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jueves, mayo 19, 2022

La belleza del comportamiento

Argumentos para una ética de la bondad

Me hace muchísima ilusión presentar por fin el ensayo La belleza del comportamiento. Argumentos para una ética de la bondad. Traer un libro al mundo es un acto muy hermoso y muy gratificante. Es colaborar con la pluralización de miradas, con nuevos ángulos de observación y valoración sobre la vida compartida y el entramado afectivo en el que nos estamos configurando a cada instante. Ojalá este libro coopere con ese propósito tan enriquecedor. He necesitado varios años para sedimentar en escritura todas las ideas que finalmente han acabado depositadas en sus páginas. En el libro utilizo la narración del fenómeno viral que viví tanto en 2017 como en 2019 con la publicación del artículo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia, para acto seguido reflexionar sobre lo que consideramos embellece el comportamiento. He intentado contar un relato mientras escribía un ensayo. Encontrar la fórmula para naturalizar este solapamiento de géneros me llevó mucho tiempo y muchos intentos frustrados. Por fortuna fui encontrando soluciones que me han permitido cumplir con la idea germinal. La bondad es toda acción encaminada a favorecer que el bienestar comparezca en la vida del otro (bondad sentimental y política), pero también el cuidado por el juzgar y comprender bien (bondad discursiva). El mundo sucumbiría sin remisión si nuestro entramado afectivo quedase desabastecido de ella.

Más abajo comparto el enlace en el que se puede acceder a toda la información del libro (sinopsis, capítulos, páginas) y también a la posibilidad de adquirir ejemplares físicos en la tienda digital de la editorial. Espero que quien se anime a leerlo halle en sus páginas identificación y placer reflexivo en aquello que presumimos más humano: la bondad, la generosidad, la compasión, la reciprocidad, el cuidado, la consideración, la dignidad, la admiración, la ejemplaridad, el amor, la atención, el pensar. Muchas gracias anticipadas a quien se anime a ponerse delante de este metafórico cuadro en blanco y contemplar la belleza del comportamiento. Un abrazo a todas y todos.

Toda la información del libro haciendo clic aquí.


 

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martes, noviembre 03, 2020

La indignación necesaria

Obra de Milt Kobayasi

La ira es el sentimiento que experimentamos cuando algo o alguien interfiere de una manera injusta en la consecución de nuestros deseos. También nos enojamos al considerar que nos han ofendido, que nuestra dignidad ha sido arañada con observaciones lacerantes, o con el concurso de acciones que nos han infligido un daño inmerecido. En todos los presupuestos de la irascibilidad figura la injusticia como desencadenante. Este punto es medular para entender bien esta emoción básica metamorfoseada en sentimiento disuasorio y corrector. Cuando en los cursos y talleres que imparto explico la irrupción de discrepancias y fricciones en la interacción humana, no olvido pormenorizar meticulosamente si los interlocutores catalogan esa irrupción como justa o injusta, porque será ese juicio de valor el que despliegue en nuestro entramado afectivo unos u otros sentimientos. Si lo que oblitera nuestros intereses lo consideramos justo, presumiblemente nos entristeceremos. Si además esos intereses son capitales para mantener equilibrada nuestra instalación en el mundo, con toda seguridad nos amedrentaremos. Si la obstrucción es inmerecida, nos enfadaremos. La injusticia es el manantial del que brota la ira.

Existe un extenso arco semántico de la ira dependiendo de su énfasis, su regularidad, su propósito. No es lo mismo la ira, el enfado, el fastidio, el enojo, la rabia, la cólera, la bilis, el desagrado, el cabreo, el odio, el resentimiento, la indignación, la iracundia, la furia, el arrebato, la irritación, la molestia. La frondosidad conceptual testimonia la diversificación de detalles que alberga esta experiencia tan radicalmente humana. El papel utilitario de la ira como desencadenante y artefacto de contraataque en determinadas eventualidades es muy válido, pero es nefasto para todo lo demás. Este hecho hace que frecuentemente se la repruebe en bloque. La ira como emoción visceral propende a la punición del daño entrañando daño en nuestro infractor. Enojados somos muy poco razonables y tendemos a sortear los modos respetuosos que sostienen la convivencia. En el ensayo La razón también tiene sentimientos explico que la impulsividad de la ira «suele execrar el cálculo clínico de pros y contras, decretar el exilio de la inteligencia, eliminar el trato considerado. Puede incluso flirtear con la agresividad». Varios  años después de publicar estas palabras apenas tengo nada que objetar, pero sí encuentro algo que puntualizar.

Hay un momento en que la ira transfigurada en indignación se convierte en herramienta política muy útil para el ensamblaje social. La indignación es el sentimiento que surge ante la contemplación de la injusticia, tanto si la sufrimos en  nuestra biografía como si la sufren los demás en la suya. Su funcionalidad sentimental reside en la generación y suministro de energía suplementaria para llevar a cabo la rectificación y futura prevención de ese hecho releído como injusto. Lo realmente destacado es que esta corrección sobrepasa el lenguaje primario del yo. En el libro La ira y el perdón, Martha Nussbaum trae a colación a Josep Butler, que en una definición que perfectamente podría valer para la indignación, nos recuerda que «la ira expresa nuestra solidaridad ante las faltas cometidas contra otros seres humanos». La indignación nace de un momento iracundo (un instante patrocinado por el fulgoroso deseo de aplicar daño retributivo), pero apresuradamente se aleja de él para, en vez de desear dañar al que comete una injusticia, enfocarse en mejorar al perpetrador y al ecosistema social en el que se ha cometido la falta. Martha Nussbaum nombra esta domesticación del uso de la irascilibidad con el nombre de «ira de transición»

En sus auscultaciones sobre la ira común, la filósofa estadounidense constata su uso como indicador de que algo está mal, como energía propulsora, como elemento disuasorio que inspira miedo y evita que otros conculquen los derechos que nos amparan. Sin embargo, la ira de transición supera estas funciones y asciende a metas más elevadas y meliorativas. Transitamos de la utilización tosca y emocional de la ira a la utilización inteligente y largoplacista. La racionalidad se aprovecha de la fuerza centrífuga de la ira, pero modifica por completo lo primario de sus objetivos. La indignación necesaria con la que titulo este artículo rehúsa la venganza y apela a la esperanza de construir futuros mejores entre los implicados. Su mirada no es retrospectiva sino prospectiva. Es la indignación con la que el anciano Stéphane Hessel exhortaba a la juventud hace una década en su célebre opúsculo ¡Indignaos! Frente a la preocupación egocéntrica que origina estallidos de iracundia y neglige la restauración, la indignación necesaria busca la construcción de equidad como prerrequisito para el bienestar colectivo. Gracias a la compasión podemos realizar este increíble nomadismo del yo al nosotros y nosotras. La compasión no es solo que el dolor que contemplo en el otro me duela a mí, sino que ese dolor, si tiene un origen social, me insta a intentar paliarlo yendo a las causas políticas que lo originaron. La desacreditada compasión se revela como precursora de la indignación social.   

 

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martes, octubre 30, 2018

La vivencia del perdón y sus mutaciones sentimentales


Obra de Mary Jane Ansell
El perdón es un fenómeno seminal para el buen funcionamiento de las interacciones humanas. No creo exagerar si afirmo que su inexistencia haría peligrar los círculos de convivencia más íntimos, pero también aquellos en los que se debilita la perspectiva empática. Más aún. Su presencia es medular para la propia construcción egocéntrica, en la que el autoperdón goza de una insondable centralidad. El perdón no es un sentimiento, sino una virtud originada por un magma de sentimientos que operan entre sí para la proeza de revertirse a sí mismos. El dinamismo del perdón desencadena prodigiosos vaivenes afectivos que voy a intentar esbozar a continuación. Bienvenidos a la contemplación del más difícil todavía sentimental. Cuando hablo de perdón no hablo de condonar, ni amnistiar, ni desendeudar, ni indultar, ni de la eliminación de sanciones legales. Estamos en la esfera en la que lo sentimental y lo moral aparecen nítidamente como la indisolubilidad que conforman. En La razón también tiene sentimientos definí el perdón como un acto verbal que lexicaliza una constelación de deseos nucleares para la vida compartida. En el Pequeño tratado de las grandes virtudes, el filósofo francés A. Comte Sponville apunta que el perdón es «la virtud que perdona no por la supresión de la infracción o la ofensa –lo que no podemos hacer-sino por la interrupción del resentimiento hacia quien nos ofendió o nos perjudicó». Esta definición calca una de las más célebres, la firmada por el obispo anglicano del siglo dieciocho Joseph Butler: «el perdón es la supresión del resentimiento». Conviene recordar aquí que el resentimiento es una experiencia afectiva presidida por un odio enmohecido (el término latino rencor, rancescere, significa ponerse rancio), el perpetuo recuerdo de una ofensa cuyo dolor siempre presente aspira a ser saldado en cualquier momento. El perdón no solo elimina el moho del odio, sino el odio mismo.

En su ensayo de título inequívoco, El perdón, la soberanía del yo, Javier Sádaba lo eleva a virtud moral que complementa con la justicia, pero sobre todo ofrece un fresco rotundo en el que entrevemos «un yo que se enfrenta a la desnuda persona de otro yo». El yo que somos pocas veces es tan yo y a la vez tan quebradizo como cuando solicita ser perdonado ni tan soberano como cuando acepta la solicitud y perdona. El yo, para liberarse del peso y la erosión de la paternidad de una culpa, depende de las palabras conmiserativas que aparezcan en la sentencia del otro yo que ha padecido las consecuencias y al que ahora se le ruega la absolución. Estamos delante de un momento iluminador tanto de nuestra condición de animales sentimentales como del poder omnímodo del lenguaje. Una simple palabra proferida por una garganta nos puede aliviar del poder corrosivo de la culpa, si somos los progenitores de la comisión de un daño, o del resentimiento, si somos los afectados por esa acción que nos ha dolido. Es una tecnología que por más que la estudio no deja de asombrarme. El lenguaje remodela un contexto interpersonal tan solo con enunciarse.

El perdón exige la asunción de un acto que ha ocasionado daño en un tercero. En El perdón, una investigación filosófica Mario Crespo lo explica con una fórmula lógica: «Si A perdona a B, es porque B ha infligido a A un mal objetivo».  El perdón no valida la acción, sino que la petición de que sea perdonada implica la condición de acto merecedor de reprobación. Cuando alguien pide perdón asume la autoría de un acto que ha originado un daño o una ofensa, solicita la gracia del perdonante, intenta compensar el mal causado y, como desea restaurar la relación, se compromete ante el afectado a que esa acción no se repita mostrando propósito de enmienda. Como contrapartida, el perdonante se compromete a respetar un pliego de comportamientos sustanciales en la recomposición del nuevo marco. Renuncia a reembolsarse el talión puesto que el perdón salda las cuentas pendientes y cancela la restitución. A pesar de no cobrar la deuda contraída rehúsa en un futuro autoproclamar para sí la condición de acreedor y disuelve en el otro la de deudor. Admite que el agresor no será señalado por los daños cometidos y que además de no recordarlos los intentará olvidar. El recuerdo es un acto volitivo, pero el olvido no, y esta distinción es fundamental en la tramitación de la promesa. Uno puede prometer no recordar, pero no olvidar, porque la voluntad es inoperante para ese cometido. Cuando se perdona se asume la responsabilidad de no sacar a colación el daño causado para en otro momento ubicarse en una situación ventajosa respecto al perdonado. El perdón genuino obliga a no instrumentalizar el perdón concedido.

El perdón se brinda gracias a que actúa la dimensión conmiserativa en vez de la conmutativa. Se transmuta el odio por la compasión. Este punto es mágico. Pido máxima atención porque vamos a adentrarnos en el núcleo del amor que se entabla entre los seres humanos. Se perdona porque el daño que nos han hecho se relee y se tasa con una mirada compasiva, se intenta comprender por qué el infractor hizo lo que hizo, qué motivaciones dormitaban en su conducta para la comisión de un daño así. Solo podemos perdonar cuando tomamos conciencia de nuestra propia falibilidad, la flaqueza y la volatilidad que sitian los deseos humanos, la provisionalidad que lleva aparejado vivir, lo fácil que es tropezar y mancharnos de lodo de arriba abajo, ensuciarnos con comportamientos de los que nos arrepentiremos poco después. Cuando el tamaño del daño perpetrado es voluminoso, el sentimiento que provoca su contemplación en una persona sentimentalmente bien alfabetizada no es odio, sino tristeza. Apena constatar que un semejante a nosotros pueda ser el autor de algo así, el causante de una sevicia en otro ser humano como él. Al perdonar contemplamos todo esto, y lo podemos contemplar por nuestra semejanza, por nuestra compartida afiliación a la humanidad. Aceptamos expiar de nuestros recuerdos el daño perpetrado por quien ahora reconoce su autoría, se avergüenza de él y nos comunica que pone toda su voluntad en no volver a cometerlo. En el maravilloso El olvido y el perdón, Amelia Valcárcel compendia esta liturgia en cinco concretos instantes: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Por parte del perdonante yo los rotularía en aceptación de la solicitud, decisión de no cobrar la deuda y compromiso de en un futuro no recordar la cancelación del impago.

El perdón se erige de este modo en una virtud que se nutre de una pluralidad de sentimientos que intervienen con el afán de mutarse. Frente a los sentimientos de clausura (por emplear la nomenclatura creada para mis ensayos) que podemos abreviar en odio, rencor, irascibilidad, furia, amargura, rabia, venganza, nos dejamos arrullar por los de apertura, que podemos resumir en compasión, bondad, generosidad, amor. Esta metamorfosis es tan portentosa y tan sorprendentemente exquisita que algunos autores hablan de ella como un don, o como un acto milagroso que vinculan a la irracionalidad en un intento de aproximarlo a una experiencia tutelada por alguna deidad monoteísta. El perdón pertenece a nuestra tecnología sentimental y moral y por tanto a la mediación de lo inteligible. En la racionalidad neta del perdón se contraviene por completo el instinto de venganza y su resbaladiza espiral, el deseo de castigo, la pulsión que nos impele a una devolución rápida y recíproca del daño, el orgullo desatado y su incapacidad para divisar la interdependencia. El perdón es analgesia sobre el dolor que ocasiona el mal objetivo, tanto para el que lo ha perpetrado como para el que lo ha sufrido. No hay medicamento que logre una efectividad mayor sobre esos daños que duelen sin necesidad de tocar el cuerpo.



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martes, mayo 10, 2016

¿Se puede perdonar sin olvidar?


Obra de Nigel Cox
Hace unas semanas escribí un artículo sobre la arquitectura del perdón. Lo titulé Lo siento, perdóname (ver). Al día siguiente me encontré en la calle con una pintada de tamaño mastodóntico en la que se podía leer: «Perdono, pero no olvido». Nada más acabar su lectura me interrogué si es posible activar el mecanismo del perdón disociándolo de las lógicas  del olvido. En el incisivo ensayo El perdón y el olvido de Amelia Valcárcel estos vectores sentimentales aparecen yuxtapuestos y se insiste en que «el perdón es un olvido a efectos prácticos», aunque unas líneas más adelante la filósofa matiza que «el perdón está condicionado: se perdona a condición de que no vuelva a repetirse, puesto que el sistemático perdón de la misma cosa destruye la noción de perdón». Con motivo de mi artículo, una lectora comentó muy agudamente que hay cosas que no se pueden perdonar, y sospecho que tampoco se pueden (o deben) olvidar. Para catalogar lingüísticamente estos episodios hemos inventado vocablos como «imperdonable», o la también nítida palabra «irremisible». Se trataría de aquellos hechos que infligen daños tan inabarcables que al no poderlos ni siquiera mensurar no sólo no se perdonan, sino que imposibilitan su sano olvido. Sin embargo, hay ofensas que pueden y deben olvidarse, y  al no hacerlo, su recuerdo convierte a las personas en rencorosas, seres habitados por un odio rancio y enmohecido.

Volvamos a la pregunta inicial. ¿Se puede perdonar sin olvidar? El perdón persigue la finalidad de eliminar la deuda contraída. Olvidar es borrar, no guardar algo para utilizarlo en el momento en que sacarlo a colación nos permitiría colocarnos en una posición ventajosa. Aunque parezcan términos antitéticos, olvidar es una prodigiosa facultad de la memoria. Se olvida cuando no se recuerda, pero también se olvida cuando la memoria, con voluntad reparadora y constructiva, reordena y recodifica lo que no se podía olvidar. Esta maravillosa contorsión corrobora que muchas remembranzas no son sino ejercicios de reconstrucción. Nos duele lo ocurrido, pero deliberamos sobre ello desde perspectivas conmiserativas. Evidentemente la casuística es gigantesca y habrá una multiplicidad de matices que dependerá de a quién se perdona, cuánto afecto presidía la relación, cómo opera la memoria de cada uno, que código de valores estructura sentimentalmente lo que acaece en el mundo, cómo estratificamos las eventualidades con que la vida va inmiscuyéndose en nuestra biografía y redondeando nuestra identidad. A mí me gusta afirmar que nuestros recuerdos son nuestra obra póstuma, pero lo que no es póstumo es la valoración que hacemos de ellos, que está sujeta a las veleidades del instante presente en el que nos hallemos inmersos. Podemos remachar que no recordamos, rehabilitamos el pasado. La memoria no apila ítems de información, sino estructuras de significados. Es una incansable productora de axiología y marcos semánticos.

Hace muchos años yo escribí que olvidar «por» no recordar nada es un delito de la memoria, pero olvidar «para» no recordar nada es un donativo de la inteligencia. En esta esfera de la intencionalidad descansan las respuestas a la pregunta que da título a este texto. Recordar porque uno no quiere olvidar convierte el perdón en una mera fórmula léxica sin incidencia en la afectividad. Esa ausencia de olvido es deliberada y cursa con anhelos conmutativos y con el deseo de cobrarse algún día el talión del que uno es acreedor, reembolsárselo de alguna manera, incluidas las inconscientes. Yo intuyo imposibilidad en perdonar cuando se quiere recordar, aunque no cuando se quiere olvidar y no se puede, porque aquí hay que matizar que muchos episodios no se olvidan hasta que los implicados en ellos no los recuerdan y los ponen encima de la mesa con la compasión como testigo. Para el pensamiento lógico es una aporía, pero en ciertas ocasiones para olvidar es fundamental recordar. En otras ocasiones es necesario recordar porque no debemos olvidar. Dicho con un verso de Vicente Aleixandre: «Recordar es triste, pero olvidar es morir». Esta dimensión es fundamental cuando se han cometido crímenes contra la Humanidad (el ensayo de Amelia Valcárcel se centra en el Holocausto), o actos tan abyectos que denigran nuestra condición humana.  En estos ámbitos el perdón opera en una órbita diferente a la de la justicia. Desde la compasión podemos perdonar a alguien, o a un colectivo, la comisión de un acto punible, pero la justicia debe castigarlo. El castigo persigue que el infractor no vuelva a repetir la falta, y por eso paga por ella en una conmutación de pérdida de bienes o de libertad, pero también activa la disuasión en todos los demás. Se puede perdonar lo que la justicia debe castigar. No se puede perdonar lo que no podemos olvidar, a pesar de haberlo recordado para olvidarlo.



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