jueves, abril 21, 2016

Pensamos con palabras, sentimos con palabras



Obra de David Jon Kassan
Siempre me ha llamado la atención esa máxima que afirma que si alguien no sabe decir lo que siente es porque para él no es diáfano lo que está sintiendo. Para contrarrestar este entumecimiento verbal y sentimental hemos inventado frases hechas. Un lugar común es consignar que «no hay palabras para explicar lo que siento». Se trata de un latiguillo frecuente entre los que ven cómo las palabras miniaturizan el tamaño de sus sentimientos. El fracaso lingüístico ya no es atribuible a uno, que no encuentra la palabra idónea, sino al reduccionista lenguaje, que no ha creado el vocablo nítido para describir la evaluación que se está llevando a cabo. Como una gran parte de los tópicos que plagan las conversaciones coloquiales, estamos delante de una falacia. La mejor herramienta que tenemos los seres humanos a nuestra disposición para explicar la experiencia sentimental es el lenguaje. Sé que hay otros lugares comunes como que una imagen vale más que mil palabras, pero para que esta afirmación sea realmente cierta necesitamos conocer antes varios miles de palabras que nos permitan inteligir con exactitud lo que estamos contemplando. Yo mismo he escrito a menudo que el ejemplo es un discurso que no necesita palabras, pero nosotros sí necesitamos conocer qué palabras queremos ejemplificar.

La construcción de nuestros sentimientos recorre un itinerario cuyo trazado cada vez está más delimitado. Recuerdo un ensayo sobre el mundo emocional en el que el autor lanzaba una pregunta retórica al hipotético lector de su obra para luego contestarse a sí mismo: «¿Quiere modular sus emociones? Muy fácil. Piense en ellas». Las emociones son dispositivos adaptativos ineliminables que nos preparan para encarar cualquier acción futura. La naturaleza nos ha dotado de ellas, pero las emociones al ser pensadas se convierten en sentimientos. En sus célebres ensayos En busca de Spinoza, El error de Descartes, Y el cerebro creó al hombre, Antonio Damasio subraya este recorrido. Muchos investigadores empiezan a entrever que el acontecimiento que somos cualquiera de nosotros no es más que un conglomerado de interacciones que van de la emoción (determinismo genético) a la ética (determinismo racional), y viceversa. Un sentimiento es un balance de cómo nos van las cosas en la siempre movediza realidad. Cuando sentimos algo pero no sabemos nominarlo, tampoco podemos entenderlo. Sólo cuando nombramos los sentimientos sabemos qué carga semántica traen adscrita, qué significa exactamente la evaluación sentimental que acabamos de analizar, qué grado de amistad entabla la realidad con nuestros deseos. Yo he resumido este logro en una frase lapidaria: «si lo dices, es que sabes de que estás hablando». En el muy bien hilvanado y muy asequible ensayo Emociones e inteligencia social, el neurocientífico Ignacio Morgado da una definición imbatible de qué es percibir: «Percibir es atribuir un valor semántico a las sensaciones». Yo lo voy a decir de otro modo más acorde con este artículo:  Percibir es sentimentalizar la emoción. En el proceso cognitivo en el que la emoción se transfigura en sentimiento la palabra ejerce una soberanía absoluta. Más todavía. El poder evocativo de cada palabra que pronunciamos connota nuestra identidad. Nos sentimentaliza.

Los seres humanos somos seres lingüísticos y nuestro cerebro utiliza palabras para convertir lo exterior y lo interior en materia inteligible. Los sofistas defendían que la realidad no es más que el lenguaje que utilizamos para comunicarla y para comunicárnosla a nosotros mismos. Yo he escrito millones de veces que el alma no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatando a cada instante lo que hacemos a cada minuto. La combinación reglada de palabras en estructuras con significado es un proceso que alumbra el entramado afectivo que somos. Pensamos con códigos lingüísticos y el mundo es más nítido o más borroso según el volumen de nuestro vocabulario y la forma creativa de combinarlo. Wittgenstein lo expresó sucinta pero maravillosamente: «Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje». En el Diccionario de los sentimientos, Marina comparte una preciosa definición de lo que yo quiero explicar: «Las palabras son hologramas que resumen gigantescas cantidades de información».  Las palabras son hijas de la inteligencia compartida en la creación social y las heredamos de un modo imperceptible. Cuando nacemos ya están aquí y participamos comunalmente de los dinamismos lingüísticos y sus campos semánticos. Al pensar la emoción utilizamos palabras, que no dejan de ser marcos interpretativos de la realidad pasados por el tamiz de nuestro mundo axiológico. De aquí se deriva que las respuestas emocionales pueden articularse al elegir las expresiones verbales idóneas y apartar las inapropiadas.

Estos marcos encarnados en palabras dan forma al sentimiento, o al menos lo redondean para que podamos referirnos a él y lo podamos compartir de un modo inteligible. Se produce así un viaje circular que podríamos llamar el itinerario afectivo. La emoción se manifiesta en el cuerpo a través de marcadores somáticos, pero al ser pensada y atravesada de cognición (que no deja de ser una forma de fabulación del mundo, un apabullante enjambre de palabras) se transforma en sentimiento, y el sentimiento una vez configurado también provoca reacciones en nuestro cuerpo. A mí me sigue provocando boquiabierta perplejidad la capacidad de las palabras para alegrarnos o entristecernos, atemorizarnos o tranquilizarnos, descorazonarnos o  esperanzarnos, empequeñecernos o agigantarnos, irritarnos o balsamizarnos, exultarnos o deprimirnos. No está de más recordar que una palabra enunciada no es otra cosa que un pequeño sonido que encapsula un significado compartido por la comunidad, un trocito incorpóreo de voz y aire que sale por la apertura de los labios, aletea por el entorno y aterriza en unos tímpanos. Este vuelo presentado en bandadas gramaticalmente encadenadas hace que seamos el que somos. Y que nuestras interacciones sean las que son. 



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miércoles, abril 13, 2016

«Lo siento, perdóname»


Obra de Martine Johanna
La disculpa es un acto verbal de una centralidad indiscutida en las interacciones sociales. En una pequeña expresión como «lo siento», «disculpa», o «perdóname», se lexicaliza una gigantesca constelación de deseos. Ahí revolotean semánticamente el deseo de reparar una acción que consideramos errónea o reprobable, el deseo de ser perdonado por quien ha sufrido nuestro daño o nuestra ofensa, el deseo de que nos liberen, el deseo de pertrecharnos de recursos para no repetir una respuesta análoga en una futura situación similar. En el deslumbrante y vertiginoso ensayo El olvido y el perdón de la filósofa Amelia Valcárcel se define el perdón como «una renuncia explícita a castigar al que ha reconocido la deuda contraída». Cuando alguien concede el perdón está afirmando que no reclamará la deuda de la que es acreedor. Esta es la infraestructura más básica de la disculpa, pero no siempre las cosas son tan calmas en el proceloso océano de las relaciones interpersonales. En muchas ocasiones, en vez de decir lo siento cuando nos pillan en falta, o nos descubren un comportamiento muy mejorable, en vez de aplicar un ejercicio de contrición, nos justificamos o contraatacamos señalando a nuestro interlocutor conductas también reprobables. Empieza una virulenta partida de ping pong de agravios. Es una reacción ilógica. Una conducta objetable en el otro no convierte en aceptable la nuestra. Además entraríamos en un peligroso bucle de quejas y contraquejas, una cadena esquismogenética de consecuencias nada gratas (algún día escribiré sobre ellas). El recuerdo de un agravio es repelido por quien lo recibe con el recuerdo de otro, así en un ir y venir de recriminaciones que ensucian la conversación y debilitan tanto los vínculos que pueden llegar a resquebrajarlos.

Aunque errar es de humanos y disculparse de sabios, a veces nos cuesta entonar el mea culpa porque lo juzgamos como un acto de debilidad, y sobre todo  porque al adjudicarnos la autoría de una acción reprobable admitimos nuestra falibilidad, un punto débil que rebaja la puntuación en la auditoría que el otro realiza sobre nuestra conducta o, más grave, sobre una evaluación totalizadora de cómo somos. La gran Deborah Tannen comenta en sus radiografías comunicativas que ese mea culpa «es el equivalente verbal a enarbolar una bandera blanca, símbolo ritual de rendición». Y rendirnos rara vez entra en nuestros planes, salvo que el afecto presida ese escenario. En ocasiones se formulan disculpas que en vez de aceptar la responsabilidad tratan de minimizarla. A mí hace unas semanas alguien, para admitir el incumplimiento de su palabra, me dijo sucintamente «lo siento», pero apostilló un quejumbroso «¿vale?», para abordar al instante otros temas netamente intranscendentes. El interrogativo y desafiante apéndice aclaraba que la disculpa más que un acto sentido era un subterfugio rápido para rehuir el escrutinio recriminatorio. En otras ocasiones se manipula la disculpa como un método de sumisión. Ocurre cuando el oprobiado insiste en exigirla desde una posición de superioridad que convierte al que ha de disculparse en un subordinado dispuesto a padecer la humillación jerárquica, que se produce cuando al perdonado se le restriegan imaginariamente en la cara los laureles de una penosamente entendida victoria. Por último, en este abanico de perdones espurios, nos podemos topar con la actitud pragmática del cínico: «Hago aquello que me procure un beneficio aunque genere a sabiendas daño en otro, luego me disculpo, me condona la deuda contraída, porque de lo contrario le espeto que es un resentido, y pelillos a la mar».  Nada de todo lo escrito en este párrafo tiene que ver con una genuina petición o declaración de perdón.

La disculpa sincera suele ser el preámbulo para un escenario de entendimiento y olvido de las ofensas. Si la violencia engendra violencia, la disculpa engendra disculpa al activar el mecanismo de la reciprocidad directa inserta en nuestra dotación genética. La disculpa opera como un lenitivo tanto para el que la formula como para el que la recibe. Aunque no sabemos muy bien por qué, las palabras poseen poder analgésico sobre nuestro dolor, tanto si lo hemos recibido como si lo hemos cometido. Lógicamente la disculpa ha de ser real y probablemente llegue envuelta en una gasa de tristeza. Si aceptamos ser los progenitores de un daño, no podemos disculparnos sin que la comisura de nuestros labios señale hacia abajo. Disculparse sentidamente se puede compendiar en cuatro pasos bien trabados. Admitir autocríticamente la autoría de la acción específica por la que uno se disculpa, reconocer el mundo del otro que ha sido magullado por nuestra acción, enmendar de alguna forma el daño causado, y prometer alguna iniciativa para que ese hecho y sus consecuencias no se vuelvan a repetir. En Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría trata el tema del perdón como un acto declarativo de liberación personal en el que indefectiblemente  «tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al otro». Amelia Valcárcel enumera los pasos del perdón en un itinerario lineal con cinco paradas bien delimitadas: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Si esta arquitectura no se levanta con la disculpa, decir lo siento ante una cuestión grave es rebajar el perdón a mero ardid con el que alguien quiere zanjar la cuestión sin sentirlo lo más mínimo.



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