martes, mayo 24, 2016

La violación del alma


Obra de Sam Weber

Hace unos días le leí a Iñaki Piñuel la desasosegante expresión con la que hoy titulo este texto. El término aparece agazapado en las páginas finales de La dimisión interior (Pirámide, 2008), un revelador ensayo sobre los riesgos psicosociales en el trabajo. La tesis defendida es que la dimisión interior es una desconexión emocional que adoptan las personas, con respecto a sí mismas y a todo su alrededor, como reacción de autodefensa a un daño crónico en entornos laborales con alta densidad de toxicidad. El profesor Iñaki Piñuel es un experto en psicología del trabajo y de las organizaciones, pero sobre todo en las disfunciones que pueden emanar de estos microuniversos: mobbing o acoso psicológico (absolutamente recomendable su ensayo dedicado a este tema), violencia psicológica, o procesos de victimización.  Me aventuro a compartir aquí una definición personal de en qué consiste la violación del alma. Se trataría de todo proceso por el que una persona despiadada se dedica con entregada pertinencia a degradar y vejar a otra hasta culminar que la víctima active su propio autodesprecio y se convierta a sí misma en una zona desolada. El padre de la microsociología, Irving Goffman, definió la consideración como tratar al otro con el valor positivo y el amor propio que toda persona se concede a sí misma. A Kant le preguntaron una vez cómo se podría salvaguardar la dignidad de las fricciones que concurren en la convivencia. La respuesta fue antológica. «La dignidad se preserva del roce diario tratando al otro con la misma equivalencia que reclamamos para nosotros». La violación del alma es justo lo contrario.


Este proceso de hostigamiento continuado anhela destruir el ánimo, desvalijar la autoestima, minusvalorar la idea que albergamos de nosotros mismos (autoconcepto), dañar al ser que habita en nuestras palabras, transformar la psique de la víctima en una escombrera de ridículos cascotes. El predador estimula el miedo y los factores estresantes para hacer añicos la eficacia percibida de su víctima, la sensación de logro, el control, la autonomía, el sentido de la tarea, la motivación, la capacidad creativa, el pensamiento crítico, la valoración benévola que uno está obligado a tener de sí mismo (para toda persona educada bien la autoestima debería ser un deber). Es decir, todo lo que nos determina como seres provistos de dignidad. Despiadado es aquel que no tiene piedad, el que no siente como suyo el dolor del otro y por tanto no sólo no pone límites en infligírselo, sino que incluso puede disfrutar sádicamente contemplando su propia obra de destrucción, delectarse en la denodadamente violenta desintegración del otro. Esta violación puede ocurrir en cualquier ámbito de las interrelaciones humanas, pero el medio ambiente laboral posee unas singularidades que propician su proliferación y la profundidad de la agresión. Como la organización social ha vinculado empleo con supervivencia, es fácil imaginar las relaciones de sumisión y de degradación que pueden florecer en los entornos labores en un instante en que los empleos escasean todavía más que siempre (que no el trabajo, que es otra cosa distinta). El microcosmos laboral puede devenir en lugar idóneo para que no haya demasiadas diferencias entre el rol de trabajador y el de súbdito. Piñuel bautiza con acierto estos lugares de acoso como un «gulag laboral». La segunda gran característica de estos contextos es que el empleo se ha erigido en el mayor proveedor del guion identitario de un individuo. «¿Qué eres?» es una pregunta comúnmente aceptada como sustitutiva de «¿en qué trabajas?». Con estas dos peculiaridades, si alguien no tiene escrúpulos pero sí jerarquía en un entorno de subordinación y a la vez de producción de identidad, si arrumba la ética a un rincón polvoriento de la conducta, si convierte al otro en un mero medio para la satisfacción de fines personales, es relativamente sencillo profanar el alma de un semejante.

Toda esta depredación se agrava sobremanera por un proceso de culpabilización del violado. Como se ha implantado la ilusa teoría de que todo lo que jalona nuestra biografía es responsabilidad individual, de que obtenemos las recompensas o los castigos de los que se haya hecho acreedora nuestra voluntad, resulta casi un automatismo asumir la paternidad exclusiva de cualquier situación aciaga. Este sistema de atribución es muy fértil para que el violado acabe recluido en una mazmorra de culpa y de devaluación de sí mismo. La víctima es culpable de sentir lo que siente, de no inmunizarse con toda esa farmacopea mental que prescribe el pensamiento positivo. El alma es esa ininterrumpida conversación en la que uno se va contando a cada segundo lo que va haciendo a cada instante, de tal forma que este soliloquio puede convertirse en desgarrador si uno cae pendiente abajo por el «masoquismo autopunitivo», en heladora expresión de Piñuel, cogitaciones autodestructivas en las que la víctima se convierte en su propio victimario. Este monólogo puede funcionar como un peligroso riego de aspersión que puede acabar anegando de hiel y autodesprecio toda la orografía sentimental de la persona. Violar el alma es irrumpir violentamente en esa conversación, orientarla al lugar donde sea posible extraer la mayor cantidad de desintegración, donde se levante una pira destinada a la cremación de la autoestima. No tengo datos, pero si en condiciones normales el cerebro consume el cuarenta por ciento de nuestra energía metabólica, estoy casi seguro de que en esos procesos rumiativos de autocarbonización los índices de consumo pueden duplicarse, o directamente absorber el total de nuestros recursos energéticos. La imposibilidad de abandonar el trabajo (o, hablemos con propiedad, de no poder prescindir de los ingresos que proporciona), de comprobar cómo la realidad ha enladrillado la salida de emergencia, convierten la situación en un averno. Sólo queda el absentismo psicológico. La violación del alma provoca la sobrecogedora evaporación del alma.



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martes, mayo 17, 2016

No hay mejor fármaco para el alma que los demás



Obra de Malcom Lipke
Hace unos días leí una entrevista al neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, autor de Las almas heridas, Los patitos feos o Morirse de vergüenza, y experto en el cada vez más divulgado campo de la resiliencia. La resiliencia es volver a recuperar y sanar los sentimientos cuarteados tras recibir una de esas adversidades que nos hacen ovillarnos de tristeza. A veces la realidad nos asesta un golpe tan enfurecido que tras el impacto nos doblamos y nos encogemos de dolor. Resiliar sería el proceso en el que poco a poco volvemos a, metafóricamente, erguirnos y adaptarnos al nuevo escenario. Cervantes, probablemente el mejor psicólogo de la historia junto a Shakespeare, ya hablaba de estas cosas aunque asignándole palabras más coloquiales: «la peor derrota, el desaliento». Resiliar sería volver a recuperar el aliento, término que también significa alma, esencia, energía, ánimo, principio de vida. Recuperar el aliento, recuperar el ánimo perdido, podría vincular con dejar de sentirte un apátrida dentro de tu propia alma. Un proverbio chino que yo repito mucho nos recuerda una prescripción para casos así: «Si te caes seis veces, levántate siete». Recuerdo una adhesiva canción de un grupo de rock llamado Tahúres Zurdos que entre aullidos de guitarras distorsionadas se preguntaba: «¿Qué es eso que mueve a los hombres cuando nos desmoronamos para creer que pasará?». Recurro al gran Woody Allen para postular una posible respuesta extraída de uno de sus libros: «La realidad puede llegar a ser muy ingrata, pero es el único lugar donde podemos comernos un buen filete». A pesar de su hilaridad, no tengo la menor duda de que en esta lógica irrefutable descansa la capacidad del ser humano para sobreponerse a la adversidad y a su propia anemia anímica. Cuando algo se astilla dentro de nosotros, esperamos que el paso del tiempo y la capacidad de articular bien nuestros lastimados sentimientos cautericen la herida y nos pongan de nuevo en disposición de alcanzar alguna de esas gratificaciones que convierten la vida en un manjar apetecible. Albergamos esperanza e ilusión, dos de las palabras más mágicas en el vocabulario del alma humana. La vida sin esperanza es un niño que todavía no sabe andar, y sin ilusión, un anciano al que la pesan las piernas. 

La resiliencia no consiste en la constatación de que tarde o temprano la vida nos va a zancadillear y hará que nos demos de bruces contra el suelo mientras escuchamos sus risotadas, que nuestra alma será ulcerada por la fatalidad, que padeceremos tremebundos desencuentros entre nuestros deseos y la siempre altiva y escurridiza realidad. Reside más bien en el proceso que se inicia tras esa caída, ese golpetazo, esa terrible desavenencia que nos arrojará a un interregno en el que nos hallaremos inicialmente huérfanos de soberanía para sobreponernos. No se trata de inhumar la tristeza, sino de transformarla en análisis y palanca intelectiva de nosotros mismos. Probablemente muchos han realizado estas introspecciones sanadoras sin haber oído nunca la palabra resiliencia. La resiliencia cursa con la flexibilidad y la adaptabilidad, de ahí el éxito de símiles para ilustrar la recuperación tras una colisión traumática como el del lábil junco frente al árbol que al no poder mecerse ante las ráfagas del huracán es arrancado de cuajo, o el de una pelota de espuma frente a cualquier material rígido, cuya engañosa dureza se acabará desmembrando en irrecuperables trozos. Lo más llamativo de esta flexibilidad sentimental es que los expertos vinculan los factores resilientes con elementos propios de la afectividad. Hace poco leí una entrevista a Jorge Barudy Labrin, autor de La inteligencia maternal, en la que afirmaba que «la confianza y solidaridad de otras personas es condición imprescindible para que cualquier persona herida por una experiencia traumática pueda recuperar la confianza en sí misma, y en la condición humana». El propio Boris Cyrulnik ratifica esta idea cuando sostiene que «las investigaciones sobre resiliencia muestran que esta es una producción social y siempre interpersonal».

El mecanismo catártico más eficaz para recuperarnos de los contratiempos severos que nos brindará indefectiblemente la aventura de vivir es el afecto de las interacciones a las que concedemos valor, la vinculación social entretejida de actividades y proyectos compartidos. Una mente tan lúcida como la de Bertrand Russell desembarcó en esa misma conclusión y la compartió con todos nosotros en el terapéutico La conquista de la felicidad. Voy a resumir este recomendable ensayo en lo que pensé tras leerlo: la mejor prescripción farmacológica para las dolencias del alma son los demás. Recuerdo que en la película Náufrago, dirigida por Robert Zemeckis e interpretada por el oscarizado Town Hanks, el protagonista, tras un accidente aéreo, se encuentra tan desgarradoramente solo en una isla desierta en mitad del Pacífico que necesita inventarse una compañía para sobrevivir. Su amigo imaginario es un balón de voleibol. Le pinta un gestual rostro para poder dirigirse a él, a unos supuestos oídos que le concedan la siempre grata sensación de que alguien está prestando atención al relato en el que uno habita gracias a lexicalizar y eslabonar gramaticamente sus alegrías y sus penas. A este moderno Robinson Crusoe hablar y saberse escuchado le devuelven su condición de ser humano, el  único vínculo con lo más parecido a la civilización. La resiliencia necesita la presencia amiga de los demás. Dicho de otro modo. Nos recuperamos cuando estamos con otros seres que nos ayudan a ser.



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jueves, mayo 12, 2016

Si quieres la paz, enseña la paz


Obra de Jorge Rubert
La paz puede definirse como el cese de un conflicto, el fin de una guerra, o la ausencia de dilemas desgarradores en el alma de un sujeto. El diccionario de la RAE la define en su primera acepción como una «situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países». La segunda acepción nos recuerda que la paz es una «relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni confictos». Y la tercera la vincula con un «acuerdo alcanzado entre las naciones por el que se pone fin a una guerra». En su ensayo El problema de la guerra y las vías de la paz, el filósofo político Noberto Bobbio resalta que la paz se define siempre orbitando en torno a la guerra, idea que como acabamos de ver refrenda el diccionario de la Real Academia. Sin embargo, esto no ocurre en la dirección contraria. La guerra no necesita indefectiblemente apelar a su antagonismo para que podamos desentrañar en qué consiste. Todos conocemos el célebre adagio en el que se nos aconseja que si quieres la paz, prepara la guerra. Se puede afirmar también que si quieres definir la paz tendrás que citar inexorablemente la guerra. Esta relación asimétrica que vive la definición de la paz con respecto a la de la guerra testimonia que la confrontación bélica es un hecho acreedor de mucha más centralidad en nuestro argumentario. Es triste, pero alberga más preeminencia a la hora de evaluarnos como especie.

Hace unas semanas le leí a un antropólogo que no existe constatación de guerras tremebundas en los periodos anteriores al neolítico. Pudieron existir conflictos puntuales en el paleolítico y en el mesolítico, pero no matanzas multitudinarias. Nuestros ancestros trashumantes no padecían excesivos contratiempos para sobrevivir, la dadivosa naturaleza les regalaba abundante alimento y por tanto amortiguaba sobremanera el riesgo de que otros desearan arrebatárselo. Más allá de esa subsistencia fácilmente garantizada, no había motivos para forcejeos mortales. La guerra y la agresión, tal y como el estándar las reconoce hoy, brotaron con el descubrimiento de la agricultura y la ganadería. Este nuevo decorado trajo conexada la necesaria organización de unos asentamientos inéditos para el ser humano en su anterior condición de nómada cazador/recolector. Inopinadamente hubo que articular el tiempo y las tareas, imponer normas colectivas, diseñar el reparto vinculante de recursos, distribuir propiedades, repartir responsabilidades. Surgieron las jerarquías verticales, los liderazgos, el despotismo, las órdenes, las sanciones, los castigos, las disidencias, la fricción, la subyugación, el servilismo, el hostigamiento, la depredación, la feudalización de los espacios, el poder en su sentido más abyecto. Bienvenidos al mundo del conflicto social. Bienvenidos al nacimiento del ego que necesita reafirmarse sojuzgando a otros egos. Cualquiera que haya leído la didáctica novela El señor de las moscas se hará una rápida idea de qué problemas afloran cuando a dos o más egos les da por competir.

El despliegue de la fuerza física siempre persigue fines muy similares, ya sea por parte de un estado o de un individuo: satisfacer intereses, posesión de bienes, afán de dominio, contestación de una ofensa, demostración de jerarquía, obtención de obediencia, imposición de un valor incompatible con otro valor, castigar la violación de una norma. Hace ya unos años se publicó un pequeño libro del historiador Ernst Gombrich que compendiaba la historia de la humanidad en pocas páginas. Se titulaba Breve historia del mundo, y estaba redactado en un lenguaje llano que te cogía de la mano y no te soltaba. Era fantástico porque su brevedad permitía contemplar con una mirada sinóptica y cronológica cómo hemos ido desplegándonos como civilización. La conclusión de cualquier lector debió de ser tan desoladora como la mía. La historia de la humanidad es la historia de una matanza, el mundo es un lugar ensangrentado, es imposible hacer balance sin contar millones de cadáveres poblando las tierras y las cunetas. Nos pasamos la vida matándonos. La civilización humana es una guerra continua solo interrumpida por armisticios, moratorias y paréntesis. Cualquier orden nuevo que ha mejorado al anterior ha emanado tras espantosos episodios de violencia. Para no sentirnos ni miserables ni decepcionados hablamos de guerras justas, o de violencia lícita (todo el que la emplea lo hace aludiendo a su licitud), y hasta se han inventado convenciones para protocolizar cómo comportarnos cuando se declara abierta la veda para matarnos unos a otros. Además los libros de historia no ayudan a que sintamos con exactitud en qué consisten estas carnicerías de sanguinolenta crudeza.  Se suelen enredar en análisis geopolíticos tan macroscópicos como asépticos que solapan burdamente la brutalidad y el daño que somos capaces de infligir a nuestros semejantes. Recuerdo una viñeta de El Roto expresada con toda su abrasiva lucidez: «Los historiadores se dedican a potabilizar la sangre humana derramada».

La existencia de cualquier guerra en cualquier lugar del mundo es la respuesta exacta a esa pregunta que se hace la gente decepcionada por la organización social: ¿Pero hasta dónde podemos llegar? Quizá la guerra sea un mal menor, como muchos predican, pero en su anverso trae adscritas dos paradojas insolubles. Responder con violencia  a la violencia no necesariamente elimina la violencia del otro, aunque sí facilita que se desprecinte un bucle de violencia en el que los contendientes considerarán licita su violencia e ilícita la de su adversario.  El empleo de la fuerza no dictamina quién es el que se comporta de un modo justo o injusto,  sino quién es más fuerte, o quién ha industrializado más sofisticadametente la violencia. No hay ni una sola evidencia argumentativa que nos indique que el que gana una guerra es más justo que el que la pierde. Se da otro contrasentido que a veces se nos olvida. Las guerras pueden terminar un conflicto, pero no lo solucionan. La solución estriba en convencer al otro para que se aliste junto a tu idea, o al lado de una idea mejor que la que ocasiona la confrontación, y esa convicción es patrimonio exclusivo de la palabra educada y pacífica. Sé que es una perogrullada señalarlo, pero nadie se convence de nada mientras le están agrediendo. Probablemente a cada golpe recibido esté urdiendo cómo podrá devolverlo, pero amplificado. La imposición es un antónimo de la convicción. Hay una buena noticia entre tantas malas. El ser humano nunca ha enarbolado la guerra como un ideal de la humanidad, pero sí la paz. Como todo ideal, no nos queda más remedio que ponernos a la tarea de ir a por él.



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