, y quizá
también con mentiras piadosas que el paso del tiempo va transfigurando en hechos que pasamos a considerar veraces.
Nos vamos construyendo narrativamente con la locuacidad silenciosa de las
palabras que deambulan por los vericuetos de nuestros soliloquios y nuestros recuerdos. El doctor
Oliver Sacks comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su
vida todo el tiempo. Unas páginas más adelante Rosa Montero confirma que «somos todos novelistas, escritores de un único libro, el de nuestra existencia». En el ensayo que acabo de publicar, Leer para sentir mejor, dedico un epígrafe a esta sorprendente costumbre
humana de estar relatándonos a cada momento lo que nos ocurre a cada instante para luego examinarnos con una mirada paisajística y transformadora: «La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía
y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo
y afectivo».
¿Por qué somos presa sencilla de esta proclividad narrativa con la que abolimos el azar, lo ambiguo, la imprecisión, la borrosidad, lo resbaladizo, la propia ignorancia? ¿Por qué en nuestros análisis el mundo encaja con una delineada perfección matemática que la vida en presente se encarga de desmentir a cada paso? El filósofo y profesor Santiago Beruete da una posible respuesta en una entrevista: «Tenemos muy poca tolerancia a la incertidumbre y una asombrosa tolerancia a la mentira. Hemos metabolizado este engaño consentido». Quizá todo se debe a algo tan humano como evitar la intemperie, el descampado, el desvalimiento. Son realidades incómodas que retumban en nuestros miedos y conexan con nuestra vulnerabilidad ontológica. Tenemos miedo a que algo se rompa dentro de nosotros y el relato en el que se hace especificidad llevadera nuestra vida devenga insensatez indómita, absurdidad amarga, un sinsentido que nos anegue de zozobra primero y pesadumbre sobrecogedora después. El miedo es monárquico, como explica muy bien Martha Nussbaum, no concede ni voz ni voto a nadie que no sea él mismo, vuelve solipsista a quien lo padece, encarcela en una individualidad mísera a sus víctimas. Una forma eficaz de combatir el miedo es fabularnos de tal modo que la narración no conceda espacio a aquellas dimensiones que puedan fragmentarlo en episodios sin congruencia alguna. El relente de la incertidumbre y de la vulnerabilidad no se corrige con mentiras, aunque nuestro cerebro siente atracción y galopa a toda velocidad para fundirse en un profundo y balsámico abrazo con ellas. Luego las reviste de certezas a través del ejercicio narrativo en el que el yo y yo que somos no paran de hablarse y de glosar confidencias. Rosa Montero nos da una explicación escueta pero definitiva de por qué hacemos esta aparente excentricidad: «Si cambias el relato, cambias la vida». Al final todo consiste en llevarnos más o menos bien con ese huésped que nos habita y que por más tiempo que pasamos con él nunca llegamos a saber muy bien quién es. Tampoco en qué consiste su vida en nuestro cuerpo.