viernes, noviembre 07, 2014

La trampa abstrusa o cómo el cerebro nos engaña



Cronos, Marisa Maestre

La trampa abstrusa es un sesgo que padecemos frecuentemente los seres humanos. Su lógica es muy sencilla. Nos negamos a interrumpir un curso de acción en el que hemos invertido tiempo, recursos y energía esperando amortizarlos en un futuro que sin embargo retrasa su llegada o nunca aparece. Ocurre en proyectos monetarios, laborales, creativos, o sentimentales. Nos provoca mucho disgusto desperdiciar costes, destinar partidas sin reembolsar, que no haya una devolución más o menos equitativa de lo entregado. A pesar de que una evaluación racional animaría a abandonar uno de estos proyectos calificándolo de inviable, y que a ojos de cualquiera que lo observe con lúcida distancia es claramente un pozo sin fondo, sin embargo nosotros nos adherimos a nuestra decisión inicial y nos aferramos heroicamente a ese curso de acción porque nos empecinamos en recuperar la inversión, una terquedad que se exacerba si lo desembolsado ha sido muy costoso. De este triste modo lo único que hacemos es invertir más y más recursos, más y más tiempo, más y más expectativas, hasta bordear una bancarrota que puede ser de naturaleza financiera, afectiva o energética (la extenuación). Esta tendencia también se denomina gasto desperdiciado y es una de las muchísimas trampas con las que nuestro cerebro nos engaña permanentemente. O se engaña a sí mismo. En su delatora obra Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía en 2002 sin ser economista, comenta que el mayor error que perpetran los seres humanos es la ignorancia que mantienen sobre su propia ignorancia. No sabemos nada de lo que no sabemos. En alguna ocasión nos bajamos de nuestro narcisismo racional y repetimos con Sócrates el celebérrimo «sólo sé que nada sé», pero es más una postura intelectual que una forma de habitar la realidad. Sabemos que no sabemos nada, pero nuestra conducta cotidiana es la misma que si lo supiéramos todo. Saber que nuestro cerebro hace trampas con nosotros, o consigo mismo, es la única forma de poder sortearlas, lo que no significa que no podamos caer en ellas. Los sesgos sólo se desactivan a través de la duda. Y a veces tampoco así.

martes, noviembre 04, 2014

La cultura del diálogo



Natalila, de Alex Katz
Se entiende por cultura del diálogo la conducta que permite que toda idea desgranada con educación (y que no atente contra los Derechos Humanos) sea escuchada con respeto. Respetar una idea no significa  que la idea esté blindada a la crítica o no pueda ser objetada. Son dos cosas muy distintas. Uno respeta a la persona que defiende la idea y el derecho a expresarla, pero la idea puede ser muy endeble o estar muy mal construida. La cultura del diálogo consiste por tanto en admitir que todo enunciado deliberativo puede ser objetado y que no se descalifica a nadie porque sea así. Yo incluso iría más lejos. El diálogo emerge en su sentido más genuino cuando los argumentos de uno llevan en su interior una capacidad transformadora de los del otro, o a la inversa. Curiosamente el poder demiúrgico de un argumento no reside en primera instancia en el argumento, sino en la actitud del que lo escucha. Sólo puede haber diálogo si dos o más personas deciden incursionar en una acción comunicativa aceptando de antemano que sus argumentos pueden ser transfigurados por el poder dialéctico de sus interlocutores. La verdadera cultura del diálogo impide la estanqueidad de nuestros argumentos cuando nos encontramos con argumentos mejores, cuando surge lo que a mí me gusta bautizar como «la polinización de ideas». Hace años definí violencia como toda acción encaminada a modificar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo. También podría ser todo diálogo en el que una de las partes anticipa que sus argumentos no sufrirán cambio alguno por muchas evidencias discursivas que le muestre la contraparte O sea, la triste contemplación del funeral del diálogo.



Artículos relacionados:
Diálogo, la palabra que circula. 
Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto.
No hay dos personas ni dos conclusiones iguales.
 

miércoles, octubre 29, 2014

¿Cuándo hay que sentarse a resolver un conflicto?



Pintura de Sarolta Bang
Estoy estos días tutorizando un curso sobre Gestión de Equipos. Uno de los apartados trata el tema de los conflictos. Un participante comenta que «cuando se producen conflictos lo mejor es actuar cuanto antes para evitar que pueda ir a mayores». Resulta muy interesante la pedagogía de los tiempos en los conflictos. Elegir el momento adecuado en la resolución de un conflicto trae adjuntado un alto porcentaje de la propia solución, del mismo modo que utilizar un instante inoportuno puede emponzoñar, encastillar y cronificar la desavenencia. Por lo tanto la elección de los tiempos no es un asunto baladí.  Para saber dirimir correctamente los tiempos hay que preguntarse con quién lo tenemos y saber si estamos ante un conflicto de baja o de alta intensidad. Los de baja pueden demorarse en el tiempo sin que se agiganten o se tornen virulentos  (de hecho, tratarlos con demasiada asiduidad provoca innecesarias rozaduras en la convivencia), pero los de alta intensidad requieren una intervención inmediata, porque se infectan rápidamente de podredumbre y convierten las sillas en las que sientan los actores en conflicto en la viva imagen que ilustra este post. Ojo. Que la gestión solicite urgencia no significa que no haya que esperar, escrutar el instante en que las palabras (que son las que poseen la exclusividad en la solución del conflicto) serán más eficaces tanto en el que las pronuncia como en el que las escucha e interpreta. 

Los conflictos de alta intensidad nunca se solucionan solos, al contrario, lejos de la tutela de sus actores tienden a desplazarse a toda velocidad allí donde infligen más daño. Hay que aplacarlos antes de que colonicen territorios más extensos, contaminen de toxicidad emocional a sus protagonistas y truequen la búsqueda de soluciones en una de culpables. Pero también hay que ser prudentes y descartar su resolución si nuestras emociones están excesivamente inflamadas y por tanto deseosas de encapsularse compulsivamente en palabras lacerantes, en una miríada de descripciones bárbaras, o en la temible  exhumación de agravios. Nadie resuelve bien un conflicto con el ánimo roído por la bilis o arrojando lava por la boca. El mejor momento es aquel en el que podemos encarar el conflicto con racionalidad, sin la tentacular irascibilidad presidiendo nuestras reflexiones, sin la sangre en esa temperatura de ebullición que le hace anhelar el cobro de viejas deudas. Sólo así podemos  fomentar el deseo de satisfacer nuestro interés pero también aportar nuestra colaboración para ayudar a satisfacer el de la contraparte. Resulta una perogrullada recordarlo, pero un conflicto no se soluciona por más que uno ponga empeño en ello, si una de las partes no está  por la labor de colaborar con nosotros. Esa colaboración sólo se puede dar si uno se muestra con educación, consideración, respeto, lenguaje pacífico, paralenguaje tranquilo, argumentos bien confeccionados y predisposición a escuchar los argumentos del otro y a adherirse a ellos sin son más sólidos que los nuestros. Justo todo lo que la animosidad convierte en una escombrera.